El mito de Henry Kissinger

Este perfil del político estadounidense fallecido el pasado 29 de noviembre a los 100 años, publicado originalmente en 2020, recorre la vida de Kissinger desde su infancia en Alemania, su migración a Estados Unidos, su participación como soldado en la Segunda Guerra Mundial y su carrera académica, hasta llegar a los cargos desde los que jugó un papel crucial durante la Guerra Fría, en que algunas de sus acciones más recordadas fueron la perpetuación de la Guerra de Vietnam y la instalación de dictaduras latinoamericanas, en especial la chilena. El autor analiza cómo su figura ha sido criticada e imitada por políticos e historiadores de bandos opuestos, y analiza su influencia no solo en la política exterior, sino en la cultura estadounidense.

por Thomas Meaney I 5 Diciembre 2023

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En 1952, a la edad de veintiocho años, Henry Kissinger hizo lo que hacen los estudiantes de posgrado con iniciativa cuando quieren proteger su futuro académico: fundó una revista. Escogió un nombre imponente —Confluence—, y reclutó a ilustres colaboradores: Hannah Arendt, Raymond Aron, Lillian Smith, Arthur Schlesinger Jr., Reinhold Niebuhr. El editor James Laughlin, que patrocinaba la revista, describió al joven Kissinger como “una persona completamente sincera (terriblemente seria, del tipo germánico) que se esfuerza al máximo por realizar un trabajo idealista”. Al igual que su otra producción temprana, el Seminario Internacional de Harvard, un programa de verano que convocaba a participantes de todo el mundo —Kissinger, de manera intrépida, se ofreció a espiar a los asistentes para el FBI—, la revista le abrió canales no solamente con los responsables políticos de Washington sino también con una generación de pensadores judíos alemanes cuya experiencia política se había formado a principios de los años treinta, cuando la República de Weimar fue suplantada por el régimen nazi.

Para los liberales de la Guerra Fría, que veían los indicios del fascismo en todo, desde el macartismo hasta el surgimiento de la cultura de masas, Weimar era una advertencia que confería cierta autoridad a quienes habían sobrevivido. Kissinger cultivó el trato con los intelectuales de Weimar, pero no le impresionaron sus perspectivas de influencia. Aunque más tarde invocó la memoria del nazismo para justificar todo tipo de juegos de poder, en esta etapa se estaba construyendo una reputación como un inconformista totalmente estadounidense. Horrorizó a los emigrados al publicar en Confluence un artículo escrito por Ernst von Salomon, un ultraderechista que había contratado a un conductor para la fuga de los hombres que asesinaron al ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar. “Ahora me he unido a ustedes como un villano principal en la demonología liberal”, le dijo Kissinger a un amigo después, bromeando porque el artículo estaba siendo tomado como “un síntoma de mis simpatías totalitarias e incluso nazis”.

Durante más de sesenta años, el nombre de Henry Kissinger ha sido sinónimo de la doctrina de política exterior llamada “realismo”. En su época como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado del presidente Richard Nixon, su disposición a hablar con franqueza sobre la búsqueda de poder de Estados Unidos en un mundo caótico le valió tanto aclamación como notoriedad. Posteriormente, el caso en su contra se desarrolló, reforzado por una serie de documentos desclasificados que relatan acciones en todo el mundo. Seymour Hersh, en El precio del poder (1983), retrató a Kissinger como un paranoico desquiciado; Christopher Hitchens, en Juicio a Kissinger (2001), describió su propio ataque como una hoja de cargos para procesarlo como criminal de guerra.

Pero Kissinger, que ahora se acerca a su cumpleaños número noventa y siete, ya no inspira un odio tan generalizado. A medida que los antiguos críticos se acercaron sigilosamente al centro político y ascendieron ellos mismos al poder, las pasiones se enfriaron. Hillary Clinton, quien, cuando era estudiante de Derecho en Yale, se opuso abiertamente al bombardeo de Camboya por parte de Kissinger, ha descrito las “astutas observaciones” que compartió con ella cuando fue secretaria de Estado, escribiendo en una efusiva reseña de su libro más reciente que “Kissinger es un amigo”. Durante uno de los debates presidenciales de 2008, John McCain y Barack Obama citaron cada uno a Kissinger como apoyo a sus posturas (opuestas) hacia Irán. Samantha Power, la crítica más célebre del fracaso de Estados Unidos a la hora de detener los genocidios, no estuvo lejos de recibir de manos de él mismo el Premio Henry A. Kissinger.

Kissinger ha demostrado ser terreno fértil para historiadores y editores. Hay estudios psicoanalíticos, relatos de exnovias, compendios de sus citas y libros de negocios sobre su manera de hacer tratos. Dos de las valoraciones recientes más significativas aparecieron en 2015: el primer volumen de la biografía autorizada escrita por Niall Ferguson, que valoraba a Kissinger con simpatía desde la derecha, y La sombra de Kissinger de Greg Grandin, que se acercaba a él críticamente desde la izquierda. Desde perspectivas opuestas, convergieron en cuestionar la profundidad del realismo de Kissinger. En el relato de Ferguson, Kissinger entra como