El sociólogo Eugenio Tironi no duda en calificar al expresidente y líder de la Unidad Popular como “un hombre de su tiempo”. Pero en Ajuste de cuentas, su libro recién publicado y del que ofrecemos este extracto, subraya que es necesario ir más allá: “Allende y su época no solo caminaron juntos, sino que dejaron de existir al unísono, en el preciso instante en que el primero se quitó la vida. Este doble final, a su vez, determinó en buena medida el curso refundacional de la dictadura y la consecuente revolución capitalista que inauguró un nuevo ciclo histórico en el país. Para decirlo de otro modo, no es posible comprender lo ocurrido en Chile desde 1973 en adelante sin vincular la historia desde la cual se asoma Allende con aquella que se construye sobre las ruinas que deja su muerte”.
por Eugenio Tironi I 11 Septiembre 2024
Hacia fines de la década de 1920, casi la totalidad de las corrientes políticas chilenas coincidieron en una estrategia de desarrollo que, según la clásica definición de Aníbal Pinto, se estructuraba en torno a tres pilares: 1) la industrialización apoyada por el Estado y orientada a la economía doméstica; 2) un sistema político en lenta pero sostenida expansión; y 3) la incorporación —no menos paulatina— de nuevos grupos sociales a los caminos del progreso, léase clases medias, trabajadores, campesinos y población marginal urbana, por cierto en ese orden.
Este fue el horizonte o la fantasía que guio durante el periodo 1930-1973 a la clase dirigente chilena, tanto política como intelectual, empresarial como sindical, militar como religiosa, santiaguina como provinciana. El campo más progresista agregaba otros objetivos, como la modernización de la agricultura a través de la reforma agraria y la mayor participación del Estado en la renta minera mediante la nacionalización del cobre; pero, miradas a la distancia, las diferencias no apuntaban a distintos modelos de sociedad.
Ese proyecto, asimismo, marcó el ideario y la trayectoria completa de Salvador Allende, quien a lo largo del mismo periodo fue una figura omnipresente: como dirigente del centro de alumnos de Medicina y luego vicepresidente de la FECH en 1930; como luchador social en el campo de la salud y más tarde presidente del Colegio Médico; como uno de los fundadores del Partido Socialista de Chile; como diputado del Frente Popular y ministro de Salubridad y Previsión Social de Aguirre Cerda; como senador desde 1945 a 1970, destacándose como impulsor de agendas sociales y eximio forjador de alianzas y coaliciones; y como candidato a la presidencia en cuatro oportunidades, hasta triunfar en 1970.
Cabría decir entonces que fue, en toda regla, un hombre de su tiempo. No obstante, el desenlace de la historia obliga a decir algo más: Allende y su época no solo caminaron juntos, sino que dejaron de existir al unísono, en el preciso instante en que el primero se quitó la vida. Este doble final, a su vez, determinó en buena medida el curso refundacional de la dictadura y la consecuente revolución capitalista que inauguró un nuevo ciclo histórico en el país. Para decirlo de otro modo, no es posible comprender lo ocurrido en Chile desde 1973 en adelante sin vincular la historia desde la cual se asoma Allende con aquella que se construye sobre las ruinas que deja su muerte. De eso tratan este capítulo y los que completan la presente sección del libro.
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La estrategia de desarrollo recién descrita, hay que decirlo, fue bastante más exitosa de lo que reconocieran la izquierda antes del Golpe y la derecha después. Le permitió a Chile exhibir una serie de logros en el contexto latinoamericano, con su incipiente industrialización, un sistema democrático notablemente estable y la ausencia de crisis sociales de envergadura, por lo menos hasta la década de los sesenta.
Inspirada en los Estados Unidos del New Deal y en la Europa de la segunda posguerra, la clase dirigente chilena utilizó al Estado para industrializar el país y puso estrictas barreras al comercio exterior para proteger ese esfuerzo productivo, mientras buscaba crear un mercado doméstico. Fue lo que se llamó la «industrialización por sustitución de importaciones».
