El caso del emperador desaparecido

Doce césares, el hermosamente ilustrado libro de Mary Beard basado en una serie de conferencias dictadas el 2011, cuestiona las representaciones visuales modernas de los emperadores romanos y analiza hasta qué punto estas imágenes pueden influir en los debates sobre el poder y su descontento. Los retratos de los emperadores romanos, de hecho, podrían servir como legitimadores del poder dinástico o como emblemas de corrupción. Para el autor de esta reseña, Beard está en su mejor y más entretenido momento cuando juega el papel de detective, descubriendo detalles, derrumbando las ideas recibidas y desenredando la historia de las atribuciones.

por Simon J. V. Malloch I 27 Mayo 2022

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No es tarea fácil ponerle nombre a una antigua imagen de uno de los primeros emperadores romanos y lograr que se ajuste bien. En ausencia de un pedestal o inscripción, una cara puede ser identificada volviéndose hacia dos guías importantes. En sus Vidas de los doce césares, el biógrafo y anticuario Suetonio (69-122 a.C.) describe las apariencias de Julio César y los 11 emperadores que lo siguieron hasta Domiciano. Estos bocetos diminutos pueden luego ser complementados con los retratos en miniatura estampados en las monedas romanas. Incluso cuando usamos estos recursos, los juicios raramente son incontrovertibles. Tómese, por ejemplo, el caso del Vitelio Grimani. Legado a Venecia por el cardenal Domenico Grimani en 1523, este antiguo busto de mármol fue identificado como una representación del emperador Vitelio, quien reinó por la mayor parte del año 69 a.C., sobre la base de una “coincidencia” con la evidencia numismática (sorprenderá a muchos enterarse de que este busto es “quizá el más reconocible y replicado de todos los retratos imperiales”, con un papel protagónico incluso en la frenología del siglo XIX). Recientemente, sin embargo, el Vitelio Grimani ha sido degradado a “ignoto” Grimani: de manera más bien decepcionante, ahora se considera que el busto representa a un romano desconocido del siglo II a. C.

Los escritos de Suetonio y los retratos en las monedas antiguas han servido como la principal inspiración para las imágenes de los emperadores romanos en el arte occidental desde el Renacimiento. En Doce césares, el hermosamente ilustrado libro que se basa en sus conferencias A. W. Mellon en bellas artes del año 2011, Mary Beard entrega una clase magistral a los historiadores del arte y los clasicistas sobre los desafíos de la interpretación y las potencialidades del sentido en esta descuidada área de los estudios clásicos, tan importante para el poder político visual de la élite entre los siglos XV y XIX.

El estudio de Beard destaca también tonos simbólicos más oscuros. En otra revisión de la erudición del arte histórico, Beard considera la inquietante visión de la guerra civil del poeta Lucano, del siglo I d.C., como la fuente de los tapices flamencos que colgaban en el Palacio Hampton Court en la época de Enrique VIII y que fueron descartados en el siglo XIX.

Beard está en su mejor y más entretenido momento cuando juega el papel de detective, descubriendo detalles, derrumbando las ideas recibidas, y desenredando la historia de las atribuciones. A fines del siglo XVI, en misteriosas circunstancias, fue elaborado un magnífico conjunto de 12 grandes platos de plata dorada en lo que fue el primer intento de ilustrar episodios de las Vidas de los doce césares, de Suetonio, sobre un objeto de arte. En cada plato se han grabado cuatro escenas escogidas de la vida de un emperador diferente. Además, fijados en el centro de cada cuenco está la estatuilla etiquetada con su nombre representando al emperador en cuestión. Los 12 platos, conocidos como los Aldobrandini Tazze, de acuerdo con el nombre de un dueño inicial, terminaron finalmente dispersos en el siglo XIX. Cuando Mary Beard examinó el plato que ahora se encuentra en el Museo Victoria & Albert, con las Vidas de Suetonio en la mano, ella se percató de que “se había unido el emperador equivocado al cuenco equivocado”: las escenas en el plato representaban episodios de la vida de Tiberio, no de Domiciano, quien era la figura retratada en la estatuilla. Las estatuillas han sido vinculadas a los cuencos equivocados —el resultado, quiero pensar, de una limpieza mal hecha después de un juego de “empareje al emperador con su plato” en una fiesta cuando los Tazze estuvieron por última vez bajo una propiedad única. Para Beard, la historia ilustra los “peligros de las identificaciones erróneas” en una escena moderna.

En algún sentido, Doce césares es una extendida demostración de la influencia de las Vidas de los doce césares. Los artistas, sin embargo, no siempre se sintieron compelidos a seguir con exactitud la selección de Suetonio, a veces omitiendo figuras conocidas de la serie de retratos imperiales o dejando emperadores adentro o afuera. La secuencia de retratos de Tiziano, Once Césares (sans Domiciano), ofrece el más intrincado y fascinante caso de estudio sobre la recepción. Inspirados en las monedas romanas y en la escultura antigua, estos retratos fueron “el rostro” de los emperadores romanos en el siglo XIX, conocidos sobre todo a través de las versiones de grabado producidas por Aegidius Sadeler en la década de 1620 (los Tizianos originales ya no existen). En la década de 1530, Federico Gonzaga, duque de Mantua, comisionó las pinturas para una “Sala de los Césares” dedicada a ellos. Hacia la década de 1630, los Once Césares estaban en posesión de Carlos I en Inglaterra, donde fueron separados: un grupo de siete de ellos fueron colgados en la “galería” del Palacio de St. James, un espacio dominado por el retrato ecuestre de Carlos por Van Dyck (haciendo eco de la estatua ecuestre antigua de Marco Aurelio en Roma) y la pintura de Guido Reni de la apoteosis de Hércules. Los cuatro restantes fueron colocados en otros palacios. Después de la muerte de Carlos, las pinturas se trasladaron al Alcázar Real de Felipe IV en Madrid, donde se destruyeron en el incendio de 1734. Solamente podemos reconstruir la historia temprana de este complicado relato porque unos dibujos de la sala Gonzaga, que incluyen los Tizianos, fueron realizados en la década de 1560 para Alberto V de Baviera, quien esperaba recrearla en su propia Kunstkammer. Copias de los Once Césares de propiedad del emperador Rodolfo II de Praga proporcionaron la fuente para los grabados de Sadeler, que “inundaron a centenares, si no a miles, las bibliotecas de Europa y los salones de la burguesía”.

