Contra el padre-amo (y contra el padre-adolescente)

¿Qué es mejor: transmitir la disciplina y el conocimiento o encarnarlos? ¿Ser un bloque de autoridad o un testigo que acompaña y observa a cierta distancia? ¿Representar, como diría Freud, “la Ley de la palabra” o subyugarse a ella? Un par de series grafican el dilema que enfrenta la figura paterna (Los Sopranos y Battlestar Galactica), y un ensayo preciso y filoso, escrito por el psicoanalista Massimo Recalcati, sugiere que en el malestar de los jóvenes no hay una demanda de poder sino una de testimonio, alguien que como el Ulises traiga desde el mar la esperanza, el orden y el equilibrio.

por Simón Soto I 12 Febrero 2021

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La primera escena pertenece a la temporada final de la serie The Sopranos, emitida en 2007. Luego de la terrible ruptura amorosa con Blanca, su novia puertorriqueña, AJ Soprano decide suicidarse en la piscina de la casa familiar. Anudándose bolsas cargadas con sendas piedras en los tobillos, se lanza al agua. Sumergido en la parte más honda, AJ de inmediato comprende el alcance de su decisión. El terror lo posee. Se arrepiente en cosa de segundos. Bracea e intenta mantener la cabeza en contacto con el aire, pero el peso de las piedras lo sumerge. Son segundos tensos, patéticos también. AJ llora y grita por ayuda. Mientras la desesperada agonía ocurre en el patio, Tony Soprano llega a casa vestido de impecable terno, posiblemente viene de una reunión de negocios. Unas pastas frescas reposan en el mesón de la cocina. El gesto de Tony podría ser insignificante, una sencilla acción que denote naturalismo en la escena, pero como en todo lo que ocurre en esta serie, nada está al azar: Tony agarra el apetitoso trozo de “zitti” y se lo lleva a la boca para devorarlo. Como en innumerables ocasiones, Tony no es capaz de contenerse y engulle todo lo que tiene frente a él. No importa qué —poder, violencia, sexo, comida—; para él, lo relevante es devorar, entregarse al “goce sin límites”, al arbitrio de su capricho. Los gritos de su hijo primogénito llegan como susurros o cantos de un sueño, uno de los tantos que durante la serie acechan a Tony. Al comienzo no les presta atención, pero la imagen vista a través de la ventana, donde una cabeza emerge del agua y los brazos aletean casi sin fuerza, lo empuja a salir corriendo, extrañado porque no entiende con claridad qué ocurre en la piscina. Tony se lanza al agua e intenta sacar a su hijo, pero el peso extra de las piedras se lo impide. No comprende, rabea, se enfurece. Ya sin fuerzas, AJ intenta explicar que se trata de los pies, de las piernas, de los tobillos, de las piedras. La confusión se acrecienta en Tony. Se sumerge. Desata los pies de su hijo. Lo saca del agua. AJ llora, Tony observa a su hijo y las bolsas con piedras.

Su primera reacción no es el dolor, sino la ira. El padre-amo se enfurece con el hijo que nunca ha podi­do estar a la altura de sus expectativas. Lo zamarrea, le grita, lo golpea con manotazos en la cabeza, quiere entender qué ha intentado hacer AJ. Por supuesto, Tony ya lo sabe, pero no es capaz de asimilar el acto de su hijo. La furia da paso al desconsuelo. Finalmen­te lo abraza, lo contiene, lo acaricia, percibiendo, a medida que avanzan los segundos, el horror que los ha rozado a todos.

La segunda escena corresponde a la serie Battlestar Galactica, específicamente a su temporada final, del año 2009. El objetivo de encontrar la tierra prometida, el planeta Tierra, se ha conseguido. Pero este logro está lejos de representar una conclusión positiva para los personajes. El planeta está devastado tras una catástro­fe ocurrida hace dos mil años. La superficie, su flora, el agua, absolutamente todo está contaminado por la radiación. Es un contra-clímax, desesperante y cargado de angustia. La serie acostumbra a tomar estos giros inesperados en su relato. La acción, entonces, se cen­tra en la oficial Anastasia Dualla, “Dee”, quien alguna vez estuvo casada con Lee, el hijo mayor del Almiran­te William Adama. Desde el punto de vista de Dee, el capítulo narra, con cierto naturalismo, su reencuentro con Lee, y luego la pequeña intimidad de su casillero —donde está la foto de su familia de cuando ella era pequeña, su antigua argolla de matrimonio, entre otros recuerdos—. No hay afectación en el gesto de Dualla, sino sonrisas cargadas de ternura y calma. Al final de la secuencia, toma su arma de servicio y se dispara en la cabeza. La muerte es instantánea y casi inesperada. Casi, porque como ocurre en la catarsis aristotélica, “los acontecimientos han sucedido contra lo esperado, pero en función unos de otros”.

