Joaquín Fermandois: “No conozco una sociedad compleja que tenga lo que se llama una democracia participativa”

El historiador Joaquín Fermandois acaba de pasar revista a 200 años de vida republicana en su libro La democracia en Chile: la trayectoria de Sísifo. Se trata de una obra mayor en todos los sentidos, que va desde Carrera hasta Piñera, y que devela el cambiante sentido del sistema político a lo largo de los años. En esta entrevista advierte que la idea de democracia participativa “jamás la ha habido ni la habrá”, al tiempo que lamenta el intento de demolición de los símbolos republicanos: “A un país no se le borran, sino que se le agregan experiencias”.

por Alfredo Sepúlveda I 13 Julio 2021

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Cuando Joaquín Fermandois (Viña del Mar, 1948) ya había revisado un poco más de 210 años de vida republicana, el centro de Santiago empezó a arder en las hogueras de octubre de 2019. El presidente de la Academia Chilena de la Historia, profesor de las universidades San Sebastián y Católica, y columnista de El Mercurio, contempló y vivió, como todo el mundo, esas semanas y luego meses, a los que la opinología televisiva de las ocho de la mañana calificó prontamente de “históricos”. Pero Fermandois sabe que la historia contemporánea es una cosa y el presente otra. Su decisión fue no añadir el evento al libro, salvo una mención en el prólogo (también la pandemia está tratada de esa manera). En una de esas, una vez que pasen las “polémicas artificiales, pletóricas de lugares comunes”, según sus propias palabras, el profesor Fermandois interpretará este tiempo de pandemia y crisis que se nos escurre entre los dedos.

Dicho lo anterior, al leer La democracia en Chile: la trayectoria de Sísifo es imposible abstraerse al clamor del tiempo presente. Fermandois pinta un cuadro de una democracia en permanente construcción, desde Carrera hasta Piñera, que, derribada una y otra vez a lo largo de dos siglos, nunca deja de levantarse.

 

Da la impresión de que en nuestro debate público el carácter de la democracia se presenta más como una vaga intención de lo que las cosas deberían ser, antes que un sistema de resolución de crisis.
Me parece bien la definición de democracia como sistema de “resolución de crisis”. Cuando se le pide más, aquella comienza a deslizarse al terreno de lo pantanoso, se resbala en dirección a un abismo. Sin embargo, no saldrá jamás de esa tentación, pues corresponde a su forma de vida más íntima. En Diego Portales no deja de existir una noción innata acerca de un “deber ser”, parte del sentido común de un Chile de entonces, que se traduce en una democracia postergada, un proyecto que iría ocurriendo a futuro. Salvador Allende, para tomar otro caso, se movía como pez en el agua en una democracia como la chilena; su horizonte, constante en su discurso, estaba en la superación de aquella por otra democracia, una perfecta, con la conciencia —de certidumbre completa— de que una poderosa e inextinguible manifestación de la realidad se hacía carne a lo largo del mundo: el socialismo tal como estaba en los sistemas marxistas. Esta última persuasión desaparecía apenas arribaba al falso puerto de “la etapa superior”, transmutándose en lenguaje formal, jeringonza sin gracia. Eso demostró los límites de la democracia.

 

¿Cuándo se populariza la palabra “democracia” en nuestra vida política y se despopulariza la palabra “república”?
El país es hijo de lo que he llamado “política mundial”: la apropiación de lenguajes universales. En el siglo XIX lo que se empleaba en el mundo euroamericano era “parlamentarismo” y “república”. En el siglo XX se expandió el uso de “democracia” para calificar a nuestras repúblicas, o a aquello de lo que había que estar orgulloso. Hay que añadir que el término estaba relacionado con vastas críticas surgidas desde fines del XIX y que alcanzaron su apogeo en los años 30. A veces estas críticas se hacían sentir como que había que avanzar a una “verdadera” democracia, en lo social y económico, y esta ha sido una de las críticas más duraderas. En Chile esto se estabiliza algo en esa década, porque a partir de 1932 el país va a sacar a la luz un sistema democrático que empieza a llamar la atención. Pero era inherente la crítica a veces demoledora que sostenía que en el fondo era una democracia falsa. Pero si era así, ¿cuál era la verdadera?