La Sala de los Emperadores de los Museos Capitolinos tal como estaba organizada en la década de 1890, con la llamada “Agripina” en el centro.

El relato de los Once Césares de Tiziano ilustra la segunda preocupación principal de Beard: el comentario que las imágenes de los emperadores romanos ofrecen sobre el poder contemporáneo. ¿Por qué Tiziano produjo a los Césares y omitió a Domiciano? ¿Qué mensajes imaginamos que transmiten estos retratos? Como Beard sugiere de manera intrigante, Tiziano bien puede haber omitido al último de los emperadores flavianos porque, como callejón sin salida dinástico, Domiciano arriesgaba desbaratar un intento del duque de Mantua por legitimar el gobierno de la familia Gonzaga a través de la asociación con los emperadores romanos y su interminable sucesión. En el contexto de Inglaterra, la representación de Tiziano de “monarcas” romanos flotando entre el estatuto humano y el de la deidad, era un indicio de la pretensión de Carlos de gobernar por derecho divino. El estudio de Beard destaca también tonos simbólicos más oscuros. En otra revisión de la erudición del arte histórico, Beard considera la inquietante visión de la guerra civil del poeta Lucano, del siglo I d.C., como la fuente de los tapices flamencos que colgaban en el Palacio Hampton Court en la época de Enrique VIII y que fueron descartados en el siglo XIX.

Un rango de tonos similar puede encontrarse en las representaciones de mujeres imperiales que también explora Beard. La pintura de Benjamin West, Agripina desembarcando en Bríndisi con las cenizas de Germánico (1768), visualizaba las antiguas caracterizaciones de la devoción de Agripina la Mayor a la memoria de su marido, el comandante militar Germánico. La pintura, observa Beard, consolidó el prestigio de West en Inglaterra, en parte por su influencia sobre la reputación de la madre de Jorge III, la princesa Augusta: alguna vez satirizada como Agripina la Menor, quien había dominado a su hijo Nerón, la ennoblecida viuda Augusta podía ahora ser reimaginada como Agripina la Mayor, la viuda leal. Por contraste, las representaciones de Mesalina, la esposa de Claudio, se aprovechaban de su antigua notoriedad por su sexualidad “desenfrenada”, basada en acusaciones de que ella se entregó a la prostitución y que “desposó” a su amante. James Gillray, por ejemplo, usa un busto en miniatura de Mesalina como un accesorio sugerente en una viñeta de 1801, ridiculizando a Emma Hamilton, la amante de lord Nelson. Tales imágenes eran un medio para el comentario moral y político sobre las mujeres y dinastías contemporáneas.

Las representaciones visuales modernas de los emperadores romanos desde hace tiempo han proporcionado un enfoque para los debates sobre ‘el poder y su descontento’. Beard apunta a las diferentes interpretaciones que tales imágenes pueden inspirar: los retratos de los emperadores romanos podrían servir como legitimadores del poder dinástico o como emblemas de corrupción.

Las representaciones visuales modernas de los emperadores romanos desde hace tiempo han proporcionado un enfoque para los debates sobre “el poder y su descontento”. Beard apunta a las diferentes interpretaciones que tales imágenes pueden inspirar: los retratos de los emperadores romanos podrían servir como legitimadores del poder dinástico o como emblemas de corrupción (el punto es extendido, en un vistazo pasajero, a las actuales “guerras de esculturas”: “La función de los retratos conmemorativos no es simplemente una celebración”, escribe Beard). Pero a pesar de la inclinación de Beard por preguntar cuestiones problemáticas y perseguir lecturas subversivas, su análisis tiene ciertas limitaciones. Crucial para apreciar la toma de posesión e importación de estas imágenes es entender el estatus de la antigua Roma en la cultura occidental desde el Renacimiento. La pregunta: “¿por qué los emperadores romanos?”, nunca se aborda. La respuesta nos contaría por qué aproximadamente 150 mil copias de las Vidas de Suetonio fueron impresas en Europa entre 1470 y 1700, y por qué el retrato moderno europeo fue tan profundamente influenciado por las imágenes antiguas de los emperadores romanos, de manera que no se trata de “una mera extravagancia de la moda” que las élites antes del siglo XIX fueran a menudo representadas con vestimenta romana. Por supuesto, los historiadores del arte conocen bien los contornos de este paisaje más amplio, y estarán agradecidos de Beard por iluminar su fértil aspecto clásico. Doce césares es una refinada adición a una distinguida serie.

 

Artículo aparecido en The Literary Review nº 500 (2021). Traducción: Patricio Tapia.

Imagen de portada: “El emperador Augusto reprende a Cornelius Cinna por su traición”, de Étienne-Jean Delécluze, 1884.

 

Doce césares, Mary Beard, Editorial Crítica, 2021, 456 páginas, $29.900.

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