No hay serpientes en Islandia

Piedra y nube son materias burdas y perfectas, sugiere el último poemario de Kurt Folch. Testigos de la creación, de la revelación, de las extinciones: inmortales, pero sin lenguaje, como el Homero idiota de Borges, quien apenas recuerda el nombre del libro que escribió. “El pacto entre las nubes y las piedras no tiene escritura, ni imagen, ni sonido”, escribe Folch, y son estos los medios con que su libro redescubre, como bien dice David Villagrán, lo olvidado. Para ingresar a la memoria del mundo hay que consultar lo que nubes y piedras han visto de pasada, de refilón.

por Manuel Boher I 15 Julio 2025

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A James Boswell, el biógrafo de Samuel Johnson, su amigo Langton le comentó cenando una vez que sabía de memoria el capítulo LXXII de la Historia natural de Islandia, de Horrebow, publicado en 1679. El capítulo se llama “Serpientes en Islandia”, y tiene solo cinco palabras: “No hay serpientes en Islandia”. De Quincey copia mal esta anécdota en La diligencia inglesa; luego, esta mala transcripción es usada por Raúl Ruiz en sus poéticas del cine, quien describe los significados arbitrarios que aparecen al dar algo de espacio, de oportunidad, a las omisiones. Una anécdota sucesivamente mal copiada, mal usada, que además inicia desde la observación ociosa de un astrólogo danés, muerto hace cuatro siglos. Así, en vez de degradar, los recuerdos multiplican la irrelevancia, como espuma, liquen o micelio. Crece y crece el volumen de un gesto cualquiera, inscrito alguna vez por accidente; pero es en ese gesto donde aparece la naturaleza técnica de la memoria.

No son muchos los libros que consiguen pensarse así: hilados con signos pedestres, de presupuestos simbólicos muy vastos. El último libro del poeta Kurt Folch, La nube y la piedra, mina del olvido, del gran concurso de posturas y tiempos perdidos, ese barro vital que la irrelevancia amasa, confundiendo en ello lo más importante. Una vez más el barro, el grano y la arena, conceptos centrales en la obra de Folch, son poderosas metáforas y, al mismo tiempo, detrito, escoria, material descartable. En este libro no pareciera haber una erótica de la importancia. Como en la enciclopedia de Horrebow, no se imponen jerarquías entre clasificaciones: cosmogonías conviven con lunes de oficina, como en la Historia natural…, donde largos capítulos sobre visones pueden ser seguidos por uno como el de las serpientes, de cinco palabras, igualmente importante.

Piedra y nube son materias burdas y perfectas. Testigos de la creación, de la revelación, de las extinciones: inmortales, pero sin lenguaje, como el Homero idiota de Borges, quien apenas recuerda el nombre del libro que escribió. “El pacto entre las nubes y las piedras no tiene escritura, ni imagen, ni sonido”, dice Folch, y son estos los medios con que su libro redescubre, como bien dice David Villagrán, lo olvidado. Para ingresar a la memoria del mundo hay que consultar lo que nubes y piedras han visto de pasada, de refilón. Quizás hace 2000 años en Jerusalén, en abril, preguntaron a un pastor por su demora, y él contestó que había mucha gente en las calles ese día, porque estaban crucificando a alguien en el calvario. Observaciones de pasada. Motivo que el libro inscribe en su epígrafe: “¿Y qué conclusión saca usted? / ¿Conclusiones? Absolutamente ninguna. Era una observación de pasada” (W. Burroughs).

En ‘Planta a carbón’, como en las composiciones de su libro anterior, No hay paz, la poesía de Kurt se vuelve mimética: la partícula de lenguaje es grano, genoma, grama, liquen o barro. Es una escritura ecológica muy fiel, un proyecto poético muy congruente que ahora se expande, con La nube y la piedra, sobre la relación de la escritura y el medio. La letra y el papel donde se inscribe, como piedra y nube, significan lo mismo.

Pero al hablar de una memoria ruinosa y de sus testigos, o al diferenciar irrelevancia e importancia, como se diferencia lo óntico de lo ontológico; hay que atender la condición variable de la materia. Y entonces volvemos a donde siempre: el tiempo. Procesos, transformaciones, actividad, desplazamientos. Y también: descomposición, combustión y calcificación.

En La nube y la piedra el curso de la historia es un constante devenir plasta, una producción de lama y barro. Se lee en el poema “Relatividad”: “No hay nada salvo la máquina trituradora presente”, y cabe pensar si esa máquina no es el émbolo que transforma pensamiento en materia, cuando el presente es el único punto donde se encuentra el símbolo con su signo: esa contraparte estéril y eternamente igual a sí misma, como la piedra.

En “O tal vez no. Recemos”, esta analogía entre detrito y lenguaje se hace más clara: “Fenómenos impulsados a / un proceso de cristalización / o fosilización de esponjas / en las capas superiores / del mismo texto”. Y vuelvo a la enciclopedia de Horrebow: nuestros cantos y cantares, la posible historia de nuestra especie es también un remolino de papeles imbéciles. De números, cuentas, nombres; de letras desordenadas, organizadas en idiomas, muchos perdidos, ninguno hablado por todos. No se jerarquiza su importancia. Todo es igualmente silvestre. El agua intoxicada de una landa barrosa o los rollos quemados en Alejandría. Y al cuadrar estos materiales sobre el mismo horizonte: la memoria parece solo un racimo de recuerdos donde es imposible la nostalgia. Incluso, en Nag Hammadi, poema central del libro, esta propuesta toma la fuerza de una cosmogonía, como la de Menoccio, el molinero de Ginzburg que iguala ángeles y gusanos. En este poema el autor se pregunta si las cosas no son atmósferas, el spectrum, o el zumbido de fondo, sin agencia; los sacerdotes de una transformación que parece ser destructora y siempre circular. Es una ecología escatológica, pagana: “La espiga / escucha, el río / observa / lo carcomido”.

Cien años se escriben como cien anillos en el interior de un árbol. La ciencia que enseña la lectura del tronco tallado es la dendrocronología, por ejemplo, la condensación de los anillos indica inviernos duros; su espaciado, veranos largos. Y si bien en la obra de Kurt Folch se cierran paisajes crepusculares, difíciles, iterados y desintegrados, también, como la dendrocronología, está abierta a lecturas de una simpleza casi trascendental. Hacer codependientes al texto y la materia, testigos de un mismo proceso de transformación, es proponerlos como el medio conjunto de leer la naturaleza, como si leer letras fuera lo mismo que leer anillos en un tronco. En “Planta a carbón”, como en las composiciones de su libro anterior, No hay paz, la poesía de Kurt se vuelve mimética: la partícula de lenguaje es grano, genoma, grama, liquen o barro. Es una escritura ecológica muy fiel, un proyecto poético muy congruente que ahora se expande, con La nube y la piedra, sobre la relación de la escritura y el medio. La letra y el papel donde se inscribe, como piedra y nube, significan lo mismo: es la homeomería que aún comparte cierta complicidad, según cierto antiguo matrimonio. Los poemas de este libro recuerdan esa unión hoy muy borrosa, hablando su lenguaje. Celebrar este nuevo libro de Kurt Folch es también volver a celebrarla.

 


La nube y la piedra, Kurt Folch, Tácitas, 2024, 87 páginas, $7.000.

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