Manuela Infante: romper el teatro

“Siempre encontré más inspiración en la teoría que en la ficción. Y el teatro surgió como una manera de probar sensible o irresponsablemente esas ideas que hallaba en la teoría”, dice en esta entrevista la directora de Estado vegetal, Metamorfosis y Cómo convertirse en piedra, por nombrar algunas de las obras que reformulan la estructura teatral y llevan al límite las ideas de representación, conflicto o desarrollo de personajes. Más parecidos a ensayos escénicos, sus obras se interrogan sobre la noción de identidad, la política y lo que existe entre la acción voluntariosa del ser humano y la inercia del objeto muerto.

por Alejandra Costamagna I 23 Junio 2022

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En una conferencia titulada “El teatro nunca ha sido humano”, hace un par de años, la directora, dramaturga y guionista Manuela Infante citaba a Ursula K. Le Guin para referirse al ciclo de teatro no antropocéntrico que había empezado a explorar. Era la entrada para repensar la disciplina y contrarrestar la idea moderna acerca de que lo humano es la medida de todas las cosas. Lo que citaba era el artículo “Teoría de la ficción de la bolsa de mano”, en el que Le Guin aventura la idea de una narrativa recolectora, alejada del relato clásico del cazador en combate, lleno de flechas y armas, que vuelve al hogar con su trofeo. El héroe, su hazaña y, zas, la victoria. Lo que plantea la escritora estadounidense, en cambio, es el relato como una bolsa para recolectar semillas, frutos, raíces, vegetales. Para Infante eso iba en estrecha sintonía con una dramaturgia que cuestionara la jerarquía entre humanidad y no-humanidad. Y era su estrategia para cambiar la forma del relato. ¿Cómo hacer un teatro vegetal, un teatro mineral? La respuesta no estaba en dar voz a lo “otro” (el objeto, la planta, la piedra), sino en buscar lo que hay de vegetal, de mineral, de no-vivo en nosotros. Poner el cuerpo de la obra a disposición de esa otredad para permitir una metamorfosis.

Infante, que también es música y ha grabado dos discos con su banda Bahía Inútil, llegó a estas ideas después de otros ciclos y experimentaciones. Llegó, quizás, a partir de un extrañamiento con la lengua. En 1982, cuando tenía dos años, partió con sus padres a Canadá y regresó a Chile en 1990, recién inaugurada la democracia. A sus 10 años no se hallaba en este país que era y no era el suyo. “Mi recuerdo es tratar de hablar en español y pasarme al inglés sin darme cuenta. Y todos los niños: jajajaja. Y yo: ¿qué estoy haciendo mal? Y ellos: estás hablando en otra lengua”. Al salir del colegio pensaba estudiar composición musical o filosofía, pero terminó matriculándose en teatro en la Universidad de Chile. Y la primera obra que estrenó, Prat (2001), causó polémica entre los sectores conservadores y la institucionalidad militar, que vieron en el montaje un agravio al héroe naval. Tanto así que un almirante en retiro de la Armada dijo que la propuesta “encarna la doctrina de Gramsci y pretende destruir todos los valores para tomar el poder”. Para Infante lo que escondía esa reacción era el miedo a admitir que había “una generación que empezaba a leer las cosas distinto”.

