La vida incesante de Jonas Mekas

por Rodrigo Hasbún

por Rodrigo Hasbún I 18 Septiembre 2018

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Las cientos de horas acumuladas a lo largo de los años son la materia prima de la obra del director lituano, una filmografía que se estructura alrededor de sus llamados “diarios, notas y sketches”. Su cine obedece al impulso de capturar la incertidumbre y fascinación del presente, en películas tan libres, movedizas y sutiles como Walden, Escenas de la vida de Andy Warhol y Mientras avanzaba ocasionalmente vislumbré breves destellos de belleza.

por rodrigo hasbún

Un mes después de llegar a Nueva York, a fines de 1949, Jonas Mekas se compró con un préstamo una cámara Bolex. A partir de entonces, para atenuar la vulnerabilidad y la extrañeza pero también para registrar el asombro del veinteañero que recorre un mundo nuevo, empezó a filmarlo todo: sus paseos por Brooklyn y Manhattan, las reuniones de sus compatriotas lituanos, la nieve que no dejaba de caer. Atrás habían quedado los trabajos forzados a los que él y su hermano Adolfas fueron sometidos por los nazis durante 10 meses, la errancia interminable por campos de personas desplazadas en la Europa de posguerra. Para desentenderse de esos fantasmas en su nueva vida, Jonas Mekas se propuso escudriñar en detalle el aquí y ahora, Bolex en mano. Así, se volvió casi de inmediato en lo que ha seguido siendo desde entonces hasta hoy mismo, a sus 95 años: el verdadero hombre de la cámara.

No deja de ser curioso que ese lituano perdido y pobre, que en otras circunstancias hubiera preferido no moverse de su pueblo, terminara siendo uno de los grandes cronistas de Nueva York, una de las figuras emblemáticas que transformó para siempre la escena cinematográfica de la capital del mundo.

 

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Cuando llegó apenas hablaba inglés. Le tocó trabajar como obrero en fábricas de cualquier cosa y hubo épocas de una austeridad sin límites, pero aun así se las arreglaba para escabullirse en todas las salas y teatros y museos. Luego la desolación inicial fue dando paso al entusiasmo, la soledad impuesta a las amistades inesperadas, los trabajos manuales al deseo de cartografiar lo que venía viendo en esas salas y teatros y museos. Al igual que varios cineastas de la nueva ola francesa, que por esos años andaban en las mismas, Jonas Mekas escribió mucha crítica antes de hacer sus primeras películas.

Dándole validez crítica y la mayor visibilidad posible a las películas que por entonces empezaban a hacer algunos de los cineastas de su generación, de Cassavetes a Darren, de Clarke a Jacobs, de Brakhage a Warhol, él colaboraba más que nadie en la consolidación de una nueva sensibilidad y de lo que se conocería como la movida del “cine subterráneo” o “nuevo cine americano”.

Siempre acompañado de su hermano Adolfas, en 1954 fundó la revista Film Culture, con la misión de evidenciar las posibilidades de un cine que no siguiera los mandatos de Hollywood, y en 1958 se volvió el primer columnista cinematográfico de The Village Voice, el influyente semanario contracultural. Jonas Mekas estaba hambriento y era un buen momento para estarlo, porque los jóvenes como él se encontraban inmersos más que nunca en la debacle entre lo viejo y lo nuevo, transición que atestiguó día a día con la cámara lista y la máquina de escribir bien montada, en cualquiera de esos cuartos por los que siguió errando como lo había hecho antes por un continente en ruinas.

“En una sociedad bastarda, estandarizada, conformista y enferma, la perversión es una fuerza de liberación”, escribió el 21 de noviembre de 1958 en un artículo temprano, que puede leerse en Cuaderno de los sesenta. Escritos 1958-2010. “Sagrados son los pensamientos y hechos delictivos, la insubordinación; la falta de respeto y el odio hacia su estilo de vida, sus filosofías, hacia toda forma de trabajo (que perpetúa la basura); sagrados son el beat y el Zen, la ira y la perversión. Permitámonos, pues, negar y destruir; quizás así algunos de nosotros podamos reencontrar y preservar (hasta que vuelvan a ser necesarias) la verdad de la vida, la espontaneidad, la alegría, la libertad, el júbilo, el alma, el cielo y el infierno. (…) Aprendamos la dinámica de la sagrada perversión, no seamos basura en la normalidad del siglo XX. Así escupo sobre la generación que me produjo, y es el escupitajo más sagrado de mi generación”.

 

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El tono incendiario de ese texto ofrece un valioso atisbo a la energía y convicción de Jonas Mekas, pero se corresponde poco con su voluntad más bien pragmática. Él, que se había visto forzado a reinventarse varias veces, sabía que después de echar abajo monumentos y reliquias era imprescindible hacer algo en ese vacío. Dándole validez crítica y la mayor visibilidad posible a las películas que por entonces empezaban a hacer algunos de los cineastas de su generación, de Cassavetes a Darren, de Clarke a Jacobs, de Brakhage a Warhol, él colaboraba más que nadie en la consolidación de una nueva sensibilidad y de lo que se conocería como la movida del “cine subterráneo” o “nuevo cine americano”. Iniciados los 60 llevó aún más allá la misión con dos iniciativas que serían imprescindibles para sustentar el cine de vanguardia a largo plazo. Por una parte ayudó a crear la primera cooperativa de cineastas independientes, que se encargaría de distribuir sus películas no solo en salas de cine sino también en museos y espacios alternativos. Por otra parte fundó Anthology Film Archives, un centro destinado a preservar y exhibir esas películas, sin aspiraciones comerciales pero sí grandes ambiciones expresivas, con las que él y sus compañeros de ruta intentaban explotar al máximo el potencial poético de ese arte más bien joven que es el cine.

