La nueva escucha

Que la música que nos llega no está ya en un objeto medible y finito, sino en un flujo siempre a disposición, ha cambiado nuestros modales de oyentes, pero también lo que se graba y circula. Se avizoran propuestas radicales no solo en la aplicación de tecnología al sonido, sino también en el proceso mismo de la composición. De dónde venga es secundario. Lo relevante es cómo comenzaremos a interactuar con ellas.

por Marisol García I 11 Enero 2022

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The Rave Road, una exposición sobre música electrónica y la cultura de fiestas a su alrede­dor, se mostró el año pasado en un museo de Londres. No sorprende que la música popular ocupe a investigadores y museógrafos. Asombra, sí, que el objeto del Museum of Youth Culture haya sido un género bullente en los años 90, y que por forma y fondo a casi cualquier persona adulta se le hace difícil asociar (aún) a un cauce patrimonial. Caer en la cuenta de que el tecno, el house y la EDM (electronic dance music) son ya pasado, obliga entonces a reorientar las más rudimentarias ideas sobre lo que hasta hace no tanto en la música considerábamos de actualidad y futuro. Composiciones urdidas a golpes de mouse, softwares precisos para distorsionar voces, apps que apoyan el ajuste de una canción desde el teléfono… en fin, tan siglo XX.

La interacción entre creadores, recursos digitales e internet despliega hoy todo un nuevo campo de oferta, pero no por eso la música al pulso de nuestro tiempo desdeña lo retro. Al contrario: algunas de las iniciativas más llamativas de nueva facturación sonora explotan, precisamente, la nostalgia. La más ramplona retromanía es la de conciertos de hologramas, que hace unos 10 años pasaron de curiosidad escenográfica a negocio de oferta estable, con productoras especiali­zadas y agenda constante de espectáculos a cargo de los haces de luz, reconstrucción digital y grabaciones envasadas aptas para darles forma escénica a Whitney Houston, Maria Callas o Frank Zappa.

Son el “en vivo” que no es. Algunos hologramas hacen giras internacionales. Los hay acompañados de orquesta sinfónica. Y están, también, los hologramas que no engañan a nadie, pues nacieron y se desarro­llaron como tales, como sucede con la estrella ficticia Hatsune Miku, desarrollada entre firmas tecnológicas japonesas, con ventas, convocatoria y seguimiento en redes muy superiores a los de contemporáneas suyas con la mala suerte de cargar con carne y huesos.

“¿Es que ya nada es sagrado?”, se preguntó hace un tiempo la web de arte Frieze, al compartir los detalles del primer tour mundial del holograma del pianista Glenn Gould.

La lógica que exige a las nuevas tecnologías el remedo de una experiencia perdida es una paradoja, tan conservadora como la que hasta ahora dirige la búsqueda de hits pop a través de inteligencia artificial. Para asegurarse una melodía exitosa, un equipo de investigación en Sony-Francia ingresó a una base de datos catálogos que le asegurasen el estándar de excelencia del siglo XX. Y aun con todo, Cole Porter, Beatles, Duke Ellington y Tom Jobim encima, las Flow Machines arrojaron en 2016 dos canciones decepcio­nantes: “Daddy’s car” y “The ballad of Mr. Shadow” suenan a un pastiche sin dirección, previsiblemente carentes de gancho emocional o un mínimo misterio. El corta-y-pega dinámico de cualquier buen grupo hip hop, al menos tiene gracia y sorpresa. Esto es fórmula de gesto nostálgico, pero referencia inexistente, que saluda a una maqueta de pasado y propone una ligazón que jamás va a suceder.

La interacción entre creadores, recursos digitales e internet despliega hoy todo un nuevo campo de oferta, pero no por eso la música al pulso de nuestro tiempo desdeña lo retro. Al contrario: algunas de las iniciativas más llamativas de nueva facturación sonora explotan, precisamente, la nostalgia.

Que el historiador superventas Yuval Noah Harari adelante que falta poco para que la inteligencia artificial componga mejores canciones que los músicos, solo habla de su esquematismo. “Por supuesto buscamos canciones para que nos hagan sentir algo —felicidad, tristeza, nostalgia, emoción, lo que sea—, pero no es todo lo que una canción hace”, le respondió hace un tiempo Nick Cave. “Lo que una gran canción consigue es una sensación de asombro. Escuchamos en ella la limitación humana y su audacia para trascenderla. La inteligencia artificial simplemente no tiene esa capacidad. ¿Cómo podría? Si tu potencial es infinito, ¿entonces qué hay para trascender? ¿Y cuál es el propósito de la imaginación? La IA podrá componer una canción buena, pero nunca una gran canción. Le falta nervio”.

