El “individualismo ingobernable” de los latinoamericanos

El reciente libro del sociólogo Danilo Martuccelli vuelve a colocar a las ciencias sociales ante la vieja y abandonada pregunta acerca de qué es lo propio de América Latina. Es una obra ambiciosa, original, creativa y erudita, que postula que los latinoamericanos se apoyan y confían más en su individualidad —y sus lazos más cercanos— que en las instituciones que formalmente dicen protegerlos. Los propios gobiernos no son impersonales, sino inter-personales: están basados en “sentimientos morales: lealtad, traición, deuda, gratitud, oportunidad”. Se trata, por cierto, de un problema mayúsculo para la democracia y un caldo de cultivo para el tráfico de influencias y la corrupción.

por Eugenio Tironi I 28 Marzo 2025

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Hubo una época en que la sociología y las ciencias sociales chilenas tenían como espacio de reflexión a América Latina. Los tiempos de gloria de la Cepal, en los años 60 del siglo pasado, con figuras como Raúl Prebisch, Celso Furtado, Fernando H. Cardoso, José Medina Echavarría, Aníbal Pinto y Enzo Faletto, entre otros; intelectuales que combinaban la historia con la antropología, la sociología con la economía, la psicología social con las estadísticas, siempre con el ánimo de comprender la especificidad de esta región del mundo. Sobrevinieron los golpes de Estado y las dictaduras, en Brasil, Uruguay, Chile, Argentina, pero el interés por el hábitat latinoamericano siguió prevaleciendo, en parte porque las experiencias que se vivían eran parecidas, en parte porque había instituciones (como la misma Cepal y también Flacso, Prealc y Clacso) y fuentes de financiamiento (como la Fundación Ford, entre otras) que seguían mirando el panorama regional, y en parte porque la escena intelectual seguía hegemonizada por intelectuales formados en esa matriz.

En el caso de Chile, la inserción intelectual en el espacio latinoamericano se prolongó hasta el final de la década de los 80. Tres figuras resaltan en los años posteriores al 11 de septiembre: el ingeniero y economista Fernando Fajnzylber, desde la Cepal; el historiador y sociólogo Enzo Faletto, desde Flacso, y en un circuito diferente, el Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica, el sociólogo Pedro Morandé.

Paulatinamente, sin embargo, el interés por Latinoamérica fue decreciendo. En cierta medida porque la investigación de los centros independientes se volcó a comprender el nuevo escenario económico, social y cultural, implantado por las “modernizaciones” del proyecto neoliberal chileno. Para tal propósito, los referentes dejaban de ser los países de la región y pasaba a ser Estados Unidos, que era la fuente de inspiración de ese proyecto y sus reformas. Influyó, además, que con el fin de la dictadura, en 1990, la investigación se fue trasladando a las universidades, las que estaban volcadas a reclutar y formar estudiantes, y a validarse internacionalmente a través de los dispositivos propios de la academia globalizada. Esto fue orientado a las ciencias sociales chilenas, a objetos de estudio mucho más empíricos y acotados, en general referidos a corrientes académicas internacionales, lo que condujo a la evaporación del espacio latinoamericano.

El libro Las individualidades robadas de América Latina, Volumen I, La revolución del individualismo. El largo siglo XIX, del sociólogo Danilo Martuccelli, es un esfuerzo digno de reconocimiento, que vuelve a colocar a las ciencias sociales ante la vieja y abandonada pregunta acerca de qué es lo propio de América Latina en el concierto mundial.

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La de Martuccelli es una obra intelectual, a la vez ambiciosa, original, creativa y erudita: ambiciosa porque anuncia tres volúmenes (este supera las 500 páginas) en los que el autor aborda la trayectoria de todos los países de la región, sin evadir las particularidades de cada uno; original, porque en lugar de retomar la mirada desde las estructuras y clases sociales, de los sistemas políticos o de las relaciones de dependencia, como fuera tradición en la sociología de la última parte del siglo pasado, concentra su atención en los “imaginarios”, a los que observa no a través de las estadísticas (aunque no se priva de ellas si es necesario), sino de la literatura; creativa, porque formula de entrada una tesis atrevida con valor comparado global (lo que llama “individuación agéntica”), la que busca probar de forma muy persuasiva, y erudita, porque revisa un amplísimo corpus de obras que abarcan la historia, la sociología y la literatura, tanto latinoamericana como europea.

