Para Orlando Figes, la Revolución rusa es el mayor experimento de ingeniería social de la historia y el acontecimiento más importante del siglo XX. Aunque fue un proceso largo en sus antecedentes, lo cierto es que logró consolidarse en muy pocos años, para dar origen a una potencia totalitaria que influyó y se hizo temer durante décadas en todo el mundo. ¿Fue que la Revolución rusa defraudó las expectativas de bienestar que generó o nunca estuvo llamada a resultados distintos de los que tuvo? La nueva publicación de su libro La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), a 25 años de la primera edición, ofrece la oportunidad de volver sobre estas y otras preguntas.
por Héctor Soto I 19 Abril 2023
De acuerdo: es el acontecimiento central del siglo XX, tanto desde el punto de vista de sus plenitudes como de sus miserias. Hay pocos fenómenos políticos que se le comparen en magnitud, profundidad y proyecciones. Pocos hay también que hayan generado tantas expectativas y probablemente ninguno que esté asociado a tantos sufrimientos y decepciones. Fue la mayor maquinaria constructora de utopías e ilusiones de los tiempos modernos, y un experimento de ingeniería social como el mundo nunca había conocido. El balance general, sin embargo, no es satisfactorio porque, más allá de las decepciones, durante décadas estuvo asociada a un inmenso aparato policial responsable de asesinatos, abusos y hambrunas.
A pesar de corresponder en sus orígenes a un formidable proyecto político de liberación y justicia social, informado inicialmente tanto por el pensamiento liberal como por el marxismo, la Revolución rusa fue antes hija de las circunstancias que el producto de una conspiración o plan diseñado hasta en sus últimos detalles. Si hay una primera impresión que domina la totalidad de las mil páginas del libro de Orlando Figes, y que se mantiene inalterable hasta el final, es que, como ocurre siempre en las revoluciones, lo que pasa al comienzo tiene poco que ver con el desenlace. Parece ser cierto, como lo supieron en Francia las dirigencias responsables de la caída del Antiguo Régimen tras el asalto a La Bastilla, que llega un momento en que las revoluciones se salen del control de sus gestores y terminan devorando a sus propios hijos, alcanzando una dinámica cuya velocidad, rumbo y alcances no figuraba en el libreto inicial.
El libro de Figes es portentoso en términos de rigor, calado y ambición. Solo un hombre tan compenetrado como él con la historia rusa, tan sensible a la variedad del tablero étnico y religioso congregado por el país más grande del mundo, tan atento a la experiencia de siglos de europeización forzada a partir de Pedro el Grande y tan leal a las tradiciones de rigor de la historiografía británica, podía haber acometido esta empresa que junta vidas privadas con sueños colectivos, reformas políticas con realidades económicas, antiguas maneras de pensar con resentimientos súbitos, heroísmos fuera de toda escala y miopías que aun hoy siguen siendo impresentables. La Revolución rusa fue una gigantesca embarcación cuyos jerarcas y dirigentes creían conducir, pero que en realidad chocó una y otra vez con los arrecifes de la decepción hasta que su tinglado —su proa, sus mástiles, su poderosa sala de máquinas— se vino sorpresivamente abajo a fines de 1989, luego de haber sobrevivido siete décadas y haber levantado una potencia mundial que amenazó de igual a igual a Occidente.
Figes rescata soberbiamente los inicios de ese proceso, un hecho histórico posiblemente irrepetible por dos grandes razones. Porque es difícil concebir a estas alturas un proyecto histórico que se proponga cambiar de manera radical no solamente la sociedad sino también la naturaleza humana, dado que hacia allá apuntaban los tiros de Lenin, su gran timonel. Y porque también parece inviable que en otro lugar del mundo puedan volver a colisionar placas de la misma magnitud que chocaron en Rusia a comienzos del siglo pasado. Eran las placas de la Rusia burguesa y la Rusia feudal; del inmovilismo autocrático y del cambio cultural; de la industrialización incipiente y de la economía campesina arcaica; de la gradual emancipación de los sectores medios y del vertiginoso mesianismo y fragor intelectual que capturó a las élites pensantes.