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Tienta, pero nos resistimos, recibir la incesante innovación en el proceso musical junto a un juicio sobre la corrección o incorrección de su cometido. También la distribución online, los discos compactos y hasta la radio fueron considerados alguna vez amenazas a la salud de la música. Pero a diferencia del veloz desarrollo que la grabación y sus posibilidades tuvieron durante el siglo XX —Fonografía Artística, el primer sello en fabricar y vender discos en Chile, comenzó a funcionar en 1906—, lo que hoy asoma como un futuro-en-pro­greso suma modelos de escucha y de creación hasta ahora impensados. Los primeros ensayos de conciertos “inmersivos” —en mundos de realidad virtual, donde el usuario puede controlar lo que ve y escucha— dan cuenta, por ejemplo, de una alteración profunda en la experiencia completa de la asistencia a un espectáculo.

Una música de tipo “generativa”, a su vez, hace de la audición un ejercicio creativo en sí mismo y de la pro­puesta de registro, un objeto mutante. El oyente puede, si quiere, incorporarle a una canción instrumentos no incluidos en la grabación original. O alterar su ritmo o modificar su extensión. Cada play de un mismo track es, así, una escucha diferente. Björk y Brian Eno han puesto a la venta aplicaciones digitales de algunos de sus discos; o sea, traducciones de su música grabada a plataformas que permiten una interacción con ella. Lady Gaga y Paul McCartney llevaron discos suyos a aplicaciones para iPad, en las que estos “crecían” con nuevas posibilidades audiovisuales. Y músicos de vanguardia, menos conocidos, han hecho circular pistas de canciones que pueden modificarse a gusto, como parte del trato de compra.

Nuestra relación con los discos pasó hace un tiempo de lo físico a lo digital, y sobrevivimos a ello. Ahora es inminente la ampliación del estéreo hacia un sonido envolvente, inescapable. Y quizás pronto debamos también repensar las grabaciones musicales como registros infinitos, cuyos bordes ya no están predefinidos por los autores. Brian Eno ha comparado la experiencia de la música generativa con la jardinería: “Plantas las semillas y las riegas continuamente hasta que das con un jardín que te gusta”.

Sintetizador Google NSynth Super para hacer música usando inteligencia artificial.

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Son varios los sistemas que hoy afinan la utopía —per­seguida ya desde mediados del siglo pasado— de una composición sin humanos a cargo (entre otros, Popgun, HumOn, Watson y Magenta, desarrollado por Google). Se amplían en servicios como el ReflexiveLooper, que aprende en tiempo real el estilo de un instrumentista y le ofrece arreglos que le combinen; Aiva, que escribe partituras; Continuator, capaz de una improvisación complementaria a la que el músico ya ha largado, y LANDR, que rearmoniza voces y masteriza online.

En 2021, investigadores de ciencias de la compu­tación, ingeniería eléctrica y el Instituto de Música de la Universidad Católica se valieron del Stylegan2 para crear una breve pieza musical inspirada —en realidad “transferida”— en el catálogo de obras en línea del Museo Nacional de Bellas Artes.

La inteligencia artificial se inmiscuye incluso en tareas musicales tradicionalmente de escritorio e interacción entre personas, como la distribución, promoción y hasta el contacto con fans. Chartmetric desmenuza estadísticas y luego indica a sus clientes los rumbos de cómo y dónde conseguir un éxito. Es un predictor de hits. Pero un paso más allá en la osadía de revuelta pop artificiosa la conocimos en abril pasado, con la iniciativa de una organización benéfica que usó Magenta para componer nuevas canciones “de” Kurt Cobain y Amy Winehouse, y así promover su trabajo en salud mental con jóvenes. “Drowned in sound” y “Man I know” son precisas en la cita al estilo al que aluden —riffs en ascenso, en una; cadencia retro, en la otra— y las voces invitadas en ambas grabaciones fueron intervenidas hasta efectivamente sonar como las de sus modelos. No son músicos que usan máquinas, sino máquinas que usan a los músicos. Y cuando incluso los catálogos póstumos pueden crecer a voluntad, qué queda para la espontánea renovación intergeneracional sobre la que desde siempre se ha sostenido el negocio.