A partir de los años cincuenta, estas políticas fueron ganando consistencia doctrinaria en América Latina con la creación de la CEPAL y su instalación en Santiago bajo el liderazgo del argentino Raúl Prebisch, y en la década siguiente con el apogeo de la Teoría de la Dependencia, desarrollada entre otros por Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso y el chileno Enzo Faletto. La izquierda chilena no comunista, y el mismo Salvador Allende, fueron influidos por estas corrientes, en especial a través de su cercanía con Aníbal Pinto. Lo mismo la Democracia Cristiana y Eduardo Frei a través de Jorge Ahumada, otro de los grandes forjadores de la llamada «escuela estructuralista», cuyo libro clásico tuvo por título En vez de la miseria.
De esta forma el Estado chileno, como señala Arturo Valenzuela, desempeñaba en los años sesenta «un rol más importante en la economía nacional que en cualquier otro país de América Latina, con la excepción de Cuba», toda vez que «trazaba el curso del crecimiento económico e intervenía en la fijación de precios». Un Estado robusto como ese requería un sector público también extenso. A la usanza europea, se creó un poderoso núcleo de altos funcionarios y ejecutivos que respondían a los intereses institucionales del Estado antes que a los gobiernos de turno, y que gozaba de gran estabilidad y continuidad. La clase empresarial, por su parte, mantenía estrechos vínculos con el gobierno, fuera para protegerse de la competencia foránea mediante aranceles, para obtener tarifas y precios convenientes o para conseguir subsidios. Sus gremios participaban en los directorios de las grandes empresas y de los entes estatales orientados a la promoción productiva, como la Corfo, y ejercían una gran influencia en el diseño de las políticas económicas.
El esfuerzo industrializador, sin embargo, nunca tuvo la fuerza suficiente para ampliar las perspectivas de la economía chilena, que para 1970 seguía dependiendo de la exportación de materias primas. Esto explica su tan mentada inestabilidad —por su extrema sujeción a la evolución de los mercados externos—, que se tradujo en breves periodos de auge seguidos de otros de aguda depresión. A ello se sumaba el retraso de la agricultura, cuya estructura de propiedad conspiraba contra la productividad, y una minería en manos extranjeras que se las arreglaba para que el sistema político no aumentara sus impuestos. Así las cosas, el crecimiento económico fue mediocre, más si se tiene en cuenta que la población del país se duplicó entre 1930 y 1970, de tal suerte que el crecimiento no lograba compensar la transición demográfica y el ingreso per cápita solo crecía a tasas marginales. Al mismo tiempo, como sabemos, la inflación fue un karma constante que ningún gobierno pudo conjurar.
Estas deficiencias no justifican, sin embargo, la leyenda negra sobre la incapacidad intrínseca de la economía chilena del siglo XX para sostener la integración social y la expansión democrática. Resulta curioso que esa leyenda fuera creada a dos manos —al alimón, como se dice en el toreo— tanto por una izquierda ganosa de achacar todos los males al capitalismo dependiente, para así promover su caída y sustitución por el socialismo, como por una derecha neoliberal interesada en tirar a la hoguera el capitalismo de corte europeo para abrazar una versión radicalizada del estadounidense. Lo que faltó en el Chile predictatorial, decretaron ambas corrientes, fue un desarrollo económico con el dinamismo necesario para evitar las tensiones sociales y políticas que acabaron con la democracia.
Esta tesis peca de un cierto simplismo, común a la mirada economicista —de todos los colores— que prevaleció en décadas recientes. Un sesgo que desde la propia disciplina económica se ha procurado contrarrestar con los llamados enfoques institucionalistas, dada la evidencia acumulada de que la prosperidad y estabilidad de los países responde primordialmente a factores de orden normativo. El caso de Chile no fue una excepción: al discreto crecimiento económico hay que sumar, como factores clave del desgaste y colapso del modelo de desarrollo, los fenómenos sociales y políticos que acabaron por corroer sus cimientos.
Entre los fenómenos sociales, habría que consignar especialmente dos: la enorme presión demográfica y la inflación de demandas por parte de los grupos históricamente excluidos.