Figes deja en claro que la Revolución partió sin aviso y que no hubo día que no marchara contra el reloj. Es cierto que el año 1905 la Rusia zarista había vivido una suerte de ensayo general de lo que fue la Revolución de 1917. También es cierto que el partido bolchevique (en realidad, la facción más radical del Partido Social Demócrata Ruso) no había dejado de presionar un solo día por cambios rupturistas y violentos. Pero no es cierto que el desarrollo de la Revolución haya correspondido a un programa subversivo completamente afinado. Tampoco que Lenin haya podido tener plena certeza del rumbo que las cosas iban a tomar. La mecha de la inestabilidad, por lo demás, no la encendió el bolchevismo sino más bien los reformistas que, desde la vereda del liberalismo, estaban empeñados en transformar la autocracia zarista en una monarquía constitucional parecida a las del resto de Europa. Más que ellos, incluso, quienes la encienden son los batallones del ejército imperial que se descuelgan de las órdenes de represión en San Petersburgo a comienzos del año 1917, estando Lenin en Zúrich, y pasan a incorporarse a las movilizaciones populares que exigían cambios. La Revolución gatillada por la actitud de esos soldados ni siquiera estaba en el horizonte mental de quienes se declaraban marxistas, porque si de algo este grupo estaba convencido es de que Rusia no disponía —como Alemania y otras naciones europeas— de un proletariado industrial con las potencialidades suficientes para sustentar un proceso revolucionario congruente con lo que Marx había escrito.
Sin embargo, las cosas se fueron dando solas, sin que nadie las buscara y nadie, tampoco, las pidiera. En retrospectiva, claro, es fácil advertir que la mesa estaba puesta y que la esclerosis del zarismo estaba generando un vacío de poder de dimensiones colosales. Pero también podía ser que el estallido hubiera ocurrido varios años antes o muchos años después. Está claro en la lectura de este libro que lo que situó la Revolución el año 17 no fueron los revolucionarios. Fue la Primera Guerra Mundial. Tres años interminables de una guerra feroz, de extraordinaria crueldad y sin sentido, al menos para la gran mayoría del pueblo ruso. Fue una guerra que terminó succionándolo todo: sangre, energía, armamentos, imaginación, valores, alimentos, inteligencia, riquezas, lágrimas. Fue eso lo que hizo que el imperio se volviera insostenible. Eso y una serie de otros factores de muy distinta jerarquía e incidencia, cada uno de los cuales hablaba de un Estado en bancarrota, de una élite descompuesta, de una economía atascada, de un ejército herido por sucesivas derrotas, de un campesinado diezmado por la confiscación y las conscripciones, de un proletariado golpeado por la inflación y, en fin, hasta de un pueblo que se sentía injustamente castigado por la ley seca (con todo lo que eso significaba en la tradición alcohólica rusa) luego que el zarismo la impusiera apenas Rusia entró a la guerra.
¿Era sostenible un cuadro así? ¿Podía resistir el sistema político a tanto descalabro si, adicionalmente, la conducción del zar no solo era débil sino también errática, dividida su cabeza como estaba entre el autócrata irredento que llevaba adentro, el reformista a contrapelo que le aconsejaban sus ministros y el tirano de mano dura que deseaba ver en él su mujer, la emperatriz Alexandra en sus delirios de orfandad después del asesinato de Rasputín el año antes?
