Leslie Jamison: la sed desviada

La huella de los días —título que tributa al gran Billy Wilder y su filme Días sin huella— es un ensayo híbrido entre reportaje, crítica literaria e historia cultural del alcoholismo, que desmonta gran parte del mito malditista (y algo trasnochado) que vincula adicción con genialidad. También tiene mucho de autobiografía, pues su autora, doctorada en Yale y académica de la Universidad de Columbia, expone la soledad, la culpa y la vergüenza que le ocasionaron las múltiples recaídas que sufrió antes de abandonar el alcohol.

por Juan Íñigo Ibáñez I 16 Diciembre 2021

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El imaginario etílico ha tensado el arco na­rrativo de historias memorables: de Poe a London, pasando por el decadentismo a las vanguardias modernistas, la bebida ha sido portal de lucidez (“In vino veritas”), estimulante creativo, marca de inconformismo y promesa de genialidad. Como dijo Truman Capote: “No conozco a un solo escritor… que no sea un alcohólico”.

Pero, ¿puede la inspiración manar de otras fuen­tes?, ¿y hacia dónde mirar después de esas llamaradas? En ausencia de una narrativa que asocie arte con mo­deración, en La huella de los días Leslie Jamison sondea el inexplorado potencial creativo de la sobriedad. Se trata de un viaje por las sinuosidades y contradiccio­nes emocionales de su propio alcoholismo —con so­ledad, culpa y vergüenza tras las múltiples recaídas—, que la llevó a vislumbrar en la dinámica coral de Alcohólicos Anónimos las “posibilidades de la sencillez como alternativa a los ocurrentes pretextos de com­plejidad”. Algo que, a la larga, fue parte del antídoto.

Jamison, una borrada en apariencia atípica, con doctorado en Yale y académica de la Universidad de Columbia, se propuso desmontar gran parte del mito malditista (y algo trasnochado) que vincula adicción con genialidad. Y lo hace a través de un ensayo hí­brido entre reportaje periodístico, crítica literaria e historia cultural del alcoholismo que visibiliza el drama humano tras esa promesa, como los brutales tratamientos de desintoxicación a los que fue some­tida Marguerite Duras o los sudores y temblores del síndrome de abstinencia por los que atravesó el poeta John Berryman. También preguntándose si, al dejar los estupefacientes, algunos célebres escritores y can­tantes pudieron convertir la sobriedad —un terreno considerado plano y burgués por no pocos artistas— en un espacio “sexi” para la creación.

Pero, ¿por qué beben (tanto) los escritores? Según el periodista del New York Times J. Anthony Lukas, durante gran parte del siglo XX el alcoholismo tuvo entre los autores norteamericanos magnitudes epidé­micas: cinco de sus 12 premios Nobel de Literatura (William Faulkner, John Steinbeck, Eugene O´Neill, Sinclair Lewis y Ernest Hemingway) fueron alcohóli­cos irredentos. Y de acuerdo al crítico cultural Lewis Hyde, “aproximadamente la mitad de nuestros escrito­res alcohólicos eventualmente se suicidaron”.

Jamison bosqueja algunas respuestas: “El ansia es nuestro motor narrativo más poderoso”; y el “relato primario y absorbente de la adicción (…) uno de sus dialectos”.

Lo fue para John Berryman, “un oráculo frágil” para quien “el ansia era algo intrínseco (…) vino, tabaco, co­pas, más, más y más. Hasta quedarse hecho añicos”.

Si bien el imaginario febril y siempre rockero de la dependencia —aquel “claustrofóbico espacio por el que se obliga a reptar el yo adicto”— ha nutrido incon­tables obras, la ensayista cree que no pocos escritores, absortos en una extraña forma de solipsismo y auto­complacencia, han hecho de esas “fantasías de destruc­ción creativa” la materia prima de una apenas velada autoficción. Una narrativa extrema, seductora y repleta de hombres que sienten “las cosas del mundo de un modo más extenso que el común de los mortales, que conviven con la oscuridad hasta que, en un momento dado, el propio drama (…) se convierte en algo sobre lo que vale la pena escribir”.

¿Puede la inspiración manar de otras fuen­tes?, ¿y hacia dónde mirar después de esas llamaradas? En ausencia de una narrativa que asocie arte con mo­deración, en La huella de los días Leslie Jamison sondea el inexplorado potencial creativo de la sobriedad.

Aunque Patricia Highsmith anotó en su diario que “el alcohol hace al artista volver a ver la verdad, la sencillez y las emociones primitivas”, para las es­critoras la bebida rara vez tuvo connotaciones meta­físicas. Y es que lejos de ser genios clarividentes, Jane Bowles, Elizabeth Bishop o Jean Rhys a menudo fue­ron vistas como madres irresponsables o borrachas dignas de pena, y su dependencia, como “una forma de autocompasión o melodrama, de histeria, de sufri­miento gratuito”.

