Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar, el último libro de Juan Cristóbal Romero, es un sugestivo volumen que se emparienta con lo que hicieron Perec en Francia o Markson en Estados Unidos: ejercicios vanguardistas, copy-paste de citas, trivia y datos espeluznantes de una época oscura.
por José Ignacio Silva A. I 30 Marzo 2021
Una forma de ir a la segura, de moverse con cautela en el ámbito del pensamiento, es utilizar la palabra “apuntes” en el título de un libro, especialmente si este hace referencia a un tema espinoso o a un período extenso. Ahí está el ejemplo de la historiadora y diseñadora Pía Montalva, cuyos Apuntes para un diccionario de la moda, aparecidos en 2017, constituyeron una rotunda contribución a la ensayística local, sin desalentar la lectura –al parecer–, de quienes esperaban una relación enjundiosa sobre la alta costura. Ahora es el poeta Juan Cristóbal Romero el que utiliza el mismo expediente para su libro Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar. Huelgan explicaciones respecto de lo peliagudo de la temática, por lo que la prudencia de Romero parece atinada. Cabe notar que no es el primer compilado de anotaciones del autor, pues también están los Apuntes para una historia de la poesía chilena, de 2017.
Los mencionados apuntes de Pia Montalva devinieron en un glosario, en cambio los de Romero, quien opta por el fragmento, componen algo así como un mosaico memorialístico, un zoo de cristal integrado por miniaturas de nostalgia. Aglutinando piezas del recuerdo, el autor ensambla una memoria atendible, tal vez emulando al Georges Perec de Me acuerdo, quien emplea el fragmento para reconquistar su cotidianeidad y las de sus contemporáneos para articular, trozo a trozo, algo cercano a una memoria colectiva alternativa a la oficial. Romero emprende un camino similar, pero no es posible saberlo con certeza, y esta ambigüedad se agradece.
El autor ejerce una afanosa minería de datos respecto de la dictadura de Augusto Pinochet, reflotando el dato freak (“Lucía Hiriart se cambiaba de ropa por lo menos cuatro veces al día”, “La Dina se vestía con ropa regalada por Johnson’s”, “La periodista de Canal 13, Mónica Cerda, y el general Videla fueron amantes”); la trivia (“Pinochet era hincha de Santiago Wanderers”); diálogos y voces. Un salvataje de datos y referencias que no alcanzaron un lugar en los anales historiográficos, que incluso podría llegar a las alturas editoriales de moda por estos días: las historias secretas. Los fragmentos hacen relucir al elenco de personajes que conocemos y sus características que los hacen distintivos. Los datos duros que con diligencia estampa el autor en estas páginas los retratan al detalle. La vulgaridad aspiracional de Lucía Hiriart; Álvaro Corbalán Castilla, un torturador afecto al glamour y con aspiraciones musicales; la megalomanía de Manuel Contreras, hasta llegar a seres puramente abyectos como Osvaldo Romo e Ingrid Olderock, entre otros.
La estructura de este libro pareciera tributaria de aquella que el escritor David Markson empleó en su libro Esto no es una novela y La soledad del lector. La obra de Markson no tiene nada que ver con la de Romero, pero los hermana el expediente fragmentario, donde grupos de apostillas de tema similar se intercalan, entremezclándose y obteniendo una alternancia de horror, chabacanería y discursos oficiales, un parangón entre las carreras de Augusto Pinochet y Manuel Contreras, y una buena porción de historia literaria (Romero se enfoca en Mariana Callejas, quien cultivó a la par narrativa y tortura; en Borges, homenajeado en Chile mientras Orlando Letelier era asesinado en Washington; en los bizantinos Zady [sic] Zañartu y Enrique Campos Menéndez, o el moribundo Neruda).
Con mala voluntad, podría acusarse al poeta de morigerar uno de los períodos más oscuros y aterradores de la historia de Chile. Sin ir tan lejos, unos cuantos de estos enjundiosos apuntes sorprenden por lo chocarreros: “Maraca. Así llamaba Lucía Hiriart a su hija Jacqueline”, “Álvaro Corbalán tuvo un romance con la vedette española Maripepa Nieto. Así como con Mónica de Calixto y Raquel Argandoña”, “Más vale matar la perra y se acaba la leva, viejo. Dijo Augusto Pinochet”. Estos despuntes de ordinariez dotan a este libro, ya cautivante por su afán memorialístico, de un condimento burlón, que emana de los hechos mismos.
Pero los apuntes históricos de Juan Cristóbal Romero persiguen la denuncia y la incitación a la reflexión pesada, aún cuando múltiples instancias a lo largo de las décadas se han encargado de eso, amén que el autor no destapa nuevos antecedentes, solo refresca terrores conocidos. Romero no escatima en franqueza: “Todo indica que las quince víctimas de los hornos de Lonquén fueron sepultadas vivas”, “El agente Basclay Zapata tenía la costumbre de violar a las detenidas”, “Mi oficio es la guerra. Estoy entrenado para matar. Dijo Miguel Krassnoff”.
Aunque es más literario que historiográfico y se podría pasar por alto que se habla de “Hortencia” Bussi o de Ricardo “French”-Davis, igual cabe exigirle al libro una mínima exactitud en los datos, porque hay desaciertos, como cuando Romero sentencia: “El palacio de la risa. Llamaban a Londres 38”, cuando es sabido que así se denominaba a la Villa Grimaldi, pifia tanto más notoria cuando Germán Marín escribió una novela al respecto.
Así y todo, esta ágil y punzante entrega de Juan Cristóbal Romero se lee con facilidad y logra espeluznar (ubicar en YouTube la tanda comercial del 7 de septiembre de 1986, que incluye el ficticio llamado de utilidad pública al ficticio Club Deportivo Papillón, eriza los pelos), aun cuando exponga solamente flashazos de uno de los períodos más atroces de la república. Un libro que, además, obsequia la apreciable posibilidad de encontrarse y reconocerse con otros que vivieron el peso de la noche pinochetista.
Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar, Juan Cristóbal Romero, Ediciones Tácitas, 2020, 120 páginas, $12.000.