Nick Cave: el nuevo punk le habla a Dios

por Juan Íñigo Ibáñez I 24 Julio 2025

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Abrirse paso entre la opacidad del lenguaje para intentar nombrar lo que sintió cuando supo que su hijo había muerto tras caer por un acantilado en Brighton, Inglaterra, en 2015, le exige a Nick Cave recurrir a metáforas muy visuales. Por eso —porque sabe que solo escarbando en el silencio puede dar con el sentido que habita en el trauma—, lo hace con cautela, casi a tientas, refiriéndose, por ejemplo, a la “electricidad” que le recorrió el cuerpo cuando le informaron de la muerte, o al “estado alterado de conciencia” en el que quedó, durante meses, lidiando con la tragedia, como exiliado del mundo.

Un lugar desde el cual, dice, “todo parece tan frágil y precioso y elevado, y el mundo y la gente que lo habita parecen tan amenazados, y aun así tan hermosos. (…) Se siente como si, en el dolor, te aproximaras más al velo que separa este mundo del siguiente”.

De ese estado, que puede ser como estar en un pozo en que la realidad se desintegra y las palabras eclosionan, el cantautor salió lentamente, siendo ya otro, para recolocarse en vivo frente a su público e intentar verbalizarlo durante más de 40 horas de grabación, y casi siete años después, junto al periodista de The Guardian Sean O’Hagan.

Sentimiento de culpa y parálisis creativa mediante, en Fe, esperanza y carnicería el compositor australiano se muestra visceral, instintivo, lleno de capas, para dar testimonio de esa transformación en una conversación que palpita.

Cave empuja la charla buscando formas de sanación, sin miedo a los desvíos o a sondear en sus propias zonas ciegas, estimulado por una búsqueda religiosa mayor —y no espiritual, aclara— que, si bien lo ha acompañado desde inicios de su carrera, ahora empieza a explorar de manera más intensa.

Manifiesto creativo e itinerario de su propia expiación, el libro le hace honor a la idea de entrevista como forma de arte: en ella el músico se abre con una franqueza inusual para alguien que, hasta hace poco, era considerado uno de los entrevistados más elusivos de la escena británica.

Con la pandemia como telón de fondo, examina a corazón abierto el impacto que no solo tuvo en él la muerte de su hijo Arthur —cayó accidentalmente por un despeñadero después de tomar LSD junto a un amigo—, sino también la de su propia madre, víctima del covid, y luego, la de una exnovia y varios amigos. Pocos meses antes de la publicación, en mayo de 2022, falleció otro de sus hijos, Jethro, quien tenía problemas de adicción y padecía esquizofrenia. Así, Cave carga a sus muertos, se rodea de sus fantasmas y, más aún, los convierte en abono creativo. Aunque la de ahora se trata, en todo caso, de una metamorfosis radical, pocas veces vista en un letrista ya maduro, para quien la muerte, lejos de ser un tema, ha pasado a ser una condición que “lo permea todo”.

Tanto en Skeleton Three (2016) como en Ghosteen (2019) y en Carnage (2021) —la celebrada trilogía con la que retornó tras la muerte de Arthur—, los temas surgieron, cuenta, de sueños o de ideas más visuales antes que narrativas (se reconoce pintor frustrado antes que músico) y, acaso por eso, con frecuencia adquieren el giro de la extrañeza en lo familiar —una pluma ascendiendo en espiral, animales salvajes en llamas— o el desasosiego acechante que antecedió a la tragedia, que para Cave fue el rumor de un dios innominado.

De la necesidad de hacer algo con todo eso, el disco Ghosteen es el más sobrecogedor intento de invocar el espíritu de su hijo Arthur. Antes plegarias que canciones de rock —ascienden, pero casi nunca se resuelven—, en esos temas Cave clama, como el Leonard Cohen tardío, la Violeta Parra del “Rin del Angelito” o el Gustav Malher de “Canciones para los niños muertos”, consuelo por lo perdido. “Ya no me siento atado, de ninguna forma, a las expectativas de los demás —le dice Cave a O’Hagan—. Ahora, literalmente, puede suceder cualquier cosa”.

La obra de Nick Cave está permeada por el punk, la lectura de los clásicos y una erudición teológica (prologó una de las últimas ediciones del Evangelio de San Marcos) que lo blinda de caer en una rebeldía ramplona. Pensar de antemano “si algo es ofensivo o no” o crear “desde un ánimo censurador, frágil y quebradizo” es, para él, lo peor que puede hacer alguien “dedicado al negocio de escribir canciones”.