Con “individuación agéntica”, Martuccelli se refiere a una capacidad de acción y a un conjunto de experiencias que toman distancia de las estructuras y que transgreden las prescripciones institucionales, sin más mediación que los círculos más cercanos, principalmente de tipo familiar. “Cada actor se hace cargo de sí mismo, incluso en contra o a distancia de las instituciones”. No se trata de una elección voluntaria, subraya el autor: el latinoamericano ha tenido que apelar a su individualidad para sobrevivir, pues las instituciones que formalmente dicen protegerlo no lo hacen, o lo hacen muy mediocremente. Tampoco cuenta, de otra parte, con comunidades sólidas de raíces pre-modernas, como muchas veces se ha sostenido con un dejo de romanticismo; ni de comunidades modernas, como grandes plantaciones, fábricas o escuelas donde se forjan una disciplina y un espíritu de cuerpo de por vida. El latinoamericano solo cuenta con su habilidad y su astucia para desplegar estrategias de sobrevivencia basadas en el intercambio de favores entre parientes, paisanos, compadres, conocidos. Los propios gobiernos, subraya el autor, no son impersonales, sino inter-personales; vale decir, están basados en relaciones y “sentimientos morales: lealtad, traición, deuda, gratitud, oportunidad”, más que en reglas institucionalizadas.

La experiencia les ha enseñado a los habitantes de estos parajes que las instituciones formales no les prestan atención, y si lo hacen, ella no es igual para todos. De ahí que “las reglas cuentan menos que los lazos”, y que es a estos vínculos a los que hay que acudir para superar los “embates de la vida”. A diferencia del individualismo de cuño estadounidense, institucional, asociativo y cargado de épica, el latinoamericano “no reposa sobre la confianza institucional o entre anónimos, sino que se cimenta sobre modalidades de confianza e incluso de lealtad interpersonales entre individualidades de un mismo circulo”. Es lo que indican desde siempre los estudios en la región: aquí se “valoran mucho más las relaciones grupales de alta intensidad (familia, amigos) y minusvaloran las relaciones de baja intensidad, como las que se dan con anónimos o con las instituciones”, así como en las asociaciones de la sociedad civil.

Para emplear las famosas categorías del sociólogo Mark Granovetter, los latinoamericanos confían más en los “lazos fuertes” que en los “lazos débiles”. Se trata, por cierto, de un problema mayúsculo para la democracia y un caldo de cultivo para el tráfico de influencias y la corrupción.

En el fondo, dice Martuccelli, “los latinoamericanos nunca les tienen suficiente fe a las instituciones y a las leyes como para darles las llaves de su destino colectivo”. Es mucho más importante la red de familiares, amigos y contactos. Pero más relevante aún es la autonomía: “La independencia es un valor central en el imaginario de las individualidades ingobernables”. Por esto el valor que se otorga a la viveza, a la picardía, al no ser “gil” ni “pendejo”. Cita al argentino Scalabrini Ortiz, para quien el porteño es “hombre de improvisaciones y no de planes, es un hombre fiado en la certeza del instinto, en sus intuiciones, en sus presentimientos. En una palabra: es el hombre del ‘pálpito’”. Mauricio García Villegas, refiriéndose a esto mismo en su libro El viejo malestar del Nuevo Mundo, habla del “padrinazgo” y del “individualismo indómito”, rasgos que, a su juicio, vendrían con la herencia cultural de la España barroca, en particular del “ideal épico” castellano. Como sea, el compadrazgo y la astucia son rasgos de los que nada ni nadie se libra. La “cultura de la transgresión” lo permea todo, desde la política a la economía, desde la piedad al erotismo, desde quien la necesita para sobrevivir a quien la usa para el gozo. “En el fondo, los latinoamericanos nunca cesan de estar fascinados por el imaginario de la ingobernabilidad de sus individualidades”.

Para explicarlo, Martuccelli acude a la historia de un profesor japonés que vivió décadas en Colombia y que, “al ser interrogado por la principal diferencia entre los japoneses y los colombianos, lo resumió de manera simple: ‘Pues mire, un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos’. Difícil expresar con mayor economía verbal el contraste entre los dos imaginarios: el del individualismo institucional y el de las individualidades ingobernables”.

La experiencia les ha enseñado a los habitantes de estos parajes que las instituciones formales no les prestan atención, y si lo hacen, ella no es igual para todos. De ahí que ‘las reglas cuentan menos que los lazos’, y que es a estos vínculos a los que hay que acudir para superar los ‘embates de la vida’.

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Si hubiese que buscar un término para denominar la “individualidad ingobernable” latinoamericana, dice Martuccelli, elegiría “levedad”. Y agrega: “El desenfado, la frescura, la cintura relacional, el humor, el querer llevar la existencia como una fiesta o, en su defecto, empecinarse en hacer de la fiesta una existencia, la atracción por las apariencias y la venerable indiferencia por lo profundo…”.

El autor descarta de plano que este tipo de individualismo latinoamericano sea falso; algo así como una yuxtaposición forzada por sobre una comunidad primigenia. Rebate la “oposición entre la autenticidad y la modernidad”, adhiriendo en este plano a los “cimientos barrocos latinoamericanos” destacados por Pedro Morandé y Claudio Véliz. Y va aún más lejos, diciendo que “la denuncia del carácter importado y artificial de las instituciones es muchas veces un falso debate. A lo largo de la historia las sociedades han sabido metabolizar formas institucionales externas con el fin de producir lo propio y la ilusión de lo oriundo”.