Obviamente que no, por mucho que hasta antes de la guerra el país se estaba modernizando, la educación se estaba expandiendo, la burocracia se profesionalizaba y podía incluso comenzar a hablarse, por primera vez en siglos, de una clase media de creciente protagonismo, al menos en las grandes ciudades. A comienzos de 1917 la guerra ya había borrado todo eso y las derrotas se habían traducido en hambrunas, pestes, pesimismo, carestía y resentimiento. Obligado el zar a dimitir por efecto de los violentos disturbios populares de febrero del 17, y ya sin fuerzas leales que lo protegieran en San Petersburgo, se instala un gobierno provisional que intenta hacerle guiños no muy convincentes al régimen parlamentario, el cual desde el primer día de gestión tendrá que vérselas con las organizaciones, los soviets, los sindicatos y los comités comunales que la propia sociedad civil había formado en los años previos como respuesta a la crisis, ante la indolencia de la corte y los gobiernos. Esa, la de febrero de 1917, es la primera Revolución, que fue caótica, popular y muy violenta. El país ya se ha tornado ingobernable. Los bolcheviques, aun siendo minoría, están a punto de hacerse del poder en julio, pero por falta de resolución o de coraje dejan pasar la ocasión. Tres meses después, prácticamente les cae el poder en las manos, sin disparar ni un tiro ni lamentar muchos muertos. La Revolución triunfa por segunda vez, pero ahora, claro, ya no tiene el color azul del liberalismo constitucional sino el rojo del comunismo.
Entre muchos otros, he aquí algunos de los aspectos más interesantes de esta historia:
1. La Revolución no inventó el terror, aunque sí lo canalizó y estimuló. El terror vino de abajo, del resentimiento popular. El espíritu de revancha, de humillación y crueldad, de destrucción y vandalismo, está asociado a la primera hora del proceso y corresponde a un resentimiento que estaba reprimido posiblemente hacía décadas o siglos en la jerarquizada sociedad rusa. La Checa, el siniestro aparato institucional de represión del régimen soviético, aparece uno o dos años después de las tropelías, robos, ensañamientos, asesinatos y despojos de que fueron víctimas tanto la aristocracia como la alta burguesía.
2. El terror fue funcional a la guerra civil que sucede a la captura del poder por parte del partido bolchevique y supuso condiciones de control político extremadamente duras. La guerra civil se hizo inevitable desde el momento en que parte del diezmado ejército imperial consiguió rearticularse. Pero para entonces, ya había tenido lugar un cambio de proporciones en Rusia. El campesinado había logrado hacerse de enormes paños de tierra pertenecientes a la nobleza y en eso, ellos creían, no había vuelta atrás. El ejército rojo, mientras tanto, estaba dando sus pasos iniciales bajo la dirección de Trotski. El país, en muchas de sus regiones, había caído en la anarquía. Los blancos estaban desmoralizados y, habiendo dejado su estrategia de combate exclusivamente en manos de militares, es evidente que sus dirigentes subestimaron la variable política de la guerra, que fue lo que en definitiva dio el triunfo a los rojos, a pesar de las debilidades que tenían y de los continuos y casi inverosímiles errores que cometieron.
3. Precisamente porque Figes es un experto en la complejidad de la textura de la sociedad rusa del siglo XIX y comienzos del XX, su libro justifica a una serie de activistas, comisarios, soldados y combatientes que abrazaron muy temprano la causa de la Revolución y llegaron a ocupar posiciones destacadas. También los hubo que tuvieron un destino trágico. En mayor o menor medida, todos ellos provenían del campesinado o de los grupos menos aventajados de la sociedad; todos, también, se ajustaron al modelo del revolucionario profesional y ciento por ciento dedicado a los desafíos del partido definido por Lenin. Con todos los excesos que pueden haber cometido, la apasionada respuesta que tuvieron, la fe con que abrazaron la causa, el compromiso inquebrantable que mantuvieron y el fuego que los movió, no solo es parte de la épica más genuina de la Revolución sino también uno de los capítulos finales de la inocencia en política. Probablemente nunca más el mundo iba a volver a ver una generación así. Ya se encargaría el siglo XX de conectar la política con crecientes dosis de manipulación o cinismo. El autor perfila con singular agudeza la vida privada y pública de muchas de esas figuras y estos apuntes confieren a su historia la sensación de estar frente a un río que arrastró, capturó e ingirió miles y miles de biografías como las suyas.
