Colonia Dignidad probablemente no ofrezca hechos demasiado novedosos a quienes han leído las numerosas novelas o investigaciones que se han publicado sobre el tema o para aquellos que siguieron el caso a través de la prensa o la televisión durante los años que duró la búsqueda de Paul Schäfer. Lo que la serie documental sí aporta son imágenes, y en torno a ellas teje una historia portentosa y reveladora.
por Pablo Riquelme I 1 Abril 2022
Como documental histórico, Colonia Dignidad probablemente no ofrezca hechos demasiado novedosos a quienes han leído las numerosas novelas o investigaciones que se han publicado sobre el tema o para aquellos que siguieron el caso a través de la prensa o la televisión durante los años que duró la búsqueda de Paul Schäfer. Hacia fines de los 90 y comienzos de los 2000, cuando el pederasta era el hombre más buscado del país, el frenesí informativo llegó a tal punto que, en retrospectiva, ya no sorprende que no fuera la justicia chilena, a través de sus policías, quien diera con el paradero del fugitivo, sino un equipo periodístico de Canal 13, que lo ubicó el 2005 en Argentina. Chile estaba ávido de saldar cuentas con su pasado y los victimarios de toda laya, y ante la incapacidad de juzgar a Pinochet, Schäfer se constituyó en el cruce de caminos de las ansiedades más profundas de la Transición: la impunidad, los desaparecidos de la dictadura y la necesidad de las renovadas instituciones democráticas de legitimarse mediante el imperio de la ley.
Lo que la serie documental sí aporta son imágenes, y en torno a ellas teje una historia portentosa y reveladora. En el capítulo dos, los colonos Wolfgang Müller y Alfred Gerlach entregan a los realizadores “cientos de kilómetros de archivos”, motivados por la idea de que ayudarán a entender lo que ocurrió realmente en la colonia. Son cintas que se salvaron de una quema y estuvieron enterradas durante dos décadas en los márgenes del río Perquilauquén; muchas de ellas atravesaron una delicada y costosa restauración antes de que pudieran ser proyectadas por primera vez. Los dos colonos informan, además, que eran los camarógrafos oficiales de la secta, y que durante los 40 años en que fue amo y señor del enclave, Schäfer montó un sofisticado aparataje de registro de las actividades comunitarias, con el objetivo de usarlo como propaganda.
¿Propaganda de qué exactamente? No queda claro. Las imágenes cubren casi todos los eventos cotidianos y, desde luego, los más importantes de la “sociedad benefactora”: los inicios como comunidad evangélica en la Alemania de la posguerra; la llegada a Chile en 1961 y la edificación del primer asentamiento en medio de las tres mil hectáreas que compraron cerca de Parral; la construcción y funcionamiento del hospital que la vinculó con el tejido social del valle central, y la llegada de las máquinas y el manejo de tecnología industrial pesada, como la explotación minera y acerera, que permitió a la colonia, a fines de los 70, fabricar fusiles. Si el concepto de ética protestante que, según Max Weber, dio origen al capitalismo tuviera un correlato audiovisual, este material calificaría para ello. Resulta llamativo que fuera Schäfer quien dirigía las cámaras, aunque, dice un camarógrafo, “siempre evitaba aparecer frente a ellas”. Este modus vivendi, de todas maneras, tuvo la laxitud suficiente como para que las comparativamente pocas imágenes que existen de él se hayan convertido, gracias al montaje, en el centro gravitatorio de la serie.
Si las imágenes transmiten, con inusitada pureza, la dimensión material de la vida en la colonia, lo que ocurrió bajo la superficie se reconstruye solo a través de testimonios. Las entrevistas suelen ser la parte más veleidosa del registro documental, pues apuntan a encontrar verdades donde el ser humano falsea a conveniencia: la memoria.