Además de Prat, con su compañía Teatro de Chile, que funcionó entre 2001 y 2016, siguió leyendo las cosas distinto en obras como Juana, Narciso, Rey Planta, Cristo, Ernesto, Zoo y Realismo. Y poco antes de la disolución del grupo, trabajó en proyectos independientes como Xuárez (2015), en dupla con el dramaturgo Luis Barrales. Ya entonces cuajaba esa atención cuidadosa en la arquitectura de la obra, que hacía ver sus piezas más semejantes a una colección de semillas que a una flecha en el tiempo. Así ocurrió en 2018 con Estado vegetal, interpretada por Marcela Salinas, donde exploraba conceptos como “inteligencia vegetal” o “alma vegetativa”. Y también en Idomeneo, en la que junto al músico Diego Noguera creaba una suerte de concierto hablado y electrónico. Ese mismo año Infante hizo una residencia en Japón, y producto de esa estadía y de lecturas que fueron desde Nietzsche hasta Donna Haraway, pero también de la revuelta de 2019 en Chile y de la pandemia, surgió Cómo convertirse en piedra. Si en Estado vegetal habitaba el universo de las plantas, acá nos sumergía en la lógica mineral. Y las capas de tiempo que conforman una piedra se cruzaban con las capas de sonido producidas por tres pedales de loop. Voces trenzadas y superpuestas, resonancias más que personajes, actores como ventrílocuos de un sonido ajeno repetido hasta el infinito. La exploración sería llevada al extremo en Metamorfosis, estrenada en Bélgica en 2021, en la que Infante adaptó el clásico de Ovidio y se detuvo en un puñado de mujeres exiliadas a la no-humanidad por no dejarse violar. Mujeres convertidas en vacas, en ríos, en flautas, en viento. Mujeres mutiladas, como Filomela, a quien el cuñado viola y arranca la lengua. “Imagina una voz. / Es el grito de un animal. / Hecho por una máquina. / Esa es mi voz”, escuchamos en inglés, en un sonido que es habla y canto. Pero también leemos frases desplegadas en el muro. Versos sueltos. Una cortina de palabras que hace las veces de un río. La poesía se filtra en medio de la oscuridad y con Diego Noguera otra vez el sonido inunda el espacio. Lo “otro” acá viene a ser algo más abstracto: ya no cosas, plantas o piedras, sino la voz.

Citar es una práctica mucho más común y cotidiana de lo que pensamos. Sin ir más lejos, hablar es citar. Yo entiendo las obras como una especie de toqueteo de distintos pensamientos de autores y de mis propias ideas. En el fondo lo digo para distinguir eso del ejercicio de contar historias, que para mí nunca ha sido el motor.

Experimentos semejantes son los que Infante y Noguera han hecho en Fuego, fuego y Noise, estrenadas en Europa en los últimos meses. Una dupla que hace teatro mientras hace música. Y tal como ocurría en Cómo convertirse en piedra, la revuelta de 2019 se cuela como una flecha ciega en los nuevos proyectos. Durante 2022 y 2023 Manuela seguirá yendo y viniendo, de un continente a otro, y ya tiene en carpeta al menos tres obras: Horizonte, que estrenará en 2023, y otras dos que abordan asuntos tan diversos como el petróleo o los finales. Aunque hablar de “asuntos” no es lo más adecuado. Porque lo que ella hace es crear ensayos escénicos en los que ofrece destellos de un pensamiento indisciplinado. “Siempre encontré más inspiración en la teoría que en la ficción. Y el teatro surgió como una manera de probar sensible o irresponsablemente esas ideas que hallaba en la teoría”, dice Infante, que en 2006 cursó un magíster en Estudios Culturales en Ámsterdam.

¿A qué te refieres cuando dices “irresponsablemente”?
A tomar autores y temas y hacer un menjunje sensible con esas cosas, sin tener que hacerme cargo de que esto venga de aquí o de allá. Y también a no traer a la luz todos los contenidos. Para mí, mantener en la oscuridad ciertos territorios es cada vez más importante como práctica.

Tu forma de citar, de hecho, es súper paródica. Más libre, desde el lugar de la creación.
Y desde el lugar del juego. A eso me refiero también con la irresponsabilidad. No puedo evitar pensar en Judith Butler cuando dices lo de la cita. Incluso el género es algo que se nos hace materia en tanto citamos una norma. Citar es una práctica mucho más común y cotidiana de lo que pensamos. Sin ir más lejos, hablar es citar. Yo entiendo las obras como una especie de toqueteo de distintos pensamientos de autores y de mis propias ideas. En el fondo lo digo para distinguir eso del ejercicio de contar historias, que para mí nunca ha sido el motor.

A estas alturas has resignificado la palabra “dramaturgia”. Ya no como sentarte a escribir una obra, sino una máquina mucho más compleja. ¿En qué términos puedes decir hoy que eres dramaturga?
En términos de componer espaciotemporalmente cuerpos, ideas, sonidos, palabras. Esa composición me parece que es dramaturgia. Creo que la idea de la dramaturgia apegada al texto ya fue, ese giro ya ocurrió.

