En su último libro, Un mar sin límites, el inglés acomete una labor que cualquiera calificaría como titánica: adentrarse en los océanos Pacífico, Índico, Atlántico y, en menor medida, el Ártico, para analizar desde allí la política, la cultura, la influencia de la religión y las decisiones de muchos personajes históricos. Donde cualquiera se hundiría, Abulafia nada. Y lo hace con un estilo fascinante, que combina hallazgos arqueológicos recientes, archivos históricos y mitos ancestrales conservados por la tradición oral.
por Pedro Pablo Guerrero I 16 Junio 2025
Recordaba Fernand Braudel que el mar es algo más que una fuente de alimentos. “Es también, y ante todo, una ‘superficie de transporte’, una superficie útil, si no perfecta”, remarcaba el influyente historiador francés, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949).
Profesor emérito de Historia del Mediterráneo en la Universidad de Cambridge, David Abulafia (Twickenham, Inglaterra, 1949) dedica a esas mismas aguas intercontinentales su obra El gran mar. Una historia humana del Mediterráneo (2011). Pero difiere de la mirada de Braudel —de quien fue alumno— en el alcance temporal de su estudio. El historiador británico no se limita a un período determinado (el siglo XVI, por ejemplo), sino que abarca desde el año 22.000 a.C. hasta el presente, lo que en términos estructuralistas sería considerado un enfoque diacrónico y no sincrónico, entendiendo este último como la instantánea de un momento acotado del sistema. También se aleja de su maestro francés al interesarse por aspectos de la historia política, la cultura, la influencia de la religión y las decisiones de ciertos personajes históricos que fueron minimizados por la Escuela de los Annales, más atenta a los largos procesos económicos, sociales y mercantiles que se establecen entre las civilizaciones, cuando entran en contacto gracias a esa vasta “superficie de transporte” salada, para usar el término braudeliano.
Un mar sin límites. Una historia humana de los océanos sigue el derrotero trazado por Abulafia en El gran mar, que estaba dedicado solo al Mediterráneo. “Al igual que ese texto —afirma el investigador—, el presente tiene más vocación de crónica humana que de historia natural, dado que en él destaca el papel de los mercaderes, a menudo intrépidos, como motores del establecimiento y la conservación de esos contactos”. Abulafia hace notar que el mar cubre aproximadamente el 70% del planeta y que el Mediterráneo apenas representa el 0,8% de la superficie marítima total del globo terrestre. Al restante 99,2% de la masa global de agua salada, que aportan los océanos Pacífico, Índico, Atlántico y Ártico, Abulafia le dedica este volumen: Un mar sin límites es un mamotreto intimidante, que supera las 1.300 páginas. Sin embargo, es una obra de lectura amable, pues su autor sabe matizar minuciosas descripciones geográficas con historias fascinantes que provienen tanto de hallazgos arqueológicos recientes como de archivos históricos y mitos ancestrales conservados por la tradición oral.
Los primeros dos de sus 51 capítulos reconstruyen la historia de los contactos humanos en el Pacífico —“el océano más antiguo”, como lo denomina Abulafia—, a partir de pruebas encontradas en yacimientos prehistóricos y de las abigarradas leyendas de los pueblos polinésicos; audaces navegantes que surcaron enormes distancias de una isla a otra en Oceanía, incluyendo Rapa Nui. Respecto del poblamiento de este alejado territorio, Abulafia hace gala de un rigor científico que no ceja en todo el libro: se muestra severo para rebatir la hipótesis del explorador noruego Thor Heyerdahl (lo llama “promotor de su propia fama”), quien se obsesionó con demostrar que los habitantes originarios de la isla, y los polinesios en general, descendían de pueblos amerindios. “Las pruebas que nos proporcionan tanto el ADN como la difusión de las lenguas austronesias demuestran inequívocamente que los polinesios emigraron de oeste a este y no de este a oeste”, refuta Abulafia. Ni siquiera la balsa Kon-tiki, que construyó Heyerdahl, guarda el menor parecido con las barcas que utilizaban los polinesios en toda Oceanía. Es más, el aventurero escandinavo copió la forma de almadías a vela ideadas por los pueblos altiplánicos tras la conquista española del imperio inca. El anacronismo es completo y, al desenmascararlo, Abulafia se revela como un desfabulador implacable.