En el mismo periodo durante el cual la población del país se duplicó (1930-1970), la tasa de población urbana creció del 49 al 70 por ciento. Esta explosiva concentración de habitantes en las grandes urbes fue el fenómeno social por excelencia del Chile del siglo XX y tuvo profundas repercusiones en la estructura social. Entre ellas, la generación de mayores posibilidades de organización y de movilización. Se robusteció el sindicalismo, basado tradicionalmente en las clases medias urbanas (sobre todo funcionarios públicos) y en los trabajadores fabriles y mineros. Durante el gobierno de Frei también los campesinos se sindicalizaron masivamente, alterando las relaciones de poder en el campo. Las organizaciones territoriales, como juntas de vecinos, centros de madres, clubes juveniles o comités sin casa, tuvieron asimismo un crecimiento fulminante en los años sesenta, al amparo de la «promoción popular» ideada por el jesuita Roger Vekemans y llevada a la práctica por el gobierno democratacristiano.
Así, la organización y movilización de los grupos sociales emergentes no irrumpió en Chile a pesar del Estado, por más que los reclamos se dirigieran contra él. Fue un proceso concomitante con el proyecto de inclusión social que el propio Estado había puesto en marcha, y en cuya última etapa, bajo Frei y Allende, directamente se promovió desde el Estado.
De manera análoga, la población se involucró masivamente en la política formal. Hacia 1930 la participación electoral era escasa, pues se reducía a los varones alfabetizados mayores de veintiún años. El sistema de votación, además, facilitaba la práctica del cohecho. Pero, primero con la incorporación de la mujer (en virtud de la ley aprobada en 1949), luego con la introducción de la cédula única en 1958, la simplificación del registro y de las papeletas en 1962, y por último la incorporación de los analfabetos y mayores de dieciocho años en 1970, la participación electoral, equivalente al 7,3 por ciento de la población total en la presidencial de 1932, se elevó hasta el 36,1 por ciento en las parlamentarias de 1973, las últimas del periodo. En números absolutos, esto supuso multiplicar por más de diez veces el número de votantes (de 343 892 a 3 687 105) en apenas cuatro décadas.
Así puede decirse que el rostro político de Chile, en lo que va de 1930 a 1973, adquirió una impronta semejante a la europea: instituciones democráticas relativamente estables, sistemas electorales proporcionales, alternancia en el poder, movimientos sindicales fuertes y una sociedad civil crecientemente organizada. A ello habría que agregar un vigoroso debate intelectual a través de una prensa libre y la existencia de un Poder Judicial independiente, aunque sin potestades para imponer su punto de vista al poder político e impedir que las mayorías electorales concretaran sus reformas.
En el periodo en cuestión Chile mantuvo, además, un rasgo que lo caracteriza desde la Colonia y que lo diferenció de las otras naciones emancipadas de España: una estructura del Estado centralizada, que dejaba mínimos márgenes de autonomía a las provincias o regiones para desarrollar políticas propias. Tal como lo argumentara Mario Góngora, Chile fue una nación construida desde el Estado; un Estado centralista que, en pos de conservar la unidad de la nación, se entendió a sí mismo como un gran mediador de intereses y priorizó los objetivos políticos por sobre los económicos. Esto podría ayudar a explicar otra característica peculiar de Chile en el concierto latinoamericano: un sistema de partidos fuerte e institucionalizado, que condujo al «cuasi monopolio de la actividad política y de los puestos del sistema político por parte de una élite partidista dedicada a la política como profesión», como señala el sociólogo Ricardo Yocelevzky en Chile: partidos políticos, democracia y dictadura 1970-1990.
En efecto, los partidos políticos estaban presentes en todos los intersticios de la sociedad: parlamento, gobiernos comunales, reparticiones públicas, sindicatos, organizaciones de industriales y terratenientes, prensa, instituciones de enseñanza, organizaciones vecinales, agrupaciones de artistas e intelectuales, etcétera. Federico Gil, en su célebre libro sobre el sistema político chileno, publicado en 1966, hacía notar la «sorprendente similitud» que este escenario mostraba con Europa y «particularmente con el sistema existente en Francia durante la Tercera y la Cuarta Repúblicas».
Nada de esto es ajeno a la construcción del Chile mesocrático: un proyecto dirigido desde el Estado destinado a producir legitimidad política, pertenencia nacional y bienestar social. Y donde los partidos de centro y de izquierda, con el respaldo de los núcleos sindicales y las clases medias urbanas, ejercieron una enorme influencia en la definición de las políticas públicas. De este modo Chile, hacia mediados del siglo XX, había logrado levantar un remedo de Estado de bienestar a la europea. Precario e injusto, pues atendía sobre todo las demandas de las clases medias, pero sumamente exitoso en su capacidad de sostener expectativas y administrar el cambio social.