Tras la sorpresa, los espectadores recapitulamos lo que ha sucedido antes con ella: su llanto sobre la arena de ese planeta destruido; la muerte, antes de su cuerpo, de la esperanza. Y llegamos a lo que me inte­resa: tendida sobre la camilla de autopsia, el cadáver de Dee descansa cubierto con una sábana gris. El al­mirante Bill Adama entra y se sitúa junto a la falleci­da. Destapa la parte superior para observar la cabeza masacrada de la oficial cuya lealtad fue inquebranta­ble en todo momento. El gesto de Adama no es en absoluto morboso. Lo que el almirante desea es mirar el horror en toda su magnitud, enfrentarse a las con­secuencias del largo viaje que han emprendido desde Caprica, cuatro años atrás.

A diferencia de Tony, lo primero que asalta a Bill Adama no es la ira, sino el dolor. Es una pena desga­rradora, brutal, un momento dramático que funciona —otra vez utilizando los términos de Aristóteles en su Poética— como Reconocimiento del estado de las cosas, que por otra parte el mismo Adama ha empu­jado y provocado. Adama llora y besa la cabeza mu­tilada de Dee. Entre lágrimas, le pide perdón, y por sobre todo, se culpa. En estos momentos específicos y selectos, asoma la piel más frágil del almirante Adama. Porque para él, su gente, los trabajadores del acorazado Galactica, son sus hijos. Se ha permitido decír­selo alguna vez a la piloto Starbucks. Ahora, en esta escena, no necesita verbalizar para demostrar que ha perdido a una hija.

Recalcati busca los síntomas del final del patriarca como lo hemos entendido hasta hoy. Pero no solo se queda en el diagnóstico, sino que es capaz de proyec­tar, a través de los antiguos mitos occidentales, una posible figura paterna que sea capaz de acompañar, inspirar y entregarles en herencia el ‘deseo’ a sus hi­jos e hijas.

Lo importante de Adama y su función dramática en Battlestar Galactica es que representa un modelo pa­triarcal diametralmente distinto al de Tony, que guar­da en sí una posible esperanza para una construcción masculina y paterna que pueda dialogar con los tiem­pos por venir, en armonía con sus hijos y también con la figura de las mujeres (y no solo como pareja, sino en el amplio espectro humano y social de ellas).

Si Bill Adama es un prospecto de padre, un po­sible futuro, entonces Tony Soprano representa al último patriarca en el relato seriado moderno, un mo­delo paterno enraizado en Edipo y su relación con la figura paternal: un padre-amo, agresivo, violento, que empuja al hijo a enfrentarlo como un rival, como un antagonista que se opone a él. Aunque, por supuesto, el Edipo está narrado desde el punto de vista del hijo, la relación de Tony con su entorno, y en especial con quienes tiene un nexo de amor paterno, está construi­da sobre la base de muchas de las características que define el psicoanalista y ensayista italiano Massimo Recalcati en su libro El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor, un ensayo preciso, denso, filoso.

Recalcati busca los síntomas del final del patriarca como lo hemos entendido hasta hoy. Pero no solo se queda en el diagnóstico, sino que es capaz de proyec­tar, a través de los antiguos mitos occidentales, una posible figura paterna que sea capaz de acompañar, inspirar y entregarles en herencia el “deseo” a sus hi­jos e hijas. No un padre-niño, débil y en permanente estado de adolescencia. Porque el padre-niño repre­senta el otro lado del espejo deforme en el cual se re­fleja la imagen del padre-amo: alguien que ha perdido la capacidad de transmitir el deseo, un adulto incapaz de asumir las responsabilidades que conlleva la Ley de la palabra (porque, ante todo, la libertad del deseo es un compromiso de responsabilidad con las gene­raciones futuras, el desafío de transmitirles un obje­tivo de trascendencia que anule el “goce mortífero”), cómodo en un hedonismo destructivo, infantilizado. “La libertad se libera de toda responsabilidad para de­fender la afirmación del goce narcisista como goce del Uno sin el otro”, dice Recalcati acerca de esta nueva figura filial.

Tampoco el antes mencionado padre-amo puede cumplir con las competencias para inspirar; solo es capaz de castigo y herida hacia su prole. Lo que Mas­simo Recalcati propone es la figura de Ulises como un modelo posible para la subsistencia del padre. Es un Ulises (al igual que Layo en el ejemplo de Edipo) observado y, sobre todo, esperado desde el punto de vista del hijo, es decir, de Telémaco. Porque Ulises trae con él, desde el mar, la esperanza, el orden, el equilibrio en un mundo devastado por el caos de los pretendientes de Penélope. “En el complejo de Telé­maco –dice Recalcati–, lo que está en juego no es la necesidad de restaurar la soberanía perdida del padre-amo. La demanda del padre que invade ahora el malestar de la juventud no es una demanda de poder y de disciplina, sino de testimonio. Sobre el escena­rio ya no hay padres-amos, sino solo la necesidad de padres-testigos”.