Pensadores del pop como Simon Reynolds y Mark Fisher se extendían ya hace una década sobre los alcances de la fijación de nuestro tiempo con entender el gusto musical como una manifestación no de propuesta, sino de nostalgia. Pero si el primero, en su contundente Retromanía basó su diagnóstico en la incontable oferta de reciclaje cultural, Fisher profundizó en los síntomas políticos de tendencias para las que una propuesta de real avanzada es sencillamente imposible: “Nos penan futuros que no sucedieron”, es una eficaz frase de síntesis para su compilación de textos Los fantasmas de mi vida. El fallecido autor y crítico cultural británico aplicó consistentemente a la música contemporá­nea un viejo concepto atribuido a Derrida, el de hauntology. En pro­puestas de composición electrónica de supuesta vanguardia, Fisher veía la recurrencia del pasa­do (vía sampleos, archi­vos, citas) que vuelve a acecharnos, como un muerto desde su tumba.

Björk y Brian Eno han puesto a la venta aplicaciones digitales de algunos de sus discos; o sea, traducciones de su música grabada a plataformas que permiten una interacción con ella. Lady Gaga y Paul McCartney llevaron discos suyos a aplicaciones para iPad, en las que estos ‘crecían’ con nuevas posibilidades audiovisuales. Y músicos de vanguardia, menos conocidos, han hecho circular pistas de canciones que pueden modificarse a gusto, como parte del trato de compra.

Sea en grabaciones tan diferentes como las de Adele, Kraftwerk o Burial, lo que obtene­mos de su propuesta de presente no es más que una estética de “nostalgia del futuro”, estima Fisher, en la que no hay atención ni capacidad para una lectura efectivamente contemporánea: “La cultura parece haber perdido la capacidad de articular el presente, o acaso no hay presente que articular (…). Lo ‘futurista’ en la música hace tiempo que dejó de referirse a un futuro que esperamos que sea diferente; se ha convertido en un estilo establecido, tal como una fuente tipográfica. (…) El arte hauntológico no debe renunciar al deseo de futuro. Debe insistir en que hay futuros más allá del fin de la posmodernidad. Cuando el presente renuncia al futuro, debemos es­cuchar las reliquias del futuro en las potencialidades desactivadas del pasado”.

Unos 635 millones de reproducciones sumaron las 100 canciones chilenas del 2020 más escuchadas en Spotify, y hubo 129 videoclips nacionales con más de un millón de plays en YouTube. Crecen, también, las estadísticas de música en TikTok. Del dial a la pantalla —la del teléfono, sobre todo—, no hay cómo negar el desplazamiento radical de la forma en que hoy circu­lan las canciones. ¿Pero es eso un avance creativo? La pregunta ya no es si acaso podremos convivir pronto con hits radiales y piezas musicales creadas, difundidas y seleccionadas para nosotros ciento por ciento por computadores, sino qué tan óptimas serán y hasta qué punto extrañaremos a los (las) compositores(as) de talento. Los llamados artistas fake no cejan hoy en una arremetida real: las piezas de piano atri­buidas por ejemplo a Lo Mimieux y Ana Olgica son reproducidas por cientos de miles al mes en Spotify, y para el caso da igual que hasta ahora no puedan asociarse a una cara ni a una ciudad de origen: su técnica es intachable; sus melodías, de gusto masivo, y sus regalías, contables.

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La cita circulaba como con carga de acontecimiento, y se organizó como tal en una gran producción cor­porativa a la altura. El 17 de agosto de 1982, Claudio Arrau fue invitado a las plantas centrales de pren­sado de Polydor, en Lan­genhagen (Alemania), para que él mismo presionase el play que iba a activar la reproducción de un disco compacto con versiones de valses de Chopin grabadas por él tres años antes en Suiza, para el sello Philips.

Ese Claudio Arrau: Chopin – Waltzes, Walzer, Valses era el primer CD editado alguna vez para venta a público. En las manos del pianista nacido en Chillán y educado en Berlín quedaba efectivamente un play histórico, digno de la divulgación. Pero hoy, que hasta al disco compacto lo consideramos un objeto retro, podemos ver el resto de pompa y candidez que pro­bablemente se colaba en esa ocasión. Era un tiempo en que la industria discográfica aún creía que los cambios relevantes por venir estarían dados no por los contenidos sino por los formatos. Sin embargo, lo que ha sucedido son los desvíos de las revoluciones: se ha alterado para siempre más el cómo que el qué.

 

Imagen de portada: el holograma de Maria Callas durante una presentación en 2019.

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