Obras literarias, hallazgos arqueológicos y documentos cotidianos son “los tres sillares básicos sobre los que se asienta la primitiva historia del género humano”, establece el autor de Un mar sin límites. Sediento por encontrar pruebas, Abulafia no puede ocultar su frustración al no hallarlas en sus investigaciones. Habrá quienes lo acusen de tener una mirada eurocéntrica, ciega a las manifestaciones culturales de pueblos que dejaron huellas más débiles de su paso por el mundo. Sin embargo, es el propio historiador quien hace una crítica inesperada. A propósito de los ramales de cuerda anudados que usaban para comunicarse algunos habitantes de Nueva Zelandia, Abulafia observa: “Es muy frecuente que los pueblos aparentemente desprovistos de un sistema de lectoescritura desarrollaran métodos mnemónicos propios, y que a la arqueología se le da muy bien hallar inscripciones en piedra, pero no tanto encontrar cabos anudados”.
Que Abulafia desmonte fábulas cada vez que se tope con ellas no significa que desprecie los mitos. Por el contrario, de Sumeria (“la primera civilización propiamente dicha que haya conocido el mundo”) le interesan tanto las tablillas de escritura cuneiforme que registran transacciones comerciales como las que contienen numerosas referencias a tierras legendarias, como Dilmún, una especie de País de Nunca Jamás o “morada de los bienaventurados”, donde habitaba Ziusudra, un héroe primordial que sobrevivió al Gran Diluvio y al que le fue concedida la vida eterna. El enclave de Dilmún evolucionó de ser una especie de paraíso terrenal a convertirse en un lugar real, lleno de barcos, mercaderes y tesoros. Abulafia se pregunta si la información arqueológica permite probar que Dilmún no era solo una fantasía de los poetas sumerios. Recientes descubrimientos, en efecto, permitirían situarlo en Baréin.
Algo similar ocurre, en el contexto de la civilización egipcia, con en el país de Punt o “la tierra del dios”. Esta región es mencionada, por ejemplo, en “Historia de un marinero náufrago”, relato escrito sobre un papiro entre los años 2500 y 2200 a.C. Tras zozobrar la nave en la que viajaba, su protagonista llega a una isla donde abundan frutas de toda clase, así como peces y aves. El señor del lugar se llama Punt: una serpiente gigantesca, de larguísima barba, escamas doradas y cejas de lapislázuli. El dios-serpiente le obsequia al navegante un valioso cargamento de productos autóctonos que transporta en el barco que finalmente llega a buscarlo. Abulafia deduce que el lugar del relato es Socotora, una isla en la que abundaban resinas aromáticas y artículos de lujo, situada enfrente de Yemen. A principios del siglo XV a.C., la reina Hatshepsut organizó una gran expedición al país de Punt en busca de mirra, ébano, marfil, animales exóticos y, por supuesto, oro. Signos todos del poder real y, en el caso de la mirra, producto esencial para el proceso de momificación y la elaboración de inciensos que la casta sacerdotal empleaba en sus ceremonias para despedir a los faraones en su viaje al más allá.
Tanto Dilmún como Punt fueron, en un comienzo, regiones de localización imprecisa, rodeadas de un aura misteriosa. “Esta característica —apunta Abulafia— es una constante en la historia marítima, en la que siempre ha producido fascinación la noticia de la existencia de unas lejanas tierras adornadas por cualidades portentosas, en las que no solo podía encontrarse agua dulce y comida en abundancia, sino que respondían a la imagen misma del paraíso o constituían una clara señal de que este se hallaba en las inmediaciones”.
