Tár, la tercera película de Todd Field, nos lleva lejos de los suburbios de Maine y de Boston en los que el director californiano situó sus dos filmes anteriores. Si allí había mostrado ese Estados Unidos chato y provinciano, en el que, en la piscina municipal o en el negocio de la esquina, te puedes encontrar con el pedófilo del barrio o el asesino de tu hijo, ahora dirige la mirada hacia dos metrópolis, Nueva York y Berlín, para ilustrar cómo se ejerce el poder en el sofisticado mundo de las orquestas de música clásica.
por Pablo Riquelme I 18 Julio 2023
En Impro —su tratado sobre el arte de la improvisación en el teatro—, el director Keith Johnstone dice que el requisito fundamental para que el público alcance la catarsis en una tragedia es mostrar a un personaje de estatus alto que, tras haber acumulado poder, es expulsado a la fuerza de su posición de poder. El personaje no puede aceptar su derrota. Si lo hiciera, dice Johnstone, el resultado ya no sería trágico, sino patético.
¿No es exactamente lo que ocurre en Tár?
La tercera película de Todd Field nos lleva lejos de los suburbios de Maine y de Boston en los que el director californiano situó In the Bedroom (2001) y Little Children (2006), sus dos filmes anteriores. Y si allí había mostrado ese Estados Unidos chato y provinciano, en el que, en la piscina municipal o en el negocio de la esquina, te puedes encontrar con el pedófilo del barrio o el asesino de tu hijo, ahora dirige la mirada hacia dos metrópolis, Nueva York y Berlín, para ilustrar cómo se ejerce el poder en el sofisticado mundo de las orquestas de música clásica.
En la primera mitad de la película acompañamos a Lydia Tár (Cate Blanchett) en su camino a la cumbre. Directora superestrella de la Filarmónica de Berlín, etnóloga musical que se internó por el Amazonas en busca de sus particularidades musicales, autora de un libro cuyo tema es ella misma y, en fin, cráneo privilegiado de la industria posestructuralista que disemina la alta cultura entre el público masivo, la maestra Tár está ad portas de grabar la Quinta sinfonía de Mahler. Es el último peldaño que le falta para la consagración total a una mujer que, nos cuentan, ha llegado a lo más alto en esta escena gobernada por los hombres. Pese a ser una lesbiana practicante y una feminista con conciencia de género, de a poco nos enteramos de que ella ejerce el poder de la misma manera que sus antecesores varones, es decir, sin culpa ni contrapesos de ninguna índole. A pesar de su impecable manufactura, aquí la película cae en un pozo de ambivalencias, pues, ¿hay algo realmente novedoso en la idea de que el poder corrompe por igual a hombres y mujeres? Sería un moralismo escandaloso exigirle a ella que, solo por ser mujer, actúe de otra manera.
Sin ser particularmente divertida, la primera mitad de la película tiene mucho de comedia burguesa. Con su ejército de cortesanos, su divismo y su neurosis galopante, Lydia Tár aparece desencajada frente a la modernidad progresista en la que ella ejerce su ley, pues los valores que ella defiende, los del antiguo régimen, están bajo asedio. El personaje tiene algo de quijotesco en sus intentos de amedrentar a la niña que acosa a su hija en el colegio y de convencer a sus alumnos pangénero de que desechen las políticas de identidad a la hora de valorar a los machos cabríos del canon (Bach, ni más ni menos, es la figura de la discordia). Incluso en la aspiración de querer ser original en la composición de una pieza musical propia, Lydia choca con el hecho de que, como le dice su mentor, hasta Beethoven copiaba de otros autores. Resulta cómico porque esta artista aspiracional, que lanza sesudas citas de Freud, dialoga con fantasmas de un mundo en retirada y porque, dos siglos después de la muerte de Dios, cree que en su desempeño artístico ella solo le rinde cuentas a Él. Es un personaje mesiánico, ahogado en un ego que, sin conciencia moral, no acusa recibo de que, en el mundo actual, seducir a sus discípulas la convierte en objeto de acusaciones y juicios sumarios. ¿Es culpable de algún delito? No lo sabemos, pero como dice un personaje, ser acusado de algo grave hoy es lo mismo que ser culpable.
En la segunda mitad de la película asistimos a la defenestración de Lydia Tár. Ocurre a la manera de Hemingway: primero gradualmente y luego, de repente. Como una pieza musical que acelera hacia su silencio, el vertiginoso relato despoja a Lydia de su cargo, su familia y su lugar en la sociedad. Podría creerse que, entre la sociedad y el individuo, Field ha elegido la moral comunitaria. En realidad —y esto es notable, sobre todo en el indulgente cine actual—, es lo contrario: opta por el individuo. El director acompaña a su personaje hasta las últimas consecuencias: un país asiático donde, tras una fugaz debilidad, Lydia Tár se levanta y resiste, como una ciudad sitiada decidida a no dejarse arrasar.
Tár (2022), dirigida y escrita por Todd Field, 158 minutos.