Manifiesto creativo e itinerario de su propia expiación, el libro le hace honor a la idea de entrevista como forma de arte: en ella el músico se abre con una franqueza inusual para alguien que, hasta hace poco, era considerado uno de los entrevistados más elusivos de la escena británica.

A diferencia de otros músicos de su generación, cancelados luego de ser acusados de pasarse a la ultraderecha, como Johnny Lydon y Morrisey, sus críticas al estado actual de la cultura son más personales que políticas, y suenan más a declaración de principios que a proclama ideológica: “No creo que nadie pueda cuestionar el sofocante y entumecido efecto del miedo a la cancelación —o siquiera de equivocarse—, en el arte, la escritura, el discurso público, o incluso la comedia”, le insiste a O’Hagan. “Ha convertido el mundo de las ideas en algo profundamente poco interesante”.

Reflejo de esa búsqueda de libertad creativa es “White Elephant”, una canción incluida en su álbum Carnage, en la que canta desde la perspectiva de una estatua vandalizada para mostrar, de forma tan surrealista como irónica, el rumbo que el movimiento Black Lives Matter comenzó a tomar a fines de 2020 con “la extralimitación que vimos y cómo eso estaba animando a la derecha”.

Sobre quienes lo acusan de converso por pasar de la intransigencia punk a caminar por la frontera de la duda, evitando lo que él mismo llama el “consenso woke”, dice no ver contradicciones, sino más bien una línea directa: “No veo a la persona joven de The Birthday Party como una entidad separada de la persona que hace Ghosteen o The Red Hand Files. A lo que voy es que todos nos despojamos de varias pieles, pero somos básicamente la misma maldita serpiente”.

De ese camino, el músico emergió como un pensador público tan improbable como puntiagudo ante los “excesos” de la secularización y la racionalidad técnica, especialmente de la retirada “total” de la religión y el atrincheramiento en la política identitaria. “¿Desde cuándo la búsqueda de Dios tuvo que ver con la razón?”, les pregunta a los ateos y racionalistas que lo critican.

Si aquello en lo que aspira a creer, al final, existe o no, a Cave poco le importa, pues se trata más bien de una fe poética, cuya utilidad radica en permitirle habitar un “reino imposible” que, quizá, sea el único lugar razonable donde estar cuando se navega por las turbulentas aguas de la pérdida y el duelo.

Reacio a canceladores de todo tipo, la cerrazón que linda en la autocensura es algo que intenta evitar a toda costa. Estar abierto “al fracaso, a la condena, a la crítica —dice— es lo que te da el carácter creativo. Y como creo que dijeron los estoicos, esa sensación de peligro puede ser muy seductora”.

La suya es una fe renuente a la beatería y que transita la duda, o que más bien se alimenta de ella, y que opera, a lo Chesterton, trabajando con la materia prima de lo desconcertante, lo absurdo, lo paradójico.

Si los primeros conciertos de The Birthday Party eran casi performances de accionismo vienés que se alimentaban de la violencia contra su público, en la gira de su disco Skelethon Three, realizada poco tiempo después de la muerte de su hijo junto a su grupo The Bad Seeds y el incombustible Warren Ellis, el artista australiano comenzó a buscar, intuitivamente, otra manera de habitar el escenario. Alto, espigado, de riguroso terno negro, de esos conciertos que son casi misas seculares en los que expande su nuevo pathos, Cave aspira a hacer una instancia en la que sus fans puedan asombrarse “por algo que sucede en tiempo real, tal vez el único lugar en lo que eso hoy suceda fuera de una iglesia”.

Aunque a ratos el cantante parece un astuto vendedor de sí mismo (cuando, por ejemplo, habla del “dolor como un regalo” o asegura que él y su banda están intentando algo “que no ha sido hecho por nadie más”), en sus mejores momentos la conversación evita lugares seguros (“¿qué tal si?”, parece ser la pregunta que la anima) y entra con soltura en densidades que van desde la naturaleza vengadora del dios del Antiguo Testamento, hasta en las acusaciones de que vampirizaría a sus colaboradores. Fe, esperanza y carnecería es el testimonio crudo del intento de Nick Cave por salir del pozo, mientras levanta la mirada hacia algo que lo redima, o tal vez lo asombre, bajo el rostro de un dios ya no vengador, sino salvaje.

 


Fe, esperanza y carnicería, Nick Cave y Sean O’Hagan, Sexto Piso, 2024, 332 paginas, $29.000.

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