4. Figes también hace justicia a una serie de figuras desgarradas, básicamente porque no encajaban bien en su propio bando ni en ningún otro, cuyos dilemas la Revolución terminó por devorar, aplastar u olvidar. En este frente hay varios excelentes retratos. Entre otros, el del ministro Piotr Stolypin, cabeza del gabinete del zar entre 1906 y 1911, el hombre en cuyos planes estaba terminar, vía parcelaciones y derechos de propiedad, con el arcaico sistema de las tierras comunales del campesinado ruso, lo que a la vuelta de pocos años podría haber generado una clase media rural potente que habría hecho abortar la Revolución. Sus ideas no eran malas. Pero ya era tarde. Figes lo compara con lo que fue Gorbachov y el paralelo no resulta descaminado. También está el perfil del príncipe Gueorgui Lvov, primer jefe de gobierno de la Rusia democrática, a quien bastaron cuatro meses para que le encaneciera totalmente el cabello; político maniobrero en vísperas de la caída del gobierno provisional de Kérenski, fue uno de los grandes referentes con posterioridad del exilio ruso en París, donde organizó campañas de ayuda para combatir las hambrunas en su patria. Por supuesto, también está el retrato de Kérenski, brillante, joven, ambicioso, arrogante, irresoluto, que quiso quedar bien tanto con la izquierda como con la derecha… y terminó mal con ambas. Y el del general Brusílov, un aristócrata con larga hoja de servicios en el ejército imperial, de exitoso desempeño durante la Primera Guerra, que alcanza la comandancia en jefe después de la Revolución de febrero del 17 y durante la guerra civil decide pasarse al ejército rojo por consideraciones estrictamente nacionalistas. ¿Oportunismo, traición, deslealtad? No, lo hace porque no quería ver al imperio más lastimado de lo que ya estaba tras la pérdida de Polonia, las repúblicas bálticas y Finlandia. El suyo es un caso curioso. Figes dice que al general le gustaba profetizar: “El bolchevismo desaparecerá un día y todo lo que quedará será el pueblo ruso y aquellos que han permanecido en Rusia para dirigirlo por el camino correcto”. La galería de personajes de sentimientos encontrados con la Revolución se completa con el retrato de Maksim Gorki, autor al menos de dos novelas canónicas, Los bajos fondos y La madre, gran escritor que fue a la vez profeta, recaudador y agente de la Revolución, en seguida crítico de la misma, porque nunca perdonó la violencia, la censura y el autoritarismo leninista, más tarde víctima y exiliado, de nuevo héroe tiempo después, cuando se reconcilió con Lenin, de quien era amigo, y finalmente —arresto domiciliario mediante— una gloria nacional incómoda en la Rusia estalinista de los años 30.
5. Toda revolución triunfante supone obviamente derrotados y los primeros en subir al cadalso o a la infamia de los campos de reclusión fueron los aristócratas y la alta burguesía. Al fin y al cabo, contra ellos fue el levantamiento. Por lo mismo, quizás mucho peor fue el desenlace para grupos que habiéndose subido al carro de la Revolución, habiendo jugado un rol decisivo en su victoria, terminaron enfrentando un destino tanto o más trágico. Fue el caso del campesinado, que se embriagó con la posibilidad de acceder a las tierras de la nobleza, entre otras cosas porque el crecimiento demográfico y los rudimentarios métodos de cultivo en tierras comunales ya lo estaban matando de hambre. Mirados por los revolucionarios de forma persistente con sospecha, tanto porque representaban el peso de la religión y del conservadurismo como porque —según Marx— el protagonismo de la revolución correspondía al proletariado industrial, el campesinado apoyó y se ilusionó creyendo que el nuevo régimen le iba a reconocer sus derechos a la tierra. Inicialmente así fue. Pero al poco tiempo se advirtió que había caído en una trampa que le significó despojo, abandono y exterminio. También fue el caso de los grupos políticos que confiaron en la vocación democrática de los bolcheviques y, peor aún, de los que hicieron alianza con ellos y salvaron la Revolución bolchevique en momentos en los cuales prácticamente estuvo derrotada. Fue el caso de los eseristas más radicalizados y también de los mencheviques de izquierda. Los primeros provenían de un partido populista campesino que fue importante en el levantamiento del año 1905, que después declinó aunque volvió a la primera línea en el cuadro político de 1917, al punto que uno de sus dirigentes, Aleksandr Kérenski, encabezaría el último gobierno provisional. Era un partido inorgánico pero grande: se quedó con el 38% de los votos en las elecciones de la Asamblea Constituyente de noviembre del 17, que después los bolcheviques desconocieron. En esos comicios, los bolcheviques conseguirían el 24% de los votos, seguidos por el partido liberal o kadete (15%), los eseristas ucranios (12%) y los mencheviques (3%). Esta última facción se había descapitalizado políticamente muy rápido, no obstante que en algún momento fue la base mayoritaria y moderada del Partido Socialdemócrata Ruso. Lo concreto es que, tal como en el caso de los eseristas, sus militantes y dirigentes fueron aplastados sin contemplaciones ya a fines del verano de 1921.