“Mientras el legendario borracho varón se las arregla para encarnar un envidiable abandono —la temeraria y autodestructiva búsqueda de la verdad—, su homóloga femenina es vista casi siempre como culpable de haber abandonado a los suyos, del delito de negligencia”, escribe Jamison. “Su alcoholismo la ha llevado a violar el primer mandamiento de su sexo: ‘Cuidarás de los demás’”.

Balada y dependencia

Presa de la noción romántica que emparenta sufri­miento con sensibilidad, con la perspectiva alterada y con ser “interesante”, Jamison sucumbió temprana­mente a esos mismos cantos de sirena. Cuando estu­diaba en el Taller de Escritores de la Universidad de Iowa, donde célebres borrachos como John Cheever, Denis Johnson o Raymond Carver fueron profesores, se fascinó con la disfuncionalidad etílica de Faulk­ner, Fitzgerald y Hemingway, así como con la sombra adicta de Burroughs y sus yonquis, de De Quincey y su opio. En los bares de la ciudad buscó huellas de aquella misma climatología genial, volátil y auténti­ca: “Si tanto necesitabas empinar el codo por fuerza tenías que estar sufriendo (…) beber y escribir eran dos respuestas distintas a ese mismo dolor punzante”.

También sabía que su capacidad para atribuir cier­to valor estético a esa disfuncionalidad —y de elevar a condición de fetiche su relación con la genialidad— era, en el fondo, fruto de un privilegio de raza y clase: el de “no haber sufrido nunca de veras”. En sus pro­pias palabras: “Yo soy precisamente una de esas bue­nas chicas blancas de clase media alta cuya relación con las sustancias estupefacientes se ha tratado como algo benigno o digno de lástima. Mi tono de piel es un salvoconducto que me permite emborracharme o colocarme impunemente”.

Graduada en las universidades de la Ivy League, fue una borracha altamente funcional, cuyo alcoho­lismo y esporádico consumo de cocaína no le impi­dió tener una brillante carrera académica ni lograr, antes de los 30 años, el éxito literario. Pero no por eso su dolor fue menos persistente. Aunque creció en un entorno privilegiado y en una familia que la ado­raba, también tuvo una adolescencia marcada por la anorexia, enfermedad que la hizo buscar anestesiarse y huir de sí misma para “desbaratar la conciencia y enmascarar sus desengaños”. En este sentido, el al­cohol venía con una promesa física: “Con esto, no te sentirás insuficiente”.

Aun así, aquella carencia era más bien opaca y no podía atribuirla a un único mito de dolor fundacio­nal. Pese a haber tenido una niñez más fácil que la mayoría, escribe, igual “terminó empinando el codo”.

‘Mientras el legendario borracho varón se las arregla para encarnar un envidiable abandono —la temeraria y autodestructiva búsqueda de la verdad—, su homóloga femenina es vista casi siempre como culpable de haber abandonado a los suyos, del delito de negligencia’, escribe Jamison.

Cuando su alcoholismo traspasó cierto umbral y aparecieron las mentiras del tipo “esta tiene que ser la última noche” (pero al final, terminaba siendo una noche igual a la anterior, con “la boca estropajosa y agria, agotada pero incapaz de conciliar el sueño”), una profunda sensación de vergüenza interna la llevó a contemplar, no sin cierto escepticismo, la posibili­dad de asistir a Alcohólicos Anónimos. La recupera­ción tiene fama de predecible y también de naif, por su cercanía a los relatos de autoayuda, por lo que la sobriedad la enfrentaba a otro dilema: que la hicie­ra perder el pulso narrativo y, al mismo tiempo, que la aplanara, haciendo de esa nueva vida apenas una prolongación aburrida en comparación al “fascinante incendio anterior”.

De yonquis y almas perdidas

Lejos de pavimentarle el camino hacia una luminosa redención, la desintoxicación la sumió en una dialéc­tica sinuosa y asfixiante que la llevó a tocar fondo, a amar aquello que podía matarla, a “no poder imaginar la vida sin las drogas y el alcohol, ni con las drogas y el alcohol”.

Algo que conoció bien Scott Fitzgerald, para quien su alcoholismo fue más bien una poderosa camisa de fuerza antes que un afrodisiaco creativo. “Equiparar la adicción a la variación —escribe Jamison—, es un lujo que solo puede permitirse quien no se ha pasado años contando las mismas mentiras a los dependientes de las tiendas de vinos y licores”.

Lo mismo experimentó George Cain —el autor de Blueschild Baby, un feroz retrato semiautobiográfi­co de dependencia—, quien absorto en un eterno día de la marmota, “consumía cada vez más heroína por­que el libro no avanzaba y el libro no avanzaba porque consumía cada vez más heroína”. Si bien en la novela el protagonista finalmente se recupera, Cain no pudo librarse de los imperativos físicos de su adicción.

