El yo quebrado

por Álvaro Bisama I 26 Julio 2016

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Es difícil fijar un punto donde la autobiografía se convirtió en un problema central de la historieta. Algo, que más allá de una tradición que contempla exponentes tan disímiles como Robert Crumb, Alison Bechdel, Chester Brown o Marjane Satrapi, Lewis Trondheim o Keiji Nakazawa, ha sido apenas abordado en Chile, a pesar de los poderosos trabajos que Marcela Trujillo viene publicando desde hace más de una década, las lecturas de lo cotidiano de Vicente Cociña y, en menor medida, lo que hizo Vicente Plaza en Las sinaventuras de Jaime Pardo.

Anoto esto porque No abuses de este libro de Natichuleta y Gay gigante de Gabriel Ebensperger vuelven sobre el tema de la biografía. En ambos casos, se trata de su debut en el cómic. Ambos sortean con eficacia y sofisticación un problema técnico. Mal que mal, en la narrativa ilustrada el acto de representar la experiencia evade toda presunción de inmediatez y se convierte en una pregunta por el funcionamiento del lenguaje mismo, como si el yo se enmascarara para hacerse cargo, con mayor libertad, de su propio relato.

Organizada a partir de un hecho puntual (la renuncia del protagonista a la revista donde trabaja y su vuelta a la Viña del Mar natal), la narración de Gay gigante se compone y descompone a partir de fragmentos de memorias, ejercicios introspectivos  y citas al cine y la televisión, que abordan la sensación de acoso y discriminación que padece el protagonista a partir de su condición homosexual. Eso permite que lo que cuente explote en múltiples direcciones, desde las memorias de la infancia y el recuerdo de novios hasta las canciones que lo definieron. Ebensperger es un dibujante hábil: Gay gigante es tan tierno como explícito y tan triste como epifánico, en la idea de la narración de un paisaje donde los objetos de la cultura pop sirven para enlazar los hitos que explican la propia vida. En ese sentido, Gay gigante es una obra importante. Ebensperger es un artista capaz de controlar todos los costados de su obra, al punto de que el mismo diseño del libro (que usa el color rosa como única paleta de colores) es parte de la confesión íntima y la memoria, un modo de desplegar su complejidad sobre la página.

Narrando la historia de una muchacha que, luego de la separación de sus padres, sufre el abuso de la nueva pareja de su madre, en No abuses de este libro Natichuleta equilibra la gravedad de lo que narra con la ligereza de un trazo que descubre su propia potencia mientras avanza. La habilidad de la dibujante permite sacarle partido a su falsa ligereza, que descansa en la habilidad de empatizar con el lector y, a partir de eso, describir los costados más espinosos del funcionamiento de su familia. Ahí, el trazo caricaturesco ayuda a procesar el horror de lo que se cuenta, todos esos detalles que hacen insoportable lo cotidiano. Por supuesto, el cómic es un exorcismo: narrar es apropiarse y tomar el control del propio trauma, indagando en la complejidad y la profundidad del mismo, que se despliega, sobre la mitad del cómic, en el horizonte doloroso de una narradora que observa cómo su madre perdona al abusador y vuelve a vivir con él. Aquello es demoledor; existe como un horror que queda en suspenso a pesar de la fábula de resiliencia que el cómic compone. 

Entonces, es quizás esta habilidad, la de volver al drama contra sí mismo para desmontarlo, lo que une a estos dos trabajos. Ese desmontaje tiene acá un sentido colectivo entendido casi como una necesidad ética del mismo relato, pero evadiendo cualquier fábula moral. Por el contrario, lo que importa son las fisuras y las contradicciones. Pocos géneros son más propicios para la autobiografía que la historieta, quizás por el hecho de que el yo existe por medio de la máscara: se libera gracias a la ficción, que es un avatar de la propia vida. 

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