Revisemos escuetamente los pilares de ese modesto Estado benefactor. Pese a la cerrada oposición de grupos oligárquicos de derecha, se creó un sistema público de educación que se expandió de manera gradual siguiendo el modelo francés: vertical, formal, integrador, centrado en la instrucción. Se creó también —con el senador Allende como impulsor fundamental— un Servicio Nacional de Salud inspirado en el modelo británico, y un sistema de previsión social de tipo colectivo o solidario que, dicho sea, solo cubría a una parte del pequeño segmento de los asalariados. Se instauró un Código del Trabajo extremadamente rígido, con amplias prerrogativas para el Estado, entre ellas un rol clave en las negociaciones colectivas que involucraban a sindicatos y empleadores. El Estado también asumió un papel activo en materia de vivienda, para cubrir el déficit provocado por la migración campo-ciudad, y haciendo marcados esfuerzos para evitar la segregación urbana. A fines de los sesenta, el Estado incluso asumió como propia la creación de la televisión, tomando otra vez como ejemplo —aunque con variaciones, como fue la de incorporar a las universidades— el modelo público de la Europa de entonces.
Todo lo anterior fue creando una burocracia pública numerosa y bien organizada que, amparada en la nobleza de su rol, hacía sentir su poder e influencia en la vida política. Aunque menos numeroso, surgió también un vibrante mundo académico, artístico e intelectual vinculado al ámbito público. El crecimiento de estos grupos fue de la mano con la diseminación de una cierta cultura popular de tinte igualitarista, a la luz de la cual el logro y el prestigio no se verificaban en la posición económica o en el poder de consumo, sino en la educación y la cultura, y, de manera significativa, en el ingreso a la burocracia estatal. Sus íconos fueron Gabriela Mistral y Pablo Neruda.
Las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica fueron instituciones de primera importancia en este proceso. Las primeras, ya en 1924 impusieron una serie de reformas sociales que fueron determinantes para la constitución del Estado de bienestar chileno. En cuanto a la Iglesia, desde el siglo XIX venía conjugando una posición doctrinal conservadora con un fuerte compromiso con la protección de los desvalidos y la promoción de la educación. A mediados del siglo XX, bajo el influjo de la doctrina social, dio abiertamente la espalda a las posiciones prooligárquicas y abrazó los proyectos de cambio impulsados por el centro y la izquierda. Para dar el ejemplo, realizó su propia reforma agraria en las vastas tierras que poseía.
Esta fue otra singularidad del Chile mesocrático: los poderes religiosos y militares no se resistían, sino que se sumaban al modelo de desarrollo en lógica secular y republicana, aunque basado en el fondo —como señalara Góngora— en un ethos católico, centralista y comunitarista. Tal parecía ser el alma de Chile, o el sueño chileno; una construcción mental quizá tan abstracta como su bandera o su escudo, pero en la cual descansaba su cohesión social.
En suma, hasta 1973 el sistema institucional chileno estaba orientado a promover crecientes grados de igualdad política y social, con un Estado al que se asignaba la responsabilidad de facilitar la integración de la población al sistema, tanto desde un punto de vista jurídico-institucional como laboral-económico. Ese mismo Estado proveía educación, salud y previsión, premiaba el mérito fundado en la cultura y regulaba el mercado en aras de un bien común. Bajo este esquema, el sistema de protección y movilidad social se basaba preferentemente en la acción colectiva dirigida a conseguir la atención del Estado. De ahí la importancia de la política y de los partidos, así como de la organización sindical y vecinal, entre otras. A juicio de la derecha más doctrinaria (lo que fue recogido más tarde por los Chicago Boys), aquí radicaba el huevo de la serpiente, pues daba origen a la demagogia y a la instrumentalización de las masas por parte de la izquierda marxista.
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La decadencia del proyecto mesocrático no fue fulminante, sino un proceso de erosión paulatino y, hasta cierto punto, subterráneo. «En Chile no pasan esas cosas», solía decirse o inventarse cuando llegaban las noticias de crisis en países vecinos, como la Cuba de Batista, la Argentina de Perón o el Brasil de Vargas. Pero la erosión fue avanzando.