“En realidad, la droga nunca ha ayudado a nadie a cantar mejor, ni a tocar mejor ni a hacer nada mejor”, insistía Billie Holiday, quien debió lidiar con los es­tereotipos de “artista torturada” y “yonqui depravada” que los medios proyectaban sobre ella, muriendo en­cadenada a una cama de hospital.

Y contra lo que pueda creerse, Carver escribió so­brio De qué hablamos cuando hablamos de amor, sus no­tables relatos impregnados de imaginario etílico. De­cía que estaban íntimamente ligados a su mejoría, “al hecho de haber recuperado un poco de autoestima (…) de sentirme digno como escritor y como ser humano”.

Jamison insiste en que la recuperación, lejos de ser un borrón y cuenta nueva, es un continuo tira y afloja que, en el fondo, jamás se acaba. “La realidad es que, cuando abrazas la sobriedad, no desaparece por ensalmo todo lo que te empujaba a beber”, dijo en una entrevista reciente para La Vanguardia. “El escritor so­brio ni siquiera permanece sobrio para siempre”.

Graduada en las universidades de la Ivy League, fue una borracha altamente funcional, cuyo alcoho­lismo y esporádico consumo de cocaína no le impi­dió tener una brillante carrera académica ni lograr, antes de los 30 años, el éxito literario. Pero no por eso su dolor fue menos persistente. Aunque creció en un entorno privilegiado y en una familia que la ado­raba, también tuvo una adolescencia marcada por la anorexia, enfermedad que la hizo buscar anestesiarse y huir de sí misma.

Si bien la ensayista cuestiona la idea de que “los demonios” derivados del uso y abuso de sustancias supongan un componente esencial para la creación, tampoco lo descarta del todo. El deseo es difuso, y el vínculo entre estupefacientes y creatividad, más com­plejo de lo que parece. Que la dependencia contenga una innegable amenaza de muerte no significa que otros no hayan extraído valor de esa experiencia. De hecho, esa ha sido precisamente la alquimia. “Si Amy Winehouse hubiese ido a rehabilitación aquella pri­mera vez, tal vez nunca hubiésemos escuchado Back to Black”, plantea.

Con todo, para la autora el arte jamás sustituye una vida. Algo que Carver también creía. Estuvo lo bastante cerca del horror para no saberlo. Cuando le preguntaban por sus años de alcoholismo, solía res­ponder: “Esa vida se ha ido, simplemente, y no puedo lamentar su muerte”.

La utilidad del cliché

Las mentiras que se contaba a sí misma para seguir bebiendo y el infernal loop de las recaídas, obligó a Ja­mison a aferrarse a Alcohólicos Anónimos, un ritual de purga y renovación en torno al dolor compartido donde contar historias es casi una estrategia de su­pervivencia. Son reuniones no aptas para pieles sen­sibles, a las que asisten trabajadores, exadictos vete­ranos y toxicómanos desesperados en busca de una segunda vida, y en las que un mantra de comodines verbales y frases manidas desbarata, como en el judo, las ínfulas de protagonismo y el pie forzado de la épica, así como cualquier tipo de identificación narcisista con el propio sufrimiento.

Aquella catarsis colectiva desmanteló sus propias ilusiones de excepcionalidad y le reveló, no solo una vida interior bastante más corriente de lo que creía, sino también la clave para articular su propio relato: un crisol testimonial de escritores, cantantes y exa­dictos comunes y corrientes que, por momentos, se asemeja bastante a una sesión de recuperación. “Ne­cesitaba —se lee en el libro— de la primera persona del plural porque la recuperación había consistido en una inmersión en las vidas de otros. (…) Nada en ese proceso había sido singular”.

La desintoxicación tiene muchas caras. John Be­rryman, por ejemplo, buscó expiar mediante la ficción lo que no pudo purgar su cuerpo, dejando testi­monio en su inacabada novela Recovery de “veintitrés años de caos alcohólico, con sus divorcios, humilla­ción pública, un trabajo perdido, lesiones varias y una hospitalización”.

Carver, por su parte, buscó dejar atrás sus demo­nios imaginando “el deseo en nuevos términos”, refu­giándose en sus amigos o pescando en el archipiélago de Juan de Fuca. Durante esos años que jamás imaginó llegar a vivir, sus relatos comenzaron a tener sutiles destellos de esperanza e impensados momentos de empatía. Quizás vislumbró una claridad nueva —u otra forma de embriaguez— que, a falta de mejores palabras, bien pudo haber sido la musa de la sobriedad.

 

La huella de los días. La adicción y sus repercusiones, Leslie Jamison, Anagrama, 2020, 632 páginas, $17.500.

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