No existe ninguna gran pieza del género que no use la pregunta como arma arrojadiza o, como decía Canetti, como aguijón para sonsacar declaraciones que trascienden al confesor. Ahí está el caso de Robert McNamara, reconociéndole a Errol Morris que, de haber perdido la II Guerra Mundial, los estadounidenses habrían sido juzgados, igual que los alemanes y japoneses, como criminales de guerra. En esta arena, en Colonia Dignidad convergen dos maneras de enfrentar el pasado: por una parte, la frontalidad y precisión con que los alemanes cotejan el horror de su historia reciente y, por otro, la oblicuidad chilena, que necesita figuras retóricas y entonaciones para encarar al toro. La excepción a la regla, por el lado chileno, es la testificación de Salo Luna, el joven que en 1997, junto a Tobias Müller, escapó de la colonia y contó al mundo lo que pasaba adentro, hecho que significó el fin del reinado de Schäfer. Su firme y articulado discurso ejerce como la voz que guía, explica y ordena la narración; como eje moral, al estilo del coro de las tragedias, y, en definitiva, como contrapunto a la ilimitada vileza schäferiana. El arco dramático cumple la promesa que Luna hace al comienzo: vengarse de Paul Schäfer. Luna se alza, de este modo, como el representante de una justicia que, a pesar de que el pedófilo alemán fue condenado y murió en la cárcel, no parece suficiente. El documental histórico se acomoda lentamente las prendas del true–crime, el género estrella de Netflix.
Pero aquí no se trata de un crimen, sino de muchos. Los testimonios dan cuenta, con sobriedad y pudor, de los abusos sexuales cometidos por Schäfer contra niños y adolescentes de los que se rodeaba como si fueran su guardia pretoriana; dado el grado de manipulación sicológica que ejercía, lograba que para los jóvenes ser violados fuera un símbolo de estatus y autoridad.
Las entrevistas también dan cuenta con ferocidad de como las madres y los padres eran separados de sus hijos, que eran criados aparte, y del régimen de trabajo forzoso al que eran sometidos los colonos. También descifran cómo operaba el poder dentro de la colonia, donde Schäfer gobernaba sin contrapesos ni limitaciones y cualquier atisbo de rebeldía era bestialmente acallado. Las narraciones abundan en golpizas brutales (por ejemplo, a una niña, debido al simple hecho de haber recibido el saludo de su madre), pero también de encarcelamientos y tratamientos con electricidad y drogas para amansar la voluntad de los insumisos. El caso más infame es el de Wolfgang Kneese, el primer colono que logró fugarse, durante los 60. Fue devuelto por la justicia chilena y, a su retorno, tras las palizas se le impuso un severo régimen de exclusión de los eventos comunitarios, estuvo a toda hora vigilado por dos esbirros, y se le obligó a vestir ropa roja en el día y blanca en la noche, para distinguirlo mejor, y a calzar zapatos con suelas especiales que ayudaban a identificar sus huellas en el polvo de la tierra. El sistema apuntaba a diluir todo rasgo de individualidad o subjetividad, que minaba el espíritu de cuerpo comunal y forzaba la obediencia sin distinciones. “Cuando alguien pasa por algo así —dice Willi Malessa, otro colono molido a palos por negarse a cumplir órdenes—, ya no quiere más: ni guerra ni nada; simplemente cumplir, obedecer”.
En este punto, la serie abre una gran pregunta: ¿se puede ser víctima y victimario a la vez?
El debate, que tiene su origen en la colaboración de la población alemana con el nazismo en la exterminación de los judíos, pero que aplica a todos los regímenes que violentan a sus propios ciudadanos y que, activa o pasivamente, cuentan con la complicidad de la sociedad civil, es dudoso en el papel, pero la serie tiene el mérito de ponerlo a la altura de la duda plausible. Por eso, los momentos más emotivos son aquellos donde dos o tres colonos narran los chispazos de felicidad que encontraban, a través del trabajo manual, de la cercanía con la naturaleza o de la música del coro, para liberar su espíritu de las cadenas.
Por último, están los crímenes de los Estados alemán y chileno, que ayudaron a Schäfer a pesar de estar al tanto de sus abyecciones. El Estado chileno queda muy mal parado. No solo porque las instituciones facilitaron y colaboraron con los delitos, sino porque además aprovecharon las instalaciones de la colonia para torturar y hacer desaparecer a sus propios habitantes y, tras eso, han sido incapaces de hacer justicia o la han hecho sin la rigurosidad que merecería. Al respecto, la serie hace reflexionar seriamente desde cuándo vienen horadándose las instituciones y cuánta legitimidad pueden tener cuando sus representantes no califican para ejercer sus cargos. El paradigma es el de Hernán Larraín Fernández, uno de los protectores de Schäfer y conspicuo cómplice pasivo de la dictadura, quien ejerció hasta hace poco de ministro de Justicia y Derechos Humanos.