Amparados en sus recién adquiridos derechos democráticos y en el discurso integracionista de la clase dirigente, cada vez fueron más los grupos sociales que exigían participar de los beneficios del desarrollo. Sus quejas apuntaban al Estado, el gran garante y benefactor. Por lo mismo, al conflicto entre trabajadores y capitalistas se agregó uno mucho más transversal entre los grupos incorporados al sistema (que incluía a los trabajadores y las clases medias) y aquellos que seguían marginados, como los campesinos y los pobres urbanos. Fue así, como observa María Angélica Illanes en La batalla de la memoria, que se abrió un periodo donde «el pueblo pasó a ser el tema central de la sociedad chilena».
Cabe insistir en el gran fenómeno que alimentó esta progresión: la masiva llegada a las ciudades, sobre todo a Santiago, de chilenos (muchos de ellos de origen mapuche) que vivían en el campo en condiciones semifeudales, aislados de las corrientes modernizadoras. Si la población del país, como decíamos, se duplicó entre los censos de 1930 y 1970, la de Santiago se cuadruplicó: de 696.231 habitantes pasó a tener 2.861.900.
Este éxodo llevó a la formación de barrios marginales, conocidos como «callampas», sin vivienda adecuada ni servicios básicos. En 1957 se realizó una gran toma de terrenos en el sur de Santiago que derivó en la emblemática Población La Victoria. El ejemplo gatilló nuevas tomas, pero fue hacia fines de la década siguiente que estas se multiplicaron sin control, a pesar de los enormes esfuerzos del gobierno de Frei para dotar de sitio y vivienda a los indigentes (la recordada Operación Sitio). Este desborde de los límites urbanos, que daba lugar a verdaderas ciudades autónomas al margen de la ley, es esencial para comprender los ánimos del periodo previo a 1970. Para las clases medias y los grupos ilustrados, estas masas de recién llegados eran una fuente de delincuencia y miseria que trastornaba sus formas de vida, así como la prueba palpable de que el viejo Estado de compromiso y su modelo de desarrollo habían dejado de ser eficaces.
Integrar a la marginalidad urbana (educarla, alimentarla, empoderarla) se transformó en una causa común para la Democracia Cristiana y la izquierda, como también para la Iglesia. Tal esfuerzo no fue inocuo. Dicha población hizo suyas con mucha rapidez las expectativas propias de la vida moderna y rompió con la pasividad política que le imponía su subordinación al orden hacendal (y por esta vía, a la derecha más conservadora). Esto la convirtió en una fuerza vital para impulsar proyectos de cambio. Desde el punto de vista electoral, la marginalidad urbana era una fuerza tanto o más importante que el reducido proletariado industrial y que las clases medias ilustradas. Lo mismo desde una perspectiva de movilización social. Conscientes de esto, los partidos, desde la DC hasta el MIR, se abocaron a crear redes políticas en las poblaciones.
Lo cierto es que ni la estructura productiva ni las instituciones de bienestar daban abasto para satisfacer las expectativas que el propio sistema había sembrado. Como hemos visto, esto ha sido atribuido, no sin razones, a las insuficiencias del capitalismo industrial conducido desde el Estado. Otro tanto podría decirse, sin embargo, sobre dos aspectos antes mencionados: la anacrónica estructura social del latifundio y la ingente concentración de la renta agrícola y minera, asuntos sobre los cuales el Estado intervino recién en la segunda mitad de los años sesenta, cuando el descalce entre la inclusión política y la marginación social ya había desencadenado tensiones cada vez más inmanejables.
No es justo, sin embargo, achacar el derrumbe del modelo de desarrollo a la movilización social provocada por el cuadro antes descrito. Como ha destacado Arturo Valenzuela, «la movilización en Chile, más que la causa de una crisis inminente, fue un síntoma de una crisis al interior de la política chilena». En otras palabras, hay que prestar atención a la capacidad de agencia.
