Humor, fiesta y sacudida: la subversión de Panico

Banda central de la incipiente escena alternativa del rock chileno de los 90, Panico puede que haya sido mucho más que un grupo musical: la periodista Marisol García reconstruye su historia en el libro Al estilo Panico y plantea que en su amplia propuesta estética latía un ánimo contracultural e independiente que hizo frente al conservadurismo que sobrevolaba en el Chile de la transición.

por Roberto Careaga C. I 11 Abril 2023

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Panico: la banda que desprecia la técnica y quiere sonar sucio”, se leía en el titular de una nota del diario La Época de junio de 1994. Era prácticamente la presentación del grupo al público masivo y aunque cualquier introducción tan definitiva corre el riesgo de quedarse corta, no era tan imprecisa: capturaba el ánimo disidente que traía la banda liderada por Eduardo Henríquez y Caroline Chaspoul. Recién habían lanzado su primer E.P, un disco empaquetado en una caja de cartón que traía cinco canciones que se movían entre el punk, el pop y los sonidos alternativos. Era una fiesta inesperada, un desparpajo que, tal como había anotado la periodista Paula Molina en el diario, no se anclaba en la técnica e iba contra cualquier purismo. Eso sí, Panico era más que música.

Pocas bandas chilenas de esa época reflejan mejor la capacidad de hacer música unida a un ideario y estética firmes, comprendiendo a la vez las pequeñas transacciones que su ambición de popularidad les imponía”, anota Marisol García describiendo el espíritu del grupo en el libro Al estilo Panico. La primera publicación de la editorial Club de Fans reconstruye los 18 años de la banda, desde sus inicios en el Santiago del barrio Yungay en medio de los nuevos aires para el rock chileno en los 90, hasta su disolución en París tras haber llegado a tocar en algunos de los más grandes festivales del mundo y telonear a Franz Ferdinand. Es una ruta de múltiples experimentaciones musicales que, a la vez, tiene como correlato la construcción de un universo estético hecho por la banda a través de cómics y gráficas en los bordes del kitsch, conciertos que también podían ser perfomances e incluso un estilo de vida con vocación contracultural e independiente.

Periodista e investigadora de música popular, García es autora de libros como Canción valiente, Llora corazón. El latido de la canción cebolla y un perfil del pianista Claudio Arrau, entre otros. Fue en los 90 que empezó trabajando en el área, cubriendo una nueva escena de rock nacional, y ahí se topó con Panico, a quienes entrevistó varias veces. No recuerda exactamente cómo fue la primera vez que los vio en vivo, pero sí el impacto de sus conciertos. “Tengo mis recuerdos noventeros confundidos en una gran madeja que no permite distinguir años precisos ni, menos, primeras ni últimas veces. Sí sé que me tomaba muy en serio lo de asistir a conciertos, y que a Panico los vi al menos en La Batuta, Laberinto, Blondie, Background, Centro Arte Alameda y, quizás, La Picá de ‘on Chito. Era una de las bandas que más tocaba en vivo, y verlos constituía una excepción por el tipo de show que sus músicos eran capaces de montar, pero no por su frecuencia”, cuenta.

Hijo de padres exiliados, Eduardo Henríquez creció en París y fue allá donde conoció Caroline Chaspoul. Como cuenta García, rápidamente se convirtieron en pareja sentimental (que dura hasta hoy), pero también formaron bandas que luego se transformarían en Panico, al instalarse en Chile en 1994. Tras la dictadura, acá estaba todo por reconstruirse y ellos, convertidos en Eddi Pistolas y Carolina Tres Estrellas, traían un impulso irreverente que mezclaba referencias que iban desde el cine de Pedro Almodóvar a The Cramps. “La dictadura había mantenido a Chile tan alejado del mundo, que nos atraía mucho llegar a un lugar donde estaba todo por hacerse”, cuenta Eduardo en el libro.

Junto a Cristóbal Pfennings en guitarra y Sebastián Arce en batería, Panico se hizo un espacio en el incipiente circuito alternativo local e incluso fueron fichados por la multinacional EMI en su proyecto de “Nuevo Rock Chileno”, el alero del que lanzaron Pornostar, un disco en que desplegaron un imaginario que incluyó personajes y cómics. En las entrevistas fantaseaban las respuestas, en la televisión jugaban a la insolencia, en los escenarios montaban fiestas disfrazados. En su casa, en la zona de Yungay, fueron pioneros al crear Combo Discos, un sello independiente que rimaba con un espíritu de autogestión.