 

Una clave del debate actual parece ser la suposición de que una democracia participativa es mejor que una representativa. ¿Hay raíces antiguas en esto?
La idea de la democracia participativa (otro nombre para aquella “directa”, que es lo que en realidad se quiere decir) es un fantasma que persigue a la democracia. No quisiera sonar dogmático, pero jamás la ha habido ni la habrá. Se repite continuamente el ejemplo suizo, con sus plebiscitos, pero proviene de una tradición que convive sin entorpecer la democracia representativa. De otro modo, no conozco, en ningún lugar del mundo, una sociedad compleja que tenga lo que se llama una democracia participativa o directa. Otra cosa es que la democracia representativa debe interesar a sus miembros por la participación; por la posibilidad de reclamo, de petición, individual o en un grupo; debe haber una válvula para las expresiones individuales.

 

Siento que algo así pasa en Chile: demolición intelectual de nuestras instituciones, procedimientos y logros. Por lo mismo, ¿por qué se tendrá que acatar este orden? Esta pregunta es para bastante más adelante, pero ha sido un tema del orden democrático en la modernidad.

 

La violencia ha recorrido también a la democracia clásica chilena, tanto la de coacción estatal como la revolucionaria. El patrón, salvo entre 1973 y 1990, parece haber sido “de baja cocción”, sin que los revolucionarios hayan puesto realmente en jaque al Estado, nunca. Esto parece haber cambiado a partir de octubre de 2019, ¿no le parece?
Cuando los cambios políticos después de 1891 ya no fueron muy sanguinarios, hubo en cambio hechos de mucha violencia simbolizados en Santa María de Iquique en 1907, en parte porque las fuerzas de orden no tenían alternativa entre la bala y la luma; después vinieron otros elementos tecnológicos, como el guanaco y la bomba lacrimógena, que han cambiado los resultados. Si, además de algunos acontecimientos del caótico año 1931, nos atenemos al período de la democracia “clásica”, entre 1932 y 1973, hubo dos que llamaron la atención: Ránquil en 1934 —que sucedió un poco alejado del control directo de las autoridades— y el Seguro Obrero, más simbólico, en 1938. Y por enervamiento, un alza marcada de la violencia entre 1970 y 1973: más de 100 muertos a manos de uno u otro bando y de la fuerza pública. Harina de otro costal es lo que se da a partir del 11 de septiembre de 1973, en especial la de los primeros tres años; de todo el período 1973-1990, casi el 60% de las muertes violentas ocurrieron en 1973. En cuanto al resultado del “estallido”, al Presidente no le resulta nada en lo que se refiere a discurso público, pero ha sido quizás demasiado prudente en solo ordenar que se defienda lo más elemental con la más mínima fuerza física. Sin embargo, no se puede dejar de anotar que muchos declararon la guerra a todas las instituciones, a todos los símbolos republicanos e históricos, a toda la existencia del país, y esto sin referirme a la guerra de insurgencia desatada en La Araucanía. No veo “violación de derechos humanos” como política de Estado, que es como en general se la define. Dicho sea de paso: si hay violación a los derechos humanos, los manifestantes llevan una cuota significativa de responsabilidad. Para que haya Estado de Derecho en lo referido a las manifestaciones públicas, organizadores y participantes llevan consigo la responsabilidad de mantener el orden o de deslindarse inequívocamente de toda violencia. Una vez comenzada la violencia, ¡cómo que no va a haber cototos! Y con oleadas de saqueos e incendios, intentos de quemar a la fuerza pública con bombas molotov, ¿qué querían? Hubo también un nivel de paramilitarización de manifestantes dispuestos a destruir sencillamente todo, con una organización bastante compleja. Carabineros —también la PDI— tuvo evidentes fallas y debe modificar algunos procedimientos, amén de recuperar la moral algo alicaída por las críticas y el escándalo. Sobre ellos se cierne la amenaza o tentación de mafias todopoderosas, que en varios países latinoamericanos —y en otros pagos— capturan a las policías.