La crisis aludida por Valenzuela se expresó en un trabamiento progresivo de la capacidad de negociar y alcanzar acuerdos por parte de los partidos. Como revisamos en un capítulo anterior, el abandono de las prácticas aliancistas se hizo manifiesto en los años sesenta, en sintonía con la polarización ideológica que suscitaba la Guerra Fría. Ella no fue exclusiva de las cúpulas políticas: permeó a la sociedad completa, incluso en sus esferas más íntimas, como la familia, y por cierto a las iglesias, a las universidades y al movimiento sindical. Hacia 1970, el tácito acuerdo en torno a la estrategia de desarrollo podía darse por desahuciado. En su lugar se impuso la idea, compartida por cada uno de los tres tercios políticos, de que aquel modelo estaba agotado, que había que partir con algo nuevo.
Cada tercio vio entonces la oportunidad de sacar a relucir su propia fórmula para «sacar al país adelante». El mesianismo se diseminó como la peste, mientras la cultura de transacción y búsqueda de acuerdos se deslegitimó al extremo. Colapsó, en definitiva, el espacio para construir coaliciones capaces de sostener un gobierno de mayoría, con la fuerza necesaria para hacer frente a las tensiones sociales, económicas y políticas de la época. Así se llegó a la elección presidencial de 1970, con los resultados que conocemos.
Por último, es forzoso subrayar la gravitación del contexto internacional entre los factores que truncaron la democracia desarrollista. Como ya se ha dicho, la intensificación de la Guerra Fría hizo de Chile un escenario simbólico de la lucha entre Estados Unidos y la Unión Soviética por la hegemonía mundial, a la vez que inoculó en el país, por distintas vías, el desdén por la democracia y la legitimación de la violencia política.
Sin embargo, cabe aquí un paréntesis para mirar, aunque sea superficialmente, la propagación del autoritarismo y de la violencia en el contexto latinoamericano, más allá de Estados Unidos y la URSS. No siempre se observa que el régimen cubano, que diseminó el virus revolucionario por toda la región, fue en su origen una revolución de tipo nacional-popular, en la línea de lo que venía ocurriendo desde los años treinta en casi toda Sudamérica, bajo formas mucho más radicales que en el Chile de Alessandri, de Ibáñez o del Frente Popular.
Fue una época en la cual, como sostiene Carlos Granés, «toda América Latina odiaba a los yanquis, en todas partes burbujeaba el anhelo identitario; se buscaba una forma propia de gobierno». Esto convirtió a Perón, el militar que supo apropiarse de esas aspiraciones «haciendo guiños aquí y allá, a los nacionalistas que demandaban un Estado social, justiciero y protector, y a los nacionalistas que anhelaban un sentido de autoridad y de grandeza argentina», en el gran caudillo simbólico latinoamericano, al menos desde el centro hacia la izquierda. Con la Argentina de Perón, en 1945, «se inauguraba una nueva forma de hacer política que permitiría a líderes con rasgos autoritarios e iliberales llegar al poder sirviéndose de las instituciones de la democracia liberal».
Tal fue el caso de Getúlio Vargas en Brasil; de Agustín Haya de la Torre y el APRA en Perú; del MNR de Víctor Paz Estenssoro en Bolivia; de Rómulo Betancourt en Venezuela; de Jacobo Árbenz en Guatemala; y ciertamente, de Carlos Ibáñez del Campo en Chile. Todos ellos, si bien bajo modalidades muy distintas, interpretaban un espíritu de época del cual Fidel Castro, tras derrocar a Batista en 1958 (y con sus tentativas de liberar luego Panamá y seguir con Nicaragua), se transformó en el referente más seductor para la izquierda. Como hace notar Granés, gran parte de la adhesión incondicional que provocó la Revolución cubana en la izquierda latinoamericana obedeció a que, en su primera etapa, fue la encarnación de los «viejos tópicos americanistas»: la revolución, el nacionalismo, el latinoamericanismo y el antiimperialismo. La cercanía afectiva de figuras como Allende, quien se mantuvo siempre fiel a Cuba, tuvo sin duda ese mismo origen.
Con el avance de los años sesenta, y en parte como respuesta a la obtusa reacción de Washington, los barbudos revolucionarios se volvieron marxistas, se pusieron al alero de la URSS, el Movimiento 26 de Julio se transformó en partido, comenzó la razzia contra los disidentes, y así por delante. En las izquierdas latinoamericanas, que habían desplazado hacia Cuba su eje emocional y simbólico, este giro tuvo un impacto radical. Corrientes que hasta entonces se movían al interior de instituciones democráticas y movimientos sociales —como varios partidos comunistas— pasaron a organizar focos revolucionarios y asumir la lucha armada, o bien fueron relegadas por grupos que lo hacían en su lugar. Así ocurrió en Brasil, Perú, Colombia, Venezuela, Argentina y Uruguay, por citar los casos más cercanos.