Así lo prueban historias medievales como la leyenda irlandesa de san Brandán, quien se internó audazmente en el Atlántico en compañía de unos monjes para buscar unas islas donde estaría localizado el paraíso… o al menos un emplazamiento remoto más apropiado para llevar una vida monástica alejada del mundanal ruido. El propio Cristóbal Colón pensó que se encontraba cerca del edén cuando descubrió la isla caribeña de La Española (Santo Domingo) en 1492. Pero incluso en el imaginario chino, el almirante Zheng He, que dirigió siete expediciones colosales por el océano Índico entre los años 1405 y 1434, fue protagonista de un viaje escatológico. En 1597, un escritor llamado Luo Maodeng publicó una novela sobre los viajes encomendados a Zheng He por el emperador Yong-le, perteneciente a la dinastía Ming. En el libro, el almirante visita el Inframundo, es decir, el más allá. Una fantasía que, en todo caso, escandaliza menos a Abulafia que las especulaciones del científico y ensayista inglés Joseph Needham, quien creía posible que Zheng He o navegantes chinos posteriores visitaran Australia y Sudamérica.
La esperanza de llegar a territorios prodigiosos, empujada por motivaciones espirituales, se cruza con el más brutal materialismo en la leyenda de El Dorado. “La incesante búsqueda de lugares en los que obtener oro se hallaba estrechamente relacionada con la captura de esclavos”, admite Abulafia. El explorador español Juan de la Cosa se encontró en las costas de Sudamérica con pueblos que iban desnudos, a excepción de los hombres, quienes llevaban fíbulas penianas, algunas hechas de oro. Corrían rumores de que, en la misma zona, tierra adentro, había un gran templo adornado con ídolos recubiertos de ese metal precioso. De la fusión de estas historias y otras parecidas nació el mito de El Dorado. Una leyenda de consecuencias funestas, hecha del “material con el que se forjan los sueños”, para usar la célebre frase de Sam Spade (Humphrey Bogart) en la película El halcón maltés.
En Un mar sin límites la figura de los navegantes que alcanzaron fama —hasta el punto de bautizar con el nombre de alguno de ellos a un continente entero— no es más significativa que la de miles de comerciantes anónimos: son ellos quienes “convirtieron los tenues lazos creados por los descubridores de las rutas en enlaces sólidos y fiables”, insiste Abulafia. Estos mercaderes no solo asumieron riesgos económicos, sino que muchas veces se jugaron la vida movidos por el deseo de obtener beneficios en tierras lejanas, contribuyendo a la formación de importantes ciudades costeras y facilitando la ocupación humana de regiones deshabitadas. Fueron ellos los que, en la práctica, hicieron real, tangible y operativa la idea de los antiguos geógrafos que imaginaban un único okeanos de aguas mezcladas, concepto reflotado por el moderno término “Océano Mundial”, para referirse a que el conjunto del volumen acuático del planeta forma una sola unidad. Una “superficie de transporte” surcada en el presente por enormes barcos cargados de contenedores que atracan en megapuertos como el de Hong Kong, que mueve 20 millones de contenedores al año y por el que pasan, en el mismo período, 300 millones de toneladas, la mayoría procedentes de la República Popular China o con destino a ella. Un país que “ha dejado de dar la espalda al mar”, constata Abulafia, como no se veía desde los tiempos de Zheng He, en una evidente carrera por adelantar a sus vecinos y, sobre todo, a Estados Unidos y Europa.
Un aliado imprevisto de este esfuerzo es el calentamiento global: si los hielos del Ártico siguen retrocediendo al ritmo que lo han hecho en la última década, permitirán la implantación regular de un tráfico naval por el paso del Noroeste, reduciendo en un 20% el tiempo necesario para cubrir la distancia entre Europa y el Extremo Oriente.
Abulafia lamenta, por otro lado, el enorme daño medioambiental que amenaza a la vida acuática y pide a la Unesco declarar Patrimonio de la Humanidad a la suma de todas las extensiones marinas, que están entrando en una fase inédita. “Podemos afirmar sin exageración que, en el arranque de este siglo XXI, el mundo oceánico de los últimos cuatro milenios ha dejado de existir”, concluye el historiador británico.
Un mar sin límites es una obra tan erudita como original, en la que el especialista encontrará datos actualizados de gran interés, mientras el lector común sentirá la necesidad irresistible de profundizar en el océano de conocimientos que le revela Abulafia.
Imagen de portada: Carta universal (1500) de Juan de la Cosa, un explorador español que viajó con Colón, Ojeda y Vespucio en diferentes expediciones al Nuevo Mundo.
Un mar sin límites. Una historia humana de los océanos, David Abulafia, Crítica, 2021, 1.391 páginas, $58.900.