6. Son pocas las páginas del libro de Figes donde no esté presente la figura —o la sombra— de Lenin como gran eje de la Revolución. Resuelto, iluminado, obsesivo, pragmático, duro cuando había que serlo y dúctil o empático cuando le convenía, su liderazgo fue una enorme reserva de inspiración, trabajo y energía. Según Figes, con el tiempo se fue volviendo cada vez más destemplado e irascible en el manejo de los asuntos del gobierno y del partido. Es posible que a fines de 1921, cuando se presentaron los primeros síntomas de su enfermedad (insomnio, agotamiento, pérdidas de memoria, problemas motrices), haya sentido, con enorme frustración, que era tarde para resolver problemas que la revolución traía de arrastre. Entre esos estaba el tema de la sucesión (imposible de resolver en todas las dictaduras), el problema de las nacionalidades y el de la burocratización de Rusia, que convertiría a Stalin, “la fuerza gris” del papeleo, las orgánicas y la mediocridad, en el amo y señor de la Revolución. Los últimos días de Lenin fueron de mucha duda y tormento. El retrato que entrega Figes de ese Lenin terminal, sin cerrar la puerta a nuevas interpretaciones, es dramático, porque no le gustaba el futuro que alcanzaba a visualizar. Parece haberse arrepentido de habérsela jugado por Stalin. Parece haber intentado redimir o compensar a Trotski, brillante, visionario, personalista y a veces muy descriteriado. Lo concreto es que, sin margen ya de maniobra, las cartas estaban echadas y a esas alturas solo quedaba apretar los dientes.
No hay que perderlo de vista: Figes escribe historia. Fiel a los postulados de Ranke, en orden a que el historiador debe cerrar la boca y dejar que hablen los hechos, el autor narra lo que sucedió, no lo que podría haber sucedido, sin perjuicio, claro, de establecer conexiones, de buscar paralelos y formular preguntas respecto del rumbo que fueron tomando los acontecimientos. Así y todo, al concluir esta historia monumental, es lícito que el autor se pregunte si las cosas pudieron haber sido de otro modo de no mediar muchas veces circunstancias fortuitas o caracteres anómalos que estuvieron en el lugar indicado y en el momento exacto. Sí, es lícito abrir la puerta de las conjeturas, pero al final no es muy productivo. Lo que el historiador tiene que hacer es explicar por qué las cosas fueron como fueron. Rusia era un país muy singular no solo al momento de la Revolución sino al menos desde medio siglo antes. Irène Némiroski, que tiene autoridad para hablar de estos temas, dice que cuando se abolió la servidumbre hacia 1865 hacía ya mucho tiempo que la sociedad estaba anhelando ese y otros cambios sociales y que la glorificación del campesinado ruso, del mujik sufrido, bárbaro, embrutecido por la pobreza y el vasallaje, aunque sentimental e inocente, pasó a formar parte de un arrebato mistificador que terminó por conquistar distintos espacios de la sociedad y, muy especialmente, de la imaginación de la intelligentsia. Esa percepción desde luego favoreció los vientos de la Revolución desde mucho antes del 17. En 1881, el zar Alejandro II había sido víctima de un atentado terrorista que le costó la vida y, desde luego, el régimen a partir de ahí se endureció más. Vino después la revolución de 1905, que fue particularmente extendida, popular y violenta y que significó la vaga promesa de una monarquía parlamentaria, que en realidad nunca fue tal. Aunque el régimen político era la consagración del inmovilismo, la sociedad civil emergente, incluso amplios sectores de la nobleza, para no hablar del mundo cultural, estaban intensamente jugados por un cambio profundo, muy profundo, aunque no muy bien evaluado. Entre otras cosas, esa exaltación del ánimo nacional, esa difusa aunque extendida demanda de reformas, es lo que le dio ribetes misionales o incluso mesiánicos al trabajo de escritores como Dostoievski, Gógol, Tolstói, Turguénev y Gorki. A partir de este contexto, de malestar por un lado y de idealizaciones por el otro, puede tener sentido decir que, mucho antes de la Revolución, Rusia ya estaba hipersensibilizada con la necesidad de una ruptura, fuere lo que fuere que esto significara.