 

El “impulso modernizador” de las dos dictaduras chilenas del siglo XX, Ibáñez y Pinochet, al que usted se refiere, las aleja del modelo, digamos, centroamericano, personalista y solamente corrupto. ¿No será parte de un cierto “ánimo compensador” por la democracia perdida? Quizás, a cambio de la ausencia momentánea de democracia, estos dos regímenes, liberados de las restricciones de congresos, contralorías, prensa libre, etc., optaron por una suerte de despotismo ilustrado moderno.
El impulso modernizador ha sido la gran fuente de legitimación que buscan los regímenes autoritarios en el siglo XX. Lo vemos en el caso de China hoy. Nombro a los que, a mi juicio, son cuatro paradigmas en este sentido: Atatürk, Chiang Kai-shek, Franco y Nasser. Tienen que ver con que en el siglo XX los uniformados se transforman en parte de la clase política, en especial en el llamado tercer mundo. No pocos actores políticos y sociales de sus respectivos países les confieren legitimidad e incluso la adquirían a nivel internacional a ojos de prácticamente todos, como Nasser y sus émulos, o Sukarno. Esto declinaría, pero no desaparecería, a partir de la década de 1980. El poder pretoriano siempre acecha a la crisis de los sistemas políticos.

 

¿Son los militares unos políticos in pectore en la tradición chilena? El estallido social los probó hasta cierto punto que no traspasaron…
En el origen de los sistemas políticos de la historia humana hay una espada y luego una institución. En la raíz y primera fase de la ahora llamada “emancipación descolonizadora” en América, norte y sur, fue así (San Martín, O’Higgins, Bolívar, Washington); en las dictaduras tercermundistas del siglo XX, para qué decir. No debe extrañar. Sucede que desde los 80 hubo una deslegitimación de los militares como clase política en el mundo y sobre todo en América Latina, y este estado de ánimo no se ha modificado mucho. Sin embargo, ello no quiere decir que haya sido universal; no ocurrió en el mundo árabe ni en el África negra. El que Chávez haya surgido de una rebelión militar, como Perón, y la abstención de las fuerzas armadas y policiales en Bolivia, que precipitó la caída de Evo Morales, indican otras posibilidades. Lo mismo la re-entronización de Ortega en Nicaragua, junto a su esposa, en línea con tradiciones regionales de régimen patrimonial, como los Trujillo, los Somoza, los Castro. Y a la crisis de los sistemas políticos les es inherente una reevaluación potencial del poder pretoriano. ¿En Chile? Punta Peuco y la extrañeza sobre el régimen que se enseñoreó en el país hacen que la dinámica hacia una intervención militar esté fuera de lugar, salvo una crisis mayúscula que ponga en entredicho la existencia territorial del país. Esto último se ve muy lejos, mera posibilidad remota. El que hasta el último soldado de 1973 pueda terminar en ese penal ha sido un disuasivo (me parece injusto). La nueva democracia, impulsando paulatinamente el juzgamiento de 1973 —precipitado por lo de Pinochet en Londres—, a la vez les entregó a los militares una gran autonomía en otros sentidos. Ironía: han estado mucho mejor provistos de equipamiento en la democracia posterior a 1990 que bajo el régimen militar, porque este se hallaba sujeto a las penurias económicas y al aislamiento internacional. Pero hay algo en el ambiente actual que puede erosionar el acatamiento institucional. Evidente es la crítica e intento de demolición de los símbolos —el monumento a Baquedano y al Soldado Desconocido, aunque no lo único—, de modo de quebrar su historia y doctrina (su autoconciencia). Ello, sin que autoridades de los tres poderes, de los medios y la política hayan puesto mucho reparo, sin darse cuenta de que socavan su propia base. Más todavía: recordemos que después de la salvaje autocrítica que experimentó la República de Weimar… ¿por qué, entonces, había que defenderla? Pero después se la lloró. Algo análogo se puede decir de la Rusia prerrevolucionaria, del Irán prerrevolucionario, de la Cuba prerrevolucionaria y de la China de Chiang. ¿Tiene que ver con nosotros? Mucho. Siento que algo así pasa en Chile: demolición intelectual de nuestras instituciones, procedimientos y logros. Por lo mismo, ¿por qué se tendrá que acatar este orden? Esta pregunta es para bastante más adelante, pero ha sido un tema del orden democrático en la modernidad. Después vienen los lloriqueos. Con ello no quiero decir que no haya evolución de las apreciaciones, y además que la autocrítica establecida ha sido un regalo de Occidente moderno a la civilización política. Mas, a un país no se le borran, sino que se le agregan experiencias.

 

La democracia en Chile: la trayectoria de Sísifo, Joaquín Fermandois, Ediciones UC-CEP, 2020, 588 páginas, $17.000.

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