Con entrevistas a todos los integrantes de la banda y múltiples personas que la rodearon, García hace de este volumen algo más que el relato de un grupo de rock: el libro también es un catálogo gráfico de las preocupaciones estéticas de Panico y del contexto cultural del Chile de los 90 y el cambio de siglo. Ilustrado por decenas de fotografías, describe su discografía, entrevistas a los “chicos y chicas Panico”, y también trae un ensayo desmitificador sobre los tonos que tuvo el llamado Nuevo Rock Chileno. Es la historia de una banda que coqueteó con el mainstream y cuando efectivamente llegó al centro de la industria, salió arrancando para confirmar que su camino musical solo despegaba al alero de la independencia y la experimentación.

¿Cómo era la escena de rock de esos años en Chile? En una sección del libro, planteas que la búsqueda del éxito comercial fue una guía general en la música popular de los 90.
Recuerdo haber entrevistado a una banda que se enorgullecía de no tener temas “radiables”. A otra que decía no querer escuchar tendencias de moda “para no influenciarnos”. Persistía aún un dogmatismo inconducente e innecesariamente solemne sobre qué constituía creación legítima y qué banalidad comercial. A la vez, los discos más vendidos de los primeros años de transición democrática fueron de Illapu y Los Llaneros de la Frontera, lo cual dejaba automáticamente al margen de grandes ambiciones a quien quisiera volver masiva una propuesta que mirara al shoegaze británico o el grunge. Una banda como Panico consiguió exponer la ingenuidad de toda esa autoconciencia, que acaso era entendible en la resaca de una dictadura que asoció canción popular a baladas y animación de estelares televisivos, pero que era importante sacudir de una vez con propuestas que volvieran a presentar al pop en su carga provocadora y cosmopolita que es —o debiese ser— propia del género. Es probable que no se haya entendido así en ese momento, y de ahí el recurrente mote de “extravagantes” que se le daba a Panico en los medios, sin detenerse mayormente en su manifiesto asociado. Pero estimo que fue lentamente efectivo. En el libro, músicos de bandas tan disímiles como Fiskales Ad-hok, Congelador, Parkinson y Shogún reconocen haber visto y escuchado en Panico un aire fresco del que extrajeron lecciones.

Era una escena más literal en cuanto a su crítica política, la que se creía debía ser explícita en grandes temas sociales (rabia, denuncia) y obediente en formalidades, fuese el uso de bototos o la asignación de un rol específico a una mujer en una banda. Pero Panico pudo darse cuenta de que un país de debates tan delirantes como aquel sobre la ‘crisis moral’ detectada por la Iglesia católica, y tan anacrónicos como la legitimidad de una ley de divorcio, podía subvertirse desde el humor, la fiesta y la sacudida.

Yo tengo un recuerdo muy claro de la primera vez que supe de ellos: vi en una revista Extravaganza! una nota pequeña sobre Panico ilustrada por una foto del grupo en la que era evidente su preocupación estética. Aún no habían publicado su primer E.P. y ya tenían un look más profesional que muchas bandas de la época. ¿Cómo llegaron a diseñar una estética que superaba a la música en una etapa tan inicial?
La autoformación que Caroline y Eduardo se dieron desde adolescentes en París (incluso antes de conocerse, pero sobre todo desde que ya fueron pareja) fue intensa y dedicada. Eran devoradores de cine, discos, recitales, cómics y revistas culturales, en una ciudad además pródiga en todo ello. Luego, sus estudios universitarios fueron de Filosofía, en el caso de ella; y de Cine y Artes, en el de él. Eran jóvenes con ideas ya definidas sobre el discurso asociado a una obra artística, con el potencial contracultural de una banda de rock, por precarios que fueran sus recursos (como lo demostraron The Velvet Underground), y con cuánta fuerza ganaba un grupo que vinculaba música y un trabajo visual disruptivo, como lo habían visto en The Cure y The Cramps. Los guiños de las películas de John Waters y Pedro Almodóvar al kitsch, la cultura basura y el mundo travesti eran igualmente estimulantes para ellos. Para Eduardo, además, tener en la universidad clases con Michel Journiac (1935-1995), pionero del body-art francés, le hizo ver en el cuerpo y el trabajo con los estereotipos físicos toda una nueva materia de posible trabajo.