Esta distinción entre el padre-amo y el padre-tes­tigo es lo que justifica la escena de Battlestar Galac­tica. Porque, para mí, el almirante William Adama contiene muchas de las características que Recalcati identifica en lo que podríamos denominar un “padre telémico”, en contraposición al “padre edípico” que ha gobernado la construcción de la figura paterna en nuestras sociedades.

¿Qué son, entonces, un padre-amo y un padre-tes­tigo, posible reinvención del arquetipo paterno a ojos del futuro?

El padre, entonces, debe saber transmitir el deseo hacia la generación venidera. El problema es que el padre-amo no desea transmitir esta ley, sino repre­sentarla. Su voz atronadora, la mirada severa y el man­dato brutal no consiguen acompañar a los hijos, sino oprimirlos, violentarlos, coartarlos.

Recalcati explica que la función paterna está de­finida por una ley crucial, única, constitutiva de la condición humana en cuanto condición social. Esta ley es La ley de la palabra, que delimita el deseo con el fin de enfocarlo hacia la consecución de un objetivo mayor, trascendente. “Siendo el ser humano un ser de lenguaje, siendo su casa la casa del lenguaje, su ser solo puede manifestarse a través de la palabra”, escribe Recalcati sobre dicha ley, y continúa: “Es el aconteci­miento de la palabra lo que humaniza la vida y lo que hace posible la potencia del deseo introduciendo en el corazón humano la experiencia de la pérdida. ¿Qué significa esto? Significa que la vida se humaniza y se diferencia de la de los animales a través de su exposi­ción al lenguaje y al acto del habla”.

El padre, entonces, debe saber transmitir el deseo hacia la generación venidera. El problema es que el padre-amo no desea transmitir esta ley, sino repre­sentarla. Su voz atronadora, la mirada severa y el man­dato brutal no consiguen acompañar a los hijos, sino oprimirlos, violentarlos, coartarlos. Por eso es impor­tante lo que expresa Tony en el capítulo piloto de The Sopranos a la doctora Melfi, su analista: “¿Qué pasó con Gary Cooper? Antes el norteamericano promedio hacía simplemente su trabajo y callaba. El problema ahora es que todos quieren expresar sus emociones”.

¿Qué es esto, sino una negación a la Ley de la pa­labra, o una forma de volverla intrascendente en su esencia para ejercerla a su modo?

Para Recalcati, la Ley de la palabra exige un com­promiso y una responsabilidad enormes. Habría que, como padre, subyugarse a ella para poder transmitirla. Subyugarse, jamás encarnarla. El arranque dramático de The Sopranos es justamente la depresión de Tony, quien está agotado de representar la figura del pa­triarca, engullendo también sus emociones, sus pen­samientos, sus palabras. “La Ley de la palabra —la Ley simbólica de la castración— introduce un intercambio que está en la base de todo posible pacto social: la re­nuncia al goce de todo, a quererlo todo, a serlo todo, a disfrutar de todo, a saberlo todo, hace posible la obten­ción de un nombre”, dice Recalcati cuando explica los alcances de la Ley de la palabra.

Esta renuncia es la que Tony no es capaz de reali­zar. Como un animal insaciable, no tiene límites y lo quiere todo: acostarse con todas las mujeres, comer todos los alimentos, doblegar a todas las familias ma­fiosas de su entorno, adquirir todos los negocios, lícitos e ilícitos. En esta carrera demencial hacia el “goce mor­tífero”, carente de todo deseo, solo constituido por las ansias de consumir hasta la extenuación o la muerte, Tony encarna los vicios y desvíos del patriarca que no ha podido asimilar la herencia del deseo hacia sus hijos, y al igual que Cronos, termina devorándolos en todos los sentidos posibles. Frente a esta figura total y desme­surada –qué duda cabe: la altura de The Sopranos se debe en gran parte a todas estas contradicciones y profundidades en Tony–, se erige una posibilidad de padre que abraza y es capaz de guiar desde su frágil pero auténtica subjetividad: el almirante William Adama en Battlestar Galactica. Dos formas contrapuestas de la figura pater­na en la narrativa seriada contemporánea.

 

El secreto del hijo, Anagrama, 2020, 135 páginas, $17.000.

El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor, Anagrama, 2014, 176 páginas, $20.000.

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