En comparación, el contagio de la gesta cubana fue bastante mejor resistido por la izquierda chilena. A pesar del discurso tradicional de la derecha, que la acusa de haber empleado la vía electoral como un sucedáneo táctico de la vía armada (esgrimiendo como prueba el Congreso del PS de Chillán de 1967, o el surgimiento del MIR), la verdad es que la izquierda chilena nunca apostó en serio por el camino de las armas. Lo que hubo, cuando mucho, fueron escarceos retóricos, como el ya mencionado Congreso de Chillán, o adhesiones afectivas como la de Allende en la Conferencia Tricontinental de La Habana en 1966, pero nada más. El MIR y algunos pequeños grupúsculos quisieron ir más allá; pero sus improvisadas acciones no llegaron a denotar una opción extendida por la violencia a la manera de los Tupamaros en Uruguay o de los Montoneros y el ERP en Argentina. Dicho en breve, la ola revolucionaria continental alcanzó a Chile en la segunda mitad de los sesenta, pero no llegó a echar verdaderas raíces.
¿Qué explica esta conducta de la izquierda chilena, por lo menos anómala en el panorama regional? Con toda seguridad hay causas históricas, como el arraigo de las instituciones democráticas, la debilitada posición de las fuerzas oligárquicas, la postura relativamente progresista de la Iglesia católica y de los militares, y desde luego el gradual pero sostenido avance de la agenda social, acelerado por la «revolución en libertad» de Frei.
Por encima de todo, sin embargo, hay que mencionar dos factores: el Partido Comunista y Salvador Allende. Los comunistas chilenos, en parte por su lealtad a la línea de los frentes nacional-populares fijada por la Internacional Comunista, y sobre todo por su profundo anclaje en el movimiento popular y en el electorado, fueron bastante inmunes a los cantos de sirena de La Habana, a diferencia de lo que sucedió con sus homólogos en Brasil, Perú, Colombia o Venezuela. Si esta línea cambió en el transcurso de la dictadura, cuando el PC chileno asumió la Política de la Rebelión Popular de Masas, ya es harina de otro costal.
Allende, por su lado, supo congeniar sus calurosas simpatías con la Revolución cubana y con la figura de Fidel con un porfiado compromiso con la vía electoral y con las alianzas necesarias para triunfar en ella. Sin oponerse en absoluto a la revolución, se opuso de manera tenaz a las tentaciones militaristas. Mirado en perspectiva, el triunfo de la Unidad Popular en 1970, que se le debe por sobre todo a él, fue lo que salvó a la izquierda chilena de caer en los baños de sangre que condenaron a otras izquierdas latinoamericanas a una marginalidad casi perpetua.
En cuanto a la derecha y los militares chilenos, su incursión en la violencia política suele ser vinculada a las instigaciones de Washington, pero lo cierto es que también fue influida por el contexto regional. Como bien recuerda Granés, a partir del golpe de Estado en Brasil de 1964 —respaldado por Estados Unidos— la «solución militar» comenzó a ganar crédito en las derechas latinoamericanas. El mariscal Humberto Castelo Branco fue el primero de cinco militares que gobernaron Brasil por los siguientes veintiún años, transformando profundamente a ese país y ejerciendo un gran ascendiente en toda América Latina, en especial en sus fuerzas armadas, que vieron en los militares brasileños (y en sus métodos represivos) un ejemplo a seguir. Poco después, en 1966, se produjo el golpe del general Onganía en Argentina, que inició un ciclo que se prolongaría hasta 1973, con diferentes generales relevándose en la Casa Rosada. En junio de 1973 vendría el turno de Uruguay, donde el golpe militar contó con la complicidad del presidente Bordaberry, quien colaboró con los militares para disolver el parlamento y establecer una dictadura cívico-militar.
El 11 de septiembre de 1973, entonces, ni la derecha chilena ni los militares que dieron materialmente el Golpe se sentían tirando la primera piedra, ni lanzándose hacia lo desconocido.
