Notas sobre el caleidoscopio cumbiero

Si bien la profundidad de cada texto en la antología Cumbia somos resulta desigual, el barullo colectivo de estas voces susurra un puñado de verdades inobjetables sobre este estilo musical, entre ellas su transversalidad, su capacidad de reinventarse en cualquier contexto y la plasticidad que le permite ser reformulada en manos de músicos tan diversos como Gilda, Enrique Delgado, Los Temerarios y Aldo “Macha” Asenjo.

por Rodrigo Olavarría I 5 Febrero 2025

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Hace unos años se viralizó la frase “la cumbia es el nuevo punk”, y una caldera en mi interior estalló: me pareció una trivialidad comparar un efímero subgénero del rock con un género musical con al menos 150 años de vigencia y polifórmica mutación. Pero con el tiempo concedí que la frase apuntaba a los nuevos espacios que la cumbia se había tomado, a las políticas de autogestión que la hacían posible en nuevos contextos y a quiénes la escuchaban y bailaban. Y otra cosa: si hay algo que puede decirse de la cumbia es que es siempre nueva.

La cumbia y sus caleidoscópicas transformaciones es el tema que cruza Cumbia somos (2024), una compilación de textos breves de una treintena de plumas de toda Latinoamérica, coordinada por los periodistas Enrique Blanc y Humphrey Inzillo, un trabajo valiosísimo, surgido de la alianza de universidades de México, Argentina, Chile y Colombia. En este último lustro, el mexicano Enrique Blanc ha sabido aliarse a periodistas melómanos —como él— para desarrollar antologías similares a Cumbia somos, por ejemplo, Cantoras todas (2020), junto a la quiteña Gabriela Robles y el porteño Humphrey Inzillo, donde construyeron un mapa actual de la canción escrita e interpretada por mujeres; Canciones de lejos (2021), con el periodista y músico chileno Gonzalo Planet, con quien exploró las conexiones musicales entre Chile y México; y Sabor peruano (2022), junto a Luis Alexander Pacora, con quien trazó un recorrido por los últimos 100 años de música peruana, yendo de la canción criolla, al rock y a la cumbia amazónica.

Cumbia somos ofrece reflexiones accesibles, aunque de valor desigual, en tres secciones, una sobre íconos claves, otra sobre escenas nacionales y otra sobre nuevas figuras del universo cumbiero. Lo abre un prólogo del bogotano Mario Galeano, fundador de Frente Cumbiero, Los Pirañas y Ondatrópica; solo tres de los proyectos con que ha abierto parajes al ritmo de la guacharaca. Luego, un texto de Luis Daniel Vega sobre la industria fonográfica colombiana entrega una mirada al incierto origen de la cumbia, casi una página de realismo mágico con la costa atlántica colombiana como telón de fondo, donde se encuentran la sonoridad indígena de la maraca y la flauta llamada kuisí o gaita con la de los tambores africanos, para luego recibir el aporte europeo del texto y la idea de canción. La misma conjunción que en otras latitudes hizo posibles frutos musicales tan nobles como el son, la samba, el carimbó y, por qué no decirlo, el tango.

El libro reboza de accidentes comparables al descubrimiento de la penicilina, momentos en que el azar y la objetividad se aliaron para iluminar el futuro de la cumbia, como aquel día en que el desgaste de una tornamesa dio origen a las cumbias rebajadas, el viaje a Nueva York en que Polibio Mayorga escuchó por primera vez un sintetizador Minimoog, el accidente en moto que dejó postrado a Pablo Lescano y lo convirtió en un súper productor; o el quiebre entre Rossy War y Tito Mauri, que llevó a este a componer la inolvidable ‘Nunca pensé llorar’.

En la primera sección del libro destacan los iluminadores perfiles de Polibio Mayorga, Los Ángeles Azules y Totó la Momposina, mientras que las siluetas de Gilda y Celso Piña parecen delineadas con cierta flojera. En la sección de panoramas nacionales no hay pérdida, todo son lecciones de musicología y canciones que buscar. La tercera sección, dedicada a figuras actuales, incluye un hermoso perfil de Rossy War, la reina de la tecnocumbia, la hagiografía de Pablo Lescano y la ruta psicodélica de la cumbia villera, para seguir con referentes inescapables como los bogotanos Eblis Álvares, Mario Galeano y Pedro Ojeda; y Yeison Landero, heredero del genial Andrés Landero, entre otros. Casi al final del libro, Cristóbal González aborda los últimos 20 años de la cumbia en Chile, relevando la importancia de la Fonda Permanente y situando bandas como Chico Trujillo, Banda Conmoción, Santaferia, Villa Cariño, Juana Fe y La mano ajena, entre otras.

El libro reboza de accidentes comparables al descubrimiento de la penicilina, momentos en que el azar y la objetividad se aliaron para iluminar el futuro de la cumbia, como aquel día en que el desgaste de una tornamesa dio origen a las cumbias rebajadas, el viaje a Nueva York en que Polibio Mayorga escuchó por primera vez un sintetizador Minimoog, el accidente en moto que dejó postrado a Pablo Lescano y lo convirtió en un súper productor; o el quiebre entre Rossy War y Tito Mauri, que llevó a este a componer la inolvidable “Nunca pensé llorar”.

Si bien el interés y la profundidad de cada texto varían, el barullo colectivo de estas voces susurra un puñado de verdades inobjetables sobre la cumbia, entre ellas su transversalidad, su capacidad de reinventarse en cualquier contexto y la plasticidad que le permite ser reformulada en manos de músicos tan diversos como Gilda, Enrique Delgado, Los Temerarios y Aldo “Macha” Asenjo. Quizás el disco de oro de la sonda espacial Voyager, la antología definitiva que representa a la humanidad, debió incluir al menos una cumbia.

 


Cumbia somos, Enrique Blanc y Humphrey Inzillo (coordinadores), CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile, 2024 , 314 páginas, $22.000.

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