Además de esa idea integral de Panico, un grupo que excedía los límites de la música, ¿qué más pretendían al instalarse en Chile? ¿Crees que de alguna manera querían proponer también cierta forma de acción cultural a contrapelo del mainstream musical noventero?
Más que un cancionero, Caroline y Eduardo buscaban instalar un manifiesto. No tenían planes profesionales con ello, pensaban que iba a ser cosa de uno o dos años. Fue un primer EP en 1994 (el rosado, con Bruce Lee en la carátula), como pudo haber sido una película o una oficina de diseño gráfico. Y en torno a él aparecieron muchas cosas asociadas, muchas más que las que había en otras bandas en Chile. Algunas eran visibles y se volvieron inolvidables, como toda su puesta en escena y el material audiovisual con el que promocionaban sus tocatas y singles. Otras eran captables solo por los más despiertos, como sus graciosas mentiras en entrevistas o el vínculo de particular cercanía que intencionalmente cultivaron con sus fans, a quienes llamaban “chicos y chicas Panico”, y a quienes les dedicaron al menos una canción. Tenían conciencia, incluso, de que una propuesta artística va asociada también a un modo de vida, que en su caso se tradujo en una casa-oficina-sala-de-ensayo-salón-de-fiestas en el barrio Yungay. Dice Eduardo en el libro: “Desde un principio, con Caro abordamos el proyecto desde el punto de vista de una acción de arte total. Todo era una puesta en escena y la aplicación de un concepto-Panico en todos los aspectos de la vida. Por eso les dimos tanta importancia a las carátulas de los discos, la ropa que usábamos, el contenido de las canciones, la forma de vivir”.

Y a la policía, los políticos y toda la gente del Estado les decimos: Concha tu madre”, dice la letra de “Una revolución en mi barrio”. ¿Piensas que en esa letra se expresa un ánimo cultural y político va más allá del grupo y que convierte a Panico, quizás involuntariamente, en una expresión generacional?
Si uno lo piensa bien, eso que parecía puro juego, era en realidad una manera de bypassear al Chile sectario, clasista, de jerarquías rígidas e ínfulas de apertura jaguaresca. Que con el paso del tiempo Panico no solo se consolidara, sino que terminara trabajando con gente como Sebastián Lelio, Franz Ferdinand o Iván Navarro es coherente con esa inicial intención artística. Que todos sus exintegrantes sigan hasta hoy en la música o trabajos de base creativa, también. Y, por cierto, lo que Caroline y Eduardo desarrollan ahora en el dúo Nova Materia, de electrónica y arte sonoro, no debiese sorprender a nadie. Me interesaba presentarlo en el libro como una deriva por complemento coherente con todo aquello que la banda exponía con muchos menos años e inciertos recursos. 

Pienso en la posibilidad generacional atendiendo a lo que cuentas en el libro, especialmente a esa articulación de una sensibilidad “alternativa” que intentó generarse en torno al barrio Yungay. ¿Crees que Panico fue parte de una escena que aspiró a construir un modo disidente al exitismo de los 90?
Es clave que el motor de la banda fuese una pareja educada lejos de Chile. Caroline es francesa, conoció Chile recién a inicios de los 90 acompañando a Eduardo, quien a su vez había partido al exilio junto a sus padres poco después del Golpe y tuvo una educación repartida entre París, Ginebra y Tokio (aunque siempre muy lejos de la comunidad de exiliados, como se detalla en el libro). Al llegar a Chile con el propósito de armar cuanto antes una banda e incluso ahorros para autofinanciar un primer disco, tenían la distancia cultural suficiente para ver no solo las precariedades en el medio, sino también ciertos códigos más profundos de los que en Chile iba a tener que pasar mucho tiempo para que nos diéramos cuenta. Se daban cuenta de la ingenuidad de los medios, que para su sorpresa les daban un espacio que ellos mismos consideraban excesivo, dado lo incipiente de su carrera y el riesgo que corrían acogiendo sus provocaciones (las que, de hecho, no solo llevaron a una censura en Más Música, sino también a muy graciosos desajustes en vivo que se detallan en el libro). También de cierto clasismo entre jóvenes de izquierda acomodada y del sexismo general que a veces veía imposible que Caroline tomara decisiones dentro de la banda. Y estaba también el conservadurismo instalado en el medio musical, aún rígido en audiencias diferenciadas según estilos y escuchas, y también en cómo se suponía que debía ser y comportarse por ejemplo un punk. Panico desarrolló amistad con bandas como Fiskales Ad-hok y Supersordo, pero no eran queridos por sus seguidores, para quienes el pelo rosado de Eduardo era evidencia suficiente de ser “maraco”, como él escuchó decenas de veces en vivo. Era una intolerancia tonta e insostenible, pero real:  y que una noche puso incluso en riesgo la vida de Eduardo, cuando recibió un cuchillazo de alguien que parecía un skinhead. Era una escena más literal en cuanto a su crítica política, la que se creía debía ser explícita en grandes temas sociales (rabia, denuncia) y obediente en formalidades, fuese el uso de bototos o la asignación de un rol específico a una mujer en una banda. Pero Panico pudo darse cuenta de que un país de debates tan delirantes como aquel sobre la “crisis moral” detectada por la Iglesia católica, y tan anacrónicos como la legitimidad de una ley de divorcio, podía subvertirse desde el humor, la fiesta y la sacudida. Sus primeras letras repetían temas en apariencia absurdos, como lo de la “revolución en mi barrio” o la debida desobediencia a los padres. Pero al fin en todo ello había un llamado a la autonomía, el goce y el pensar disidente, que por cierto podía llegar a tener un efecto social. Un estribillo que repite “No me digas que no, si quieres decirme que sí” es menos ingenuo de lo que parece. 