Una vez que la Revolución fue capturada por los bolcheviques, era muy difícil que llegara a un desenlace distinto del que tuvo. En la terminología de Hannah Arendt, el objetivo básico del proyecto revolucionario de Lenin era fundar la igualdad, no la libertad, y esta orientación explica todas sus diferencias no solo con la Revolución americana, sino también con lo que fue la Revolución francesa anterior al terror y con el fantasma de ese levantamiento fallido que fue la Comuna de París, fatídico precedente del cual el bolchevismo hizo lo imposible por cuidarse. Así las cosas, desde la pasión por la igualdad y la dictadura del proletariado, quizás el proyecto no tenía cómo devenir en otra cosa que en un totalitarismo de contornos aplastantes y siniestros.
Escrita con rigor, pero también con inspiración y belleza en muchos momentos, conmovedora a ratos y apasionante siempre, esta historia de la Revolución rusa es una obra colosal. Será difícil superarla, porque su autor, además de haberse especializado en Rusia, pudo beneficiarse, por una parte, de la desclasificación de numerosos archivos oficiales y, por la otra, del acceso directo a diarios de vida, cartas, memorias y otros testimonios de fuentes privadas.
Con todo, desde luego, este libro no es ni podría ser la última palabra. La historia está reñida con el concepto de punto final. Figes, por lo demás, es un historiador de matriz más bien conservadora, que ha tenido desencuentros tanto con colegas de izquierda como con el actual gobierno ruso, más que por este libro, que fue celebrado en su momento por un autor del tonelaje de Eric Hobsbawm, por Los que susurran (Edhasa, 2009), una crónica monumental sobre la represión y el terror en los años del estalinismo. De hecho, el Kremlin impidió que el libro se publicara en Rusia, aduciendo diversos errores e inexactitudes en los testimonios recogidos.
Ciertamente, esta historia pasa a llevar numerosos mitos históricos y políticos construidos por el comunismo ruso. Figes se cuida de no poner demasiado énfasis en ellos, aunque queda en evidencia que la captura del poder por parte de los bolcheviques fue mucho menos heroica de lo que el partido hizo creer y sus dirigentes bastante menos resueltos de lo que quedaron grabados en la estatuaria soviética. El régimen siempre necesitó de una épica y de mitología ad-hoc para legitimarse y funcionar; por lo mismo, no es raro que entre la historia oficial y esta de Figes, existan desencuentros importantes.
Doctor por la Universidad de Cambridge, ciudadano alemán ahora, luego de fastidiarse con el Reino Unido a raíz del Brexit y de acogerse a las facilidades para que ciudadanos de origen judío pudieran recuperar la nacionalidad de sus ancestros, Orlando Figes, autor también de una magnífica historia cultural de Rusia (El baile de Natasha, Taurus, 2021), sigue enseñando historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres y su último libro, Crimea, The Last Crusade, fue publicado simultáneamente en inglés, francés, ruso y turco. Se lo considera un best seller, lo cual no es raro, atendido su talento para traspasar los sesgos academicistas de la historiografía contemporánea, es decir, su notable capacidad narrativa y la destreza con que cruza los hechos con la historia de las ideas.
La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), Orlando Figes, Taurus, 2022, 1.136 páginas, $30.000.