Has dicho también que ves el teatro como una forma de hacer filosofía musical. ¿Cómo se juntan las tres cosas?
El teatro aparece como un punto intermedio porque es puro ritmo y también puras ideas. Entonces junta música y filosofía. Y porque es un sistema complejo con todas estas dimensiones: el espacio, el evento, los cuerpos, las personas, las biografías… Esa complejidad me gusta porque tiene vida propia. Y ahí quizás empezamos a tocar lo no antropocéntrico, porque lo que pasa en escena no siempre tiene que ver con la voluntad y menos con la voluntad de los seres humanos. En ese sentido, lo encuentro un espacio medio sacro, entre comillas. Poco moderno, en términos de la concepción de lo humano que ejecuta acciones.

Creo que nunca he hecho una obra donde una actriz equivalga a un personaje. Salvo en Prat quizás. Con Estado vegetal se hace evidente la polifonía, porque es un rasgo particular de las plantas. Pero siempre las actrices de mis obras vocean varios personajes. Ahí hay algo súper político, vinculado con lo posidentitario: una resistencia a la noción de identidad como algo fijo, estable.

Lo no-humano era algo que ya asomaba en Zoo, pero que abordas más directamente en Realismo. ¿Cómo llegas ahí?
En Zoo trabajé harto con el texto A la escucha, de Jean-Luc Nancy, que habla del límite entre el sonido y el significado en una palabra. Y de la diferencia entre escuchar y entender, por decirlo en términos burdos, porque él lo dice precioso. Y también con la idea, que viene de Mímesis y alteridad, de Michael Taussig, de que la imitación es algo distinto de la representación, en el sentido de que representar implica hacer una síntesis conceptual de algo para traerlo al presente e imitar, en cambio, es buscar ser algo que es completamente otro con el propio cuerpo.

Has mencionado también la teoría del actor-red, de Bruno Latour, en estas aproximaciones.
Claro, para alguien que hace teatro su teoría es explosiva, porque empieza a usar todas las palabras de la disciplina: actor, acción… Primero que nada actor ya no es un ser humano, sino que actúa cualquier cosa que tenga efecto. Y eso es un actante. Y acción sería el resultado de la interacción entre estas fuerzas. Ese es el tipo de cosas que me movilizan. Cuando me encuentro con algo así, digo “esto va a cambiar el teatro”. Me motiva mucho cuestionar la disciplina y ver hasta dónde se puede estirar y qué límites tiene.

En Realismo estiras harto la cuerda en la descomposición de la forma. Primero vemos un espacio chiquito en un registro muy realista y termina en una especie de caos que arrasa con todo.
Es que la obra parte de una cita al realismo teatral, que es el antropocentrismo por definición, y va rompiendo lo que se espera de ella para navegar hacia estos “nuevos materialismos”. Y está también la idea de que tiene que existir una gama de posibilidades de accionar en el mundo que no sea la voluntad pura o estar muerto. Tiene que haber otras gradaciones del actuar, un intermedio entre la acción voluntariosa del ser humano y la inercia del objeto muerto. Y eso inaugura el ciclo que es Realismo, Estado vegetal, Cómo convertirse en piedra y las demás.

¿Cuál fue el primer impulso para pasar de la materialidad de los objetos a las plantas en Estado vegetal?
En algún momento me encontré con Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, de Stefano Mancuso, que es un libro cortito en el que tira 10, 11, 15 ideas que de nuevo me permitían romper el teatro. Cómo se escribe una obra ramificada, en vez de que se organice alrededor de un centro. O qué significa que la persona en el escenario sea fototrópica, que siga la luz como lo hace una planta y no al revés. O la polifonía: que las plantas son multitudes, no individuos. El desafío era convertir esas leyes del reino vegetal en leyes para construir la teatralidad.

Marcela Salinas reúne en sí misma muchas voces. Son como coros que la habitan. ¿Cómo aparece eso?
Ahora que lo dices, creo que nunca he hecho una obra donde una actriz equivalga a un personaje. Salvo en Prat quizás. Con Estado vegetal se hace evidente la polifonía, porque es un rasgo particular de las plantas. Pero siempre las actrices de mis obras vocean varios personajes. Ahí hay algo súper político, vinculado con lo posidentitario: una resistencia a la noción de identidad como algo fijo, estable.

