por Lorena Amaro
por Lorena Amaro I 8 Marzo 2017
Basta revisar los títulos que conforman el libro Crítico, de Cristóbal Gaete, para hacerse una idea de los mundos que aborda: “Jagger delira”, “El mito poético de una ciudad sobre un cuerpo”, “Maldito”, “Poética marginal”, “Días y noches por las calles del Almendral”, “La posibilidad de una poesía punk en Valparaíso”, “Caracol” y “Fragmentos críticos”. Como en sus libros anteriores, Gaete esboza una poética del margen desde el puerto, locación histórica de la poesía y de la novela social chilena. La diferencia es que aquí, lejos del desenfreno sicodélico de la novela Valpore (2015), la que por cierto tuvo buena acogida crítica, Gaete se contiene más y logra dar forma a una serie de ensayos-cuento con momentos de gran lucidez. Menos “friquismo” y mayor madurez narrativa, que se traduce en el delicado hilván con que cose estas reflexiones sobre el sentido de la poesía y el cuerpo oscuro y radiante del poeta maldito. No es otro el protagonista de “Jagger delira”, relato en que Mick Jagger se transforma, en sueños, en Rodrigo Lira: “Lleva en sus manos un libro, pero no sabe para qué. Las palabras son peces muertos en el océano. Mamá, los electrochoques no dejan pasar la poesía es su frase. Quiere espantarla”. Así expone las venas abiertas de Lira, para quien imagina otra vida, una en que acaba siendo la figura erotizada de Jagger.
Gaete es un buen conocedor de la atomizada poesía porteña; también de la tradición alterna y desconocida que se erige desde el extrarradio de nuestra literatura y en que nombres aparentemente oficiales, como el de Pezoa Véliz (del que releva su capacidad poco conocida como prosista), desfilan en abismos de pobreza y locura. La figura de Pezoa es abordada paralelamente con la de Arturo Rojas, poeta vinculado a la Universidad de Playa Ancha y al Partido Comunista, quien intentó poner en marcha, según narra Gaete, nuestra propia movida beat. Los subtítulos que utiliza Gaete en este relato tienen algo de La historia universal de la infamia de Borges, y la manera libre, fluida, asociativa de relatar una historia generacional recuerdan los ensayos de Fabián Casas.
El tema de Gaete es casi siempre la literatura y en este sentido es imposible no hallar fragmentos, pedazos, de autores como el Bolaño más rabioso, o de Álvaro Bisama y Manuel Rojas. Sus textos aparecen provistos de un humor negro feroz: por ejemplo el monólogo de “Maldito”, en que un escritor reproduce en su relato una serie de lugares comunes del literato, al tiempo que se revela el subtexto de su miseria y mediocridad. En esta voz antipática aparecen sobre todo el desparpajo y el vértigo de Bolaño: “Soy el producto de una historia de violencia: de Vicente Huidobro, en un avión en alguna Guerra Mundial; de Joaquín Edwards Bello volándose los sesos; de Pablo de Rokha retando adversarios; de Barreto acribillado por los nazis; de Arturo Rojas amenazando con un cuchillo a Álvaro Bisama (…) Mi literatura es compleja, por eso no la entienden”.
Se trata de una voz patética: el escritor maldito no hace otra cosa que buscarse en los diarios, que le hagan una crítica que lo catapulte a otros mundos. Una voz empobrecida que habla de un mundo en que la poesía se escribe en páginas de fugaces antologías, “casi papel de diario a la velocidad del olvido”, y se divulga en confusos recitales poéticos. Humor triste que está hecho principalmente para iniciados.
Una niña del Sename que llega a la poesía con ayuda de un mediocre profesor de taller literario (“Poética marginal”) o el poeta indigente Óscar Farías Assen (“Días y noches por las calles del Almendral”) son otras de las figuras que completan la corte de los milagros de nuestra literatura, integrada por muchos otros, tan talentosos como olvidados.
“Crítico. Critico todo. El poco dinero que recibo por escribir un texto maravilloso y lo que me demoro en escribir un par de minutos de video y ganar el doble”, anota el mismo narrador que confronta a Farías Assen y ha decidido hacer con él un video, evadir la escritura “para hallarla de otro modo”, con el mismo desencanto que el narrador de “Fragmentos críticos” plantea su propia escena: “No, me pasé, me creí crítico. No todos los libros eran malos, pero tampoco tan buenos. Quizá es culpa de los escritores; yo trabajaba al borde de la calle vendiendo frutas, no es juego. Cada tanto aparecían allí, me dejaban libros y hablaban de la dificultad de obtener reseñas”. Él acaba por vender sus libros, en otra figura de la precariedad, que en este libro es santo y seña.
Quizás ese sea el gran riesgo que corre la por momentos lúcida escritura de Gaete: que haga de ella un recitativo de la miseria, sin agregar suficientes matices a su escritura comprensiblemente obsesiva, porque está comprometida con un ideario vital de la literatura.