La izquierda chilena resistió la tentación de las armas, pero no fue inmune a la radicalización política de la izquierda latinoamericana. El programa de gobierno de la UP, por cierto, fue más radical que el de Allende en 1964. Y el PC chileno, como hemos destacado, ante la presión de sus aliados aceptó que los cambios propuestos significarían un «avance hacia el socialismo», consigna que hasta entonces había evitado escrupulosamente para concentrarse en la fase de reformas nacional-populares.
Aun así, el programa de la UP no abandonaba la ruta histórica que seguía la sociedad chilena. La agudizaba y tensionaba, sí, al aumentar la injerencia del Estado en todos los aspectos de la vida nacional, desde la economía a la educación. Entre sus medidas estaban la nacionalización del cobre, la extensión de la reforma agraria, el fin de los monopolios privados, la estatización de las áreas estratégicas de la economía, la ampliación de las políticas de bienestar social (salud, nutrición, vivienda, educación) y una drástica redistribución del ingreso en beneficio de los grupos más pobres, suponiendo que esto serviría para pagar la deuda acumulada con ellos y a la vez expandir la demanda.
Ese programa de reformas, hay que decirlo, no fue la obra de un grupo de marxistas doctrinarios encerrados en una pieza llena de humo: fue elaborado básicamente por los técnicos de la CEPAL, bajo la divisa de superar las desigualdades sociales y reimpulsar el crecimiento económico. Y aunque formulados en términos retóricos como un proceso de «construcción del socialismo», muchos de esos cambios ya estaban en el ambiente. Lo prueba el hecho de que varios de ellos habían sido iniciados por la DC a través de la «revolución en libertad» de Frei, con el activo respaldo de la Alianza para el Progreso promovida por Estados Unidos. Lo confirma que el programa de Radomiro Tomic en 1970 retomara esos cambios en forma aún más intensa. Y lo termina de certificar el hecho de que muchas de las reformas impulsadas por el gobierno de Allende fueran respaldadas, con matices, por la DC y hasta por grupos económicos, incluyendo la estatización de empresas. Otras, como la nacionalización del cobre, tuvieron el apoyo unánime del Congreso.
Esto explica por qué, con el paso del tiempo, se ha terminado por aceptar que el 11 de septiembre de 1973 puso fin a un ciclo histórico que involucró a la nación chilena como un todo, mucho más allá de la Unidad Popular y su utopía. Por citar dos libros recientes, Daniel Mansuy señala que ese día «muere —o termina de morir— nuestra república mesocrática, el Estado de compromiso y la Constitución de 1925 que amparaba ese régimen». Alfredo Sepúlveda, a su vez, puntualiza que «no solo Allende y la Unidad Popular murieron el 11 de septiembre. También lo hizo la democracia desarrollista chilena, protectora del crecimiento interno, ajena a la globalización, amiga de los precios protegidos, socia de los empresarios: la democracia que pactó con los ricos para desarrollar un acuerdo social deficiente, pero que permitió avances a los pobres, al punto de que la Unidad Popular pudo conquistar el gobierno».
No obstante, Sepúlveda también subraya la diferencia entre el momento allendista y las primeras décadas del periodo: «Si la clase media había llegado al poder de la mano de los gobiernos radicales, la Unidad Popular se proponía hacer lo mismo con la clase obrera». Como decíamos más atrás, el proceso igualador había transformado al pueblo en el nuevo protagonista de la cuestión social. Este fue el desafío que asumió Allende y guio su comportamiento hasta sus últimas horas de vida, como lo expresan sus palabras finales desde La Moneda.
Así, mirada desde una perspectiva histórica amplia, la experiencia de la UP representa una continuidad de los intentos que, al menos desde 1958, se venían realizando con el fin de superar el desgaste que mostraba el modelo histórico chileno, primero con el ensayo derechista-empresarial de Alessandri y luego con la «vía no-capitalista» de Frei. La «vía chilena al socialismo» de Allende, en tal sentido, fue la tercera y última fórmula que fracasó en el intento, aunque de forma mucho más dramática y allanando el camino, ahora sí, para una revolución.
Ajuste de cuentas. Salvador Allende y la renovación de las izquierdas, Eugenio Tironi, Taurus, 2024, 328 páginas, $18.000.