Botticelli, Van Eyck, Velázquez: las influencias de los primeros artistas modernos

por Matías Hinojosa

por Matías Hinojosa I 18 Agosto 2017

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A contrapelo de las convenciones historiográficas, que sitúan al impresionismo como la primera manifestación de arte moderno, la investigadora Elizabeth Prettejohn incluye dentro de esta denominación a los pintores prerrafaelistas, quienes a su vez se inspiraron en la pintura flamenca y en la obra de los primitivos italianos. Para ella, el arte moderno es un continuo diálogo con el pasado.

por matías hinojosa

Para Harold Bloom la historia de la poesía es una disputa permanente, donde cada poeta busca franquearse su lugar. “Los poetas fuertes luchan con sus precursores, incluso hasta la muerte”, escribe el crítico en La ansiedad de la influencia, texto que desarrolla la teoría de la misprision, término con el que designa al poeta que, conscientemente o no, interpreta de manera equivocada el trabajo de su predecesor para despejarse así un espacio propio. También establece una relación entre la forma que puede adquirir la influencia y el temple del poeta: “Cuando la generosidad está involucrada, los poetas influenciados son menores o más débiles; cuanta más generosidad y reciprocidad haya, más pobres son los poetas implicados”.

Echando mano a estos planteamientos, pero cambiando de signo la idea de la “imitación generosa”, la historiadora del arte Elizabeth Prettejohn repasa en Modern Painters, Old Masters: The Art of Imitation from the Pre-Raphaelites to the First World War, la obra de los pintores ingleses del siglo XIX y sus influencias.

 

Retrato Arnolfini (1434)

 

A diferencia de lo que observaba Bloom en el campo de la poesía, para los artistas victorianos hubiera sido muy difícil enfrentarse a muerte con sus antecesores, puesto que había un desconocimiento casi total de aquellas obras. El advenimiento de los museos fue lo que marcó el inicio de esta relación entre los pintores y la tradición. Es decir, en ese momento comienzan a descubrir sus influencias. Fue en 1824, con la apertura de la National Gallery de Londres, que una parte más amplia de los artistas ingleses pudo adquirir una perspectiva histórica sobre su trabajo. “Botticelli, Giorgione, Leonardo, Piero della Francesca, Van Eyck, Velázquez, Vermeer: estos son algunos de los artistas que se convirtieron en maestros cuando fueron adoptados por los aprendices del siglo XIX”, escribe Prettejohn en torno a este primer intento por fijar un canon.

A contrapelo de las convenciones historiográficas, que sitúan al impresionismo como la primera manifestación de arte moderno propiamente tal, la autora despliega una compresión más amplia de este concepto, incluyendo dentro de esta denominación a los pintores prerrafaelistas, quienes se inspiraron en la pintura flamenca y en la obra de los primitivos italianos. Para ella, el arte moderno es un continuo diálogo con el pasado.

 

El espejo (1900), de William Orpen

 

El libro se detiene especialmente en el alto grado de influencia que alcanzaron entre los ingleses las obras de Botticelli y Van Eyck. De este último, su Retrato Arnolfini (1434) -adquirido por la National Gallery en 1842-, se convirtió en una verdadera revelación de la técnica pictórica, manifestada principalmente en la precisión de los detalles, como también en el uso del pincel. Dante Gabriel Rossetti se enseñó a pintar, dice Prettejohn, “no siguiendo los preceptos de sus maestros en la Real Academia, sino tratando de imitar, lo más cerca posible, el método de trabajo de Van Eyck”. El elemento que más los inquietaba era el espejo convexo ubicado atrás de la pareja retratada. Y durante más de medio siglo, una serie de pintores profundizaron en este elemento, como si en esta superficie reflectante se escondiera el mayor secreto de su arte.

Como opina la comentarista Ruth Bernard Yeazell del The New York Review of Books: “Si Manet, Cézanne y el resto enseñaban a sus contemporáneos a mirar de nuevo al mundo que los rodeaba, los prerrafaelistas hicieron algo análogo para el pasado, enseñando a la gente a ver la belleza en obras que hasta entonces parecían simplemente viejas y extrañas”.

 

Imagen de portada: La testa funesta (1886-87), de Edward Burne-Jones.

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