La torre de la esquina

por Manuel Boher I 10 Abril 2025

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Hacia mediados del siglo XIV Petrarca comenzaría la escritura de sus memorias anotando los márgenes del libro de cuentas que llevaba su padre. Común a la tradición medieval del libro de familia; el nombre, el matrimonio y la conducta de los hijos se sigue sin orden a la cantidad de leche vendida en una feria, a una receta para curar al caballo cuando espuma. De alguna manera, la tradición del catálogo excede a la tradición de las memorias: se dice que las primeras letras babilónicas, incluso, eran la simplificación del dibujo de un pan, de un pez, de un corte de carne. Rara doble agencia entre catálogo y memoria que justifica ciertos fragmentos de Rabelais, o la descripción de naves en Homero; a los cronistas en Indias, a Swift o a Montaigne, sin duda, y que hoy ha encontrado lugar en el blog o en el muro de Facebook: ese “desorden orgánico”, como llama Duby a estos libros de familia florentinos, ha venido a ser más orgánico, más desordenado. Más ancho, en total.

Y tal es el caso de Álvaro D. Campos, seudónimo de Pessoa reciclado por un escritor chileno que atiende un negocio de esquina en Pudahuel. Hace años escribe casi a diario en el muro de su Facebook, desde su celular. Fragmentos, adagios, prosas, ensayos, como sea, va perfilando un cuerpo de texto con personalidad de gabinete, como las bellas descripciones de los tesoros ducales que da Eco: donde una pintura del Giotto existe al lado de un huevo huero, de una papa con forma de virgen. En las entradas de Diarios, siguiendo una tradición casi ilustrada, se reestablece la jerarquía entre pensamiento, diálogo y escritura. Como en Montaigne, el texto reclama la capacidad de escribir sobre todo, en desorden y con profundidad. Basta variar radicalmente las lecturas —porque eso es cultura lectora—, tener ojo y practicar. No es fácil. Campos consigue hablar de un momento y de un lugar en tres líneas que preguntan por qué alguien compraría un Chandelle a las nueve de la mañana; consigue revelar algo sobre la paternidad rescatando una cita de la oscura correspondencia de un autor célebre, como quien levantara una piedra para encontrar un hormiguero.

Hay líneas maestras que rigen el texto, a pesar de la fragmentariedad de sus recursos. Solo que estos vectores son sencillamente humanos. A la muchas veces citada frase de Lezama: ‘Solo lo difícil es interesante’, puede sobreponerse la conclusión del doctor Charcot: ‘Lo obvio es lo más difícil’. Ambas perspectivas se juntan en Diarios, en estas líneas generales que lo sostienen: lo obvio, latente e inmediato, es lo que siempre debiera interesar a un escritor. El amor, la sexualidad, el mercado, las relaciones humanas, la compañía y la soledad; la mente, los libros, la tradición.

Pero sí hay líneas maestras que rigen el texto, a pesar de la fragmentariedad de sus recursos. Solo que estos vectores son sencillamente humanos. A la muchas veces citada frase de Lezama: “Solo lo difícil es interesante”, puede sobreponerse la conclusión del doctor Charcot: “Lo obvio es lo más difícil”. Ambas perspectivas se juntan en Diarios, en estas líneas generales que lo sostienen: lo obvio, latente e inmediato, es lo que siempre debiera interesar a un escritor. El amor, la sexualidad, el mercado, las relaciones humanas, la compañía y la soledad; la mente, los libros, la tradición. De ahí la tendencia del libro por humanizar el perfil de escritores clásicos mediante sus diarios y su correspondencia, sobre todo el de los genios de los siglos XVIII y XIX. Que Tolstói cuestiona las convicciones humanitarias de alguien que hace vaciar el orinal a su sirvienta; que Flaubert dice no confiar en sí mismo ni apenas conocerse, en una carta que escribe a Colet —esa amante que lo rechazó patéticamente varias veces—; que Balzac escribió cuatro mil páginas de cartas de amor a la mujer que acabó abandonándolo en su lecho de muerte. La conversación entre Diarios —entre Álvaro Campos— y estas figuras parece estar en una permanente actualización.

Y dan ganas de continuar algunas ideas del libro como si se estuviera conversando: de interrumpir con una anécdota, con un “una vez leí”. Pero sería, tal como suena, vulgar. Contradeciría el armazón del texto de Campos, en el que al final hay dos magnitudes: el todo (todo lo que está afuera, en tensión y en movimiento) y el uno (quien escribe en el celular, tras una vitrina, en un local, en una esquina de un barrio). No hay una red de personas que deshaga con puentes la oposición entre estas magnitudes. La soledad —y no es la mejor palabra, porque parece dichosa— está puesta al medio de cada entrada de este diario. Por eso es quizás uno de los libros más interesantes de los últimos años, y de los más eruditos sin duda: el diálogo aquí es con los muertos o, mejor, con los libros que los muertos escribieron, los que revelan un mundo siempre nuevo, mundo ancho y en desorden.


Diarios, Álvaro Campos, Laurel, 2022, 180 páginas $11.000.

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