En medio de sus mil labores, apenas tenía unos minutos libres, lo primero que hacía él era ponerse a filmar. Su estilo fue forjándose, entonces, a retazos. Filmas un árbol, se lo oye decir por aquí y por allá, y ese retrato naturalista, intrascendente, soso, no es el árbol que veías. Te acercas y te alejas para filmarlo, cortas, manipulas, juegas, y quizá entonces sí aparezca el árbol que veías.

 

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Las cientos de horas acumuladas a lo largo de los años son la materia prima de su obra, que se estructura alrededor de sus llamados “diarios, notas y sketches”. Walden (1967), la primera entrega, ofrece cientos de episodios inconexos, algunos de solo unos segundos de duración, por medio de los cuales emerge un retrato elusivo y entrañable de la ciudad que lo acogió.

En sus manos una película es un divertimento gozoso pero también un espacio para la intimidad. A partir de esa confluencia, empuja al cine hasta lugares donde ya no se sabe bien qué es: poesía o diario, crónica o pintura, experimento o historia, un poco de todo a la vez.

Jonas Mekas quería devolverle al cine su factura artesanal. No es casual que dedique la película a los hermanos Lumiere. Su cine también obedece al impulso de intentar capturar, con la ayuda de un aparato misterioso, la incertidumbre y fascinación del presente. En Walden abundan los saltos bruscos, las imágenes sobreexpuestas o fuera de foco. La realidad es así de movediza y la memoria así de sucia y la película está hecha con esos mismos materiales.

No solo se trata de una decisión estética. La filosofía de su cine, que en su caso significa en más de un modo su filosofía de vida, ya está puntillosamente desplegada en esa primera entrega. Jonas Mekas trabaja con lo que ve, con lo que encuentra, y no con lo que busca. “No estoy buscando nada, soy feliz”, lo oímos cantar en una escena. Esas palabras revelan el espíritu celebratorio que atraviesa su obra, así como una gran predisposición hacia el azar. Él no quiere entender cómo funciona la vida, si es que funciona de alguna manera. El suyo es un cine material, un cine de texturas y sensaciones, un cine de la superficie. Si se mira bien, parece decirnos, todo resuena y brilla: un incendio en la calle 87 y la multitud que contempla el fuego, una noche en el circo o la visión de un hombre parado de cabeza en Central Park, el primer concierto de un grupo llamado The Velvet Underground y una performance de John Lennon y Yoko Ono, gente patinando sobre hielo, lo que se ve desde un tren que se aleja de Nueva York.

De fondo, Jonas Mekas toca su acordeón y les cuenta a los espectadores anécdotas o fábulas inciertas. En sus manos una película es un divertimento gozoso pero también un espacio para la intimidad. A partir de esa confluencia, empuja al cine hasta lugares donde ya no se sabe bien qué es: poesía o diario, crónica o pintura, experimento o historia, un poco de todo a la vez. “No hay lugar para el casi arte”, escribió en un iluminador artículo sobre John Cage, otro artista que cuestionó a fondo los límites de su arte. Son palabras que se oyen fuerte en sus películas. “Casi saltar una valla significa haber derribado la barrera. Casi nadar a través de un río significa haberse ahogado”.

 

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Además de Walden, hay en su filmografía varias otras paradas notables que vale la pena mencionar, todas igual de inclasificables y personales. Reminiscencias de un viaje a Lituania (1972) gira alrededor del primer regreso a su país, tras 25 años de ausencia, en los que no ha visto a su madre, a la que reencuentra entonces. Lost, Lost, Lost (1976) indaga en cómo una persona desplazada va haciéndose parte de un nuevo lugar y en lo que significó para él perderlo todo en algún momento. “Esta es la historia de un hombre que nunca quiso irse de su patria, del lugar donde la gente hablaba su idioma”, dice ahí en su inglés extranjero. En Escenas de la vida de Andy Warhol (1990) dimensiona y humaniza la figura de su amigo, al que filma en la cotidianidad. En Mientras avanzaba ocasionalmente vislumbré breves destellos de belleza (2000), la más melancólica de sus películas, comparte videos caseros en los que su familia muta en el tiempo. De nuevo todo es insignificante pero extraordinario: los primeros pasos de su hija, las sonrisas esquivas de su hijo, su esposa desnuda en un apartamento lleno de ventanales. Una gratitud contagiosa atraviesa cada una de esas imágenes. Como dice su amigo Johan Kugelberg, Jonas Mekas “nunca sucumbe al lado oscuro”, y eso también es ser heroico.

Adentrado en el nuevo milenio, cuarenta y tantos años después de haberla comprado con un préstamo, terminó guardando su cámara Bolex para incursionar en la tecnología digital. Entre varios otros proyectos, el 2007 hizo 365 cortos, que compartió a diario en su página de internet, y el 2011 intercambió una serie de cartas visuales con el cineasta catalán José Luis Guerín. Todos ellos son ejercicios sutiles en el arte del desmenuzamiento, en el arte del montaje y el corte (que es para él donde el presente se vuelve pasado, donde la realidad se vuelve poesía), en el arte de la curiosidad sin fin, en el arte de los años y la vida.

Ahí en medio, rodeado de fantasmas nuevos o recurrentes, el hombre de la cámara va envejeciendo de una película a otra, hasta que el veinteañero del principio se vuelve un nonagenario al final. La transformación paulatina ha sido filmada, a retazos. Es un espectáculo inquietante, decisivo, conmovedor.

 

Cuaderno de los sesenta. Escritos 1958-2010, Jonas Mekas, Caja Negra, 2017, 448 páginas, $26.500.

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