Cuando las cosas pasan al territorio de la institucionalidad o se reintegran revoluciones al lenguaje del poder, el asunto se pierde. Yo soy una feminista muy de ese tipo. Y no solamente una feminista: también pienso políticamente así. Entonces lo primero que supe en Metamorfosis fue que no iba a ser una obra acerca de cómo estas mujeres recobran sus voces, sino qué voces hay en esas animalidades también, qué otras elocuencias.

Has dicho que en algún momento se te volvió problemática la idea de hablar en la voz del otro. Pero en Realismo aún no lo resolvías del todo. De alguna forma había un intento por dar voz a los objetos…
Realismo fue la gran debacle que me hizo dar cuenta de que este era un asunto ético que debía transformarse en estético. Que la pregunta era cómo voy a hacer una obra con, sobre, a través, por estas otredades sin apropiación. Y esa es la pregunta política que está en el centro de estas obras. Y todas son respuestas ético-estéticas-metodológicas. La manera de operar es que la obra “se comporta como”. Y eso corre para las plantas, las piedras, la voz, el fuego o el ruido.

En Cómo convertirse en piedra se empieza a colar lo que ocurre mientras vas armando la obra. La revuelta y la pandemia tienen una resonancia especial: el extractivismo, las zonas de sacrificio, las vidas vivibles e invivibles, la exhumación de huesos, en fin. ¿Cómo fue eso?
Bueno, fue un alojadero de tristeza. Creo que es una obra oscurísima y, si bien tiene humor, es el más negro de todos. Me doy cuenta de que en este tiempo ha aparecido algo político de forma más explícita para mí. Eso está en Cómo convertirse en piedra, pero también en Noise, que es sobre alguien que pierde los ojos en la calle. O sea, la obra trata de la diferencia entre ruido y señal, pero está lo de los ojos. Y Fuego, fuego va, entre otras cosas, del incendio de Santa Olga y de las barricadas. Jamás pensé que iba a hacer una obra que abordara la violación y, sin embargo, ahí está en Metamorfosis. Pero me atrevo a ir explícitamente, porque sé que la pega estructural la estoy haciendo. No me atrevería a hablar de feminismo ni de barricadas ni de mutilaciones si no sintiera que los movimientos estructurales políticos los estoy ejecutando. Lo que me hincha es cuando hay tematización de cosas, pero estructuralmente nada.

En Metamorfosis la voz aparece como aquello que está en una frontera, y que se ha querido apropiar y colonizar en nombre de lo humano. ¿Dirías que es el eje?
La imagen que rige Metamorfosis es la lengua de Filomela que queda hablando sola. En el mito pasan muchas más cosas después, que nunca pesqué. Filomela y la hermana se vengan y hacen que el hombre se coma a su propio hijo. Si una quisiera hacer una lectura feminista de primer orden se habría ido por ahí. Pero para mí la lengua hablando sola en el piso palabras ininteligibles es el universo entero. Mi decisión tiene que ver con seguir cuestionando la transparencia entre sistemas de poder o paradigmas en la diferencia. Cuando contaba que estaba haciendo Las metamorfosis, me decían: “Ah, le vas a devolver la voz a las mujeres”. Y yo: “No, no, yo no quiero hacer eso”. A Filomela le han quitado el habla con la violación y de eso se desprenden dos lenguajes: la lengua que habla sola y el mensaje que arma en el telar para contarle a la hermana. Y ahí aparece el cuestionamiento de por qué vamos a querer recuperar el lenguaje con el que hemos sido violentadas.

La apuesta sería subvertir las cosas en su estructura misma: salir del relato del cazador, de algún modo.
Es que para mí, cuando las cosas pasan al territorio de la institucionalidad o se reintegran revoluciones al lenguaje del poder, el asunto se pierde. Yo soy una feminista muy de ese tipo. Y no solamente una feminista: también pienso políticamente así. Entonces lo primero que supe en Metamorfosis fue que no iba a ser una obra acerca de cómo estas mujeres recobran sus voces, sino qué voces hay en esas animalidades también, qué otras elocuencias. Y eso tiene que ver, si lo piensas, con no hacer una obra de plantas que hable por las plantas, de piedras que hable por las piedras. Al final es la misma pregunta ética.

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