La traducción y publicación en Chile de un libro que indaga en el grupo alemán pionero en la electrónica, muestra que ese gran cóctel creativo se debió en buena medida al contexto histórico en que vivían Ralf Hütter y Florian Schneider: tras la Segunda Guerra Mundial, las fuentes culturales provenían básicamente de los países vencedores, ante lo cual los músicos de Düsseldorf echaron mano a la herencia de la Alemania pre nazi, desde el romanticismo, pasando por las vanguardias estéticas, el cine de los años 20, los principios de la Escuela de la Bauhaus y otros movimientos de la primera mitad del siglo XX, como el futurismo italiano.
por Walter Roblero Villalón I 17 Enero 2025
Alguna vez se imaginó un futuro en la música, más allá de la distopía. En el contexto actual de clausura de la idea de progreso, resultan refrescantes las lecturas sobre hazañas del pasado de quienes instalaron nuevos lenguajes en lo que conocemos como “cultura popular”. En este sentido, lo de los alemanes Kraftwerk sigue siendo una entidad que merece atención, pues desencajó en su momento lo que se presentaba como un paradigma transgresor, el rock and roll, que al cabo de tres lustros desde su nacimiento a mediados de los 50, ya había perdido su rumbo fagocitado por el mercado.
El libro de Uwe Schütte, Kraftwerk: música futurista alemana, rastrea las huellas de un grupo que, desde mediados de los años 70 se empeñó en subvertir este espectáculo justo en el momento en que la música de grandes estadios entraba en decadencia, para ver el surgimiento del punk y sus pretensiones de “tabla rasa”, trasladando el rock hacia los antros, sin cambiar mucho sus formas (aunque sí sus políticas de acceso y democratización de roles).
En ese contexto, dos muchachos de la upper class de Düsseldorf, con estudios formales de música en el conservatorio de esa ciudad, Ralf Hütter y Florian Schneider, comenzaban su propia revolución, emancipándose del krautrock —el rock alemán de raíz progresiva, psicodélica y experimental—, para crear un universo retrofuturista con la utilización de instrumentos electrónicos. Con una visión clara y conceptual de lo que querían lograr, Kraftwerk diseñó un hermoso y minimalista imaginario al final de la Guerra Fría, que fue documentado en una serie de discos editados entre 1974 y 1983 (su época dorada, en la que también participaban Karl Bartos y Wolfgang Flür), que siguen resonando en una actualidad en la que ya prácticamente ningún género prescinde de las herramientas electrónicas y digitales para la creación (salvo majaderos puristas de lo vintage).
Schütte, académico alemán afincado durante años en Inglaterra —país que abandonó después del Brexit—, se formó en la literatura y los estudios culturales. En el libro ahonda en la historia de Kraftwerk y demuestra que fueron un producto surgido en las ruinas de una sociedad humillada y sin reivindicación de referentes culturales, salvo que no fueran aquellos impuestos por los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial. A cambio, los de Düsseldorf recogieron la herencia de la Alemania pre nazi, desde el romanticismo, pasando por las vanguardias estéticas, el expresionismo (especialmente del cine de los años 20), los principios de la Escuela de la Bauhaus y otros movimientos de la primera mitad del siglo XX, como el futurismo italiano. También hicieron eco de contemporáneos de las artes visuales, como Joseph Beuys, Gilbert & George y Andy Warhol —de quien asumen una mirada puesta en los objetos de consumo cotidiano y en una provocación contenida y pragmática. El resultado: una banda que no solo contribuyó a configurar el ethos del nuevo pop alemán, a través de lo que ellos mismos definían como Industrielle volksmusik; también del de toda Europa. En un proyecto similar también estaban creadores coetáneos de otras disciplinas, como Rainer Werner Fassbinder, con quien tuvieron vinculación.
El autor no rehúye de las implicancias políticas de un grupo que surge en medio del asedio del fantasma del nazismo, por un lado, y de los grupos subversivos de extrema izquierda, como la RAF (Baader-Meinhof), por el otro. Sirviéndose siempre de una polémica sutil, la imagen que asumen cuando publican su clásico Die Mensch-Maschine (1978) es la de la máquina humana, concepto despersonalizado, sin liderazgos, anti rockero y anti macho (aunque se dice que no permitían la entrada a mujeres a su estudio Kling Klang). Su imagen, fría y uniformada de pelo corto, camisas rojas y corbatas negras —que hacían guiños a las rectitudes totalitarias—, se volvería icónica y sería la base que seguiría evolucionando hacia una estética cyborg que utilizan hasta la actualidad.
Exhaustivo en la revisión de la obra de Kraftwerk, el libro repasa todos sus discos y, además, suma a este corpus la evolución de sus puestas en escena, que siempre fueron en paralelo a los cambios tecnológicos (incluso proponiéndolos), sus giras por todo el mundo, sus procesos creativos más allá de lo musical, relevando también sus aportes estéticos en el diseño gráfico, audiovisual y en la construcción de innovadores sistemas de sonido, todas cuestiones que fueron decantando en una puesta en escena más sofisticada e inmersiva para las grandes audiencias.
Schütte entrega una visión amena, estudiada y documentada. Se aboca a la tarea de seguir y analizar la revisitación constante que los alemanes han realizado de su propio legado para siempre maximizarlo y revestirlo de nuevos andamiajes tecnológicos; además de hacerle justicia a la enorme influencia que tuvo en músicos posteriores.
Los únicos puntos que resultan sorprendentes, por la candidez de su acercamiento, tienen que ver con la etapa discográficamente más improductiva de la banda, a fines de los años 80. El autor justifica esta situación en un cambio de intereses que habría tenido la dupla Hütter y Schneider, quienes habrían consagrado su tiempo a la práctica del ciclismo de una manera semiprofesional —su disco Tour de France Soundtracks (2003) es resabio de aquello. Si bien es real esta dedicación, no puede obviarse la condición de empresarios de los líderes de la banda electrónica, cuestión que este libro no aborda por ningún lado o, al menos, nunca los desplaza de su condición de artistas conceptuales.
Esto difiere, por ejemplo, de lo que aporta Félix Suárez en un artículo para Dancedelux de 1998 en el que cita al líder de Public Enemy, Chuck D, y su libro Fight The Power, Rap, Race & Reality (1997), donde dice de Kraftwerk: “Son auténticos fabricantes de ordenadores. Uno de ellos inventó el toggle (potenciómetro deslizante), el pit control curvo y cosas así. Están forrados de patentes. Tienen patentes sobre equipos, ordenadores, softwares, hardware, gadgets y mesas”. Haber consagrado algún capítulo a esta dimensión empresarial tecnológica, habría logrado completar mucho más el cuadro.
Por otra parte, salvo cierto posicionamiento en discusiones bizantinas y de pretensión canónica, deleite de editores de suplementos culturales, estamos frente a un trabajo que brilla al combinar la rigurosidad académica con la apreciación, admirada pero no obsecuente, de un conocedor. Es muy probable que Kraftwerk siga existiendo hasta que termine de diluirse por completo en base a clonaciones de algo que ya sucedió en el siglo pasado, hace casi cinco décadas atrás. Hoy solo queda el septuagenario (pero aun en plena forma) Ralph Hütter como miembro fundador, pero como ellos mismos dijeran en 1975, “Kraftwerk no es una banda. Es un concepto (…) nosotros no somos la banda (…) Kraftwerk es un vehículo para nuestras ideas”. Bajo esa premisa, la máquina humana seguirá viviendo.
Kraftwerk: música futurista alemana, Uwe Schütte, traducción de Rodrigo Olavarría, Club de Fans, 2024, 242 páginas, $26.000.