Tras grabar con sellos multinacionales, no consiguen encajar con las pautas comerciales del momento y terminan saliendo sin lograr éxitos concretos.
Su entrada y salida del trabajo corportativo a gran escala (con dos vistosos contratos que en verdad duraron poco, con EMI-Chile y luego con Sony-Francia) puede verse como parte de una dinámica acorde al enorme ajuste y desajuste que vivía la industria discográfica justo en los años de transición hacia lo digital. Panico trabajó sus grandes lanzamientos frente a un mundo que cambiaba radicalmente y para siempre sus maneras de escuchar música y de acceder a los discos. Alguien podrá verlo como una situación de mala suerte o de emprendimiento frustrado, pero a mí me interesa sobre todo por cómo todo ello afianzó la convicción de Panico en el trabajo independiente —cuando este aún constituía un riesgo— y por la inteligencia con que la banda decidió cosechar su experiencia con multinacionales desde la propia conveniencia: aprendiendo lecciones valiosas sobre el trabajo en grandes sellos, en sus ventajas y en sus trampas. Al fin, fue como “conocer al monstruo” desde dentro. 

¿Cómo o dónde incluirías a Panico en la tradición de la música popular chilena?
El pop inteligente, provocador y propositivo toma muchas cosas del rock convencional, pero las lleva a otro lado, idealmente descolocante y a la vez masivo, pues confía en la canción como un vehículo ideal para esa sacudida a gran escala. Se vale de muchas influencias y nunca descuida lo visual. No creo que tenga demasiados ejemplos como tal en la historia de la música popular chilena, aunque por cierto se aparece cada cierto tiempo y es bienvenido. En el anexo dedicado a la música chilena de los 90 dejo algunas pistas al respecto, e indico que probablemente Parkinson contenía un espíritu muy similar al que luego iba a mostrar Panico, sobre todo por su cercanía al punk y, a la vez, distancia de la solemnidad en la crítica social.

¿Crees que la investigación sobre la música y la cultura popular han quedado al margen de los estudios e investigaciones sobre nuestra historia reciente?
Se me hace inevitable responder a esto con particular cercanía, pues lo que preguntas es precisamente el oficio que he elegido darme. El de Panico es mi quinto libro como autora, además de varios otros que he editado, traducido y coescrito sobre música y músicos de Chile. Lo digo no para ostentar conquistas sino para hacer ver que no podría mantener esta persistencia en el tema si no fuese porque estoy convencida de la importancia de la canción popular y la música en el debate cultural y en la comprensión de la historia de los países. En Chile, es evidente que esa relevancia no es reconocida como tal ni en los medios masivos, ni en la academia ni en la institucionalidad cultural, pese a los chispazos de valiosos investigadores sobre música, entre los que incluyo a musicólogos, historiadores, documentalistas y periodistas a los que siento cercanos en el esfuerzo. No queda más que insistir. Puedo tener dudas sobre cómo presentar y divulgar mis libros o proyectos, pero nunca sobre la validez de sus temas y contenidos. Una banda como Panico me parece de la mayor relevancia para comprender un momento de Chile, y precisamente porque no fue la más famosa ni exitosa de su tiempo. Es en las vidas privadas, en la escucha a solas, en el compartir colectivo de una tocata donde la música afecta de un modo tan profundo que ya se quisiera esa fuerza cualquier ideólogo. 

 


Al estilo Panico, Marisol García, Club de Fans, 2023, 128 páginas, 19.000.

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