En oposición a una vasta corriente que clama por el retorno de una “comunidad perdida” en estas tierras del Nuevo Mundo, Martuccelli escribe que “la idea de que el individualismo es una mera idea trasplantada en América Latina no resiste análisis”, y que “tras dos siglos de desarrollo y diversas aclimataciones, el individualismo forma parte de la genuina historia de los latinoamericanos”.

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Como lo señalé en una columna en El País, el enfoque de Martuccelli es particularmente pertinente en el Chile actual. Es sabido que el proyecto neoliberal buscaba romper con Latinoamérica y sus modelos estatistas y regulados, para acercarse a Estados Unidos, con su sistema político, su libertad económica, su Estado subsidiario, sus políticas subordinadas al mercado, su política personalista y, por cierto, su cultura.

Tal imaginario, es justo decirlo, fue hecho propio por la tecnocracia de la Concertación. Esta no miraba a Estados Unidos; o si lo hacía, ponía sus ojos más en la Costa Este que en el Midwest, donde se ubica la Universidad de Chicago. Esto condujo a un sistemático y exitoso esfuerzo porque Chile fuera admitido en la OCDE, lo que se logró. Desde entonces, toda la élite chilena, pública y privada, de izquierda y de derecha, se ha planteado como objetivo alcanzar los “estándares de la OCDE”, en oposición a lo que hizo Chile siempre en el pasado, bajo el paraguas de la Cepal, que era compararse con América Latina.

Pero no quedó solo en eso. La élite tecnopolítica de la Concertación observó con indisimulada admiración a los llamados like-minded countries, es decir, países con los que Chile compartiría valores, intereses, objetivos o enfoques similares en áreas específicas, como política, economía, derechos humanos, medioambiente y seguridad. Entre ellos estaban Australia, Nueva Zelandia y Finlandia, naciones con las cuales Chile estrechó sus lazos políticos, económicos y comerciales, y que fueron objeto de cuidadoso estudio por entidades gubernamentales y think-tanks oficialistas para aprender de sus políticas públicas.

Ha pasado el tiempo, y con él muchas ilusiones se han esfumado. Hoy, en términos culturales, políticos e institucionales, Chile está más cerca de Latinoamérica de lo que creía una década atrás, a pesar de la distancia en materia de desarrollo económico y humano.

Tres factores explican esa evolución. Primero, el sistema económico no ha logrado aún transformar el “individualismo ingobernable” en un verdadero espíritu capitalista. Así lo prueba un porfiado crony capitalism, o “capitalismo de amigos”, que vuelve a asomar su cabeza a veces en formas sórdidas, como también la diseminación de una suerte de “capitalismo zorrón” que evade la legalidad en lugar de innovar. Segundo, el sistema político chileno, tradicionalmente sostenido en partidos fuertes y con robusta adhesión ciudadana, se ha vuelto más informal y fragmentado, favoreciendo caudillos y aventureros, lo que lo acerca al clásico patrón latinoamericano. Tercero, la inmigración masiva de ciudadanos de la región, formados en otra relación con la autoridad y el Estado, ha influido en un severo debilitamiento del respeto a la legalidad, lo que se ha vuelto evidente desde el estallido social de 2019 y la pandemia. En resumen, la cultura y las instituciones chilenas han sido desbordadas por un individualismo insumiso que amenaza la seguridad, la gobernabilidad y el crecimiento.

Por años se creyó que las dinámicas de la sociedad chilena solo se podían comprender en oposición a América Latina. Ejemplo de ello es la historia que nos contamos acerca de la formación de un Estado unitario, de la implantación temprana de un sistema reglado e institucional, de la relativa continuidad democrática y, en una época más cercana, del tipo de capitalismo asentado bajo la dictadura, del nivel de desarrollo alcanzado y del grado de institucionalización democrática, todo lo cual llevó a que tirios y troyanos renunciáramos a compararnos con América Latina y aspirar a otra liga, la de los países de la OCDE. A estas alturas, sin embargo, parece evidente que los sobresaltos y desafíos actuales de Chile se comprenden mejor desde dentro de la región de la que forma parte, y que esto no implica conformismo —como se ha repetido en los últimos años hasta la saciedad—, sino un indispensable realismo. Esto mismo es lo que hace tan apasionante el nuevo libro de Danilo Martuccelli.

 


Las individualidades robadas de América Latina. Volumen I / La revolución del individualismo. El largo siglo XIX, Danilo Martuccelli, LOM Ediciones, 2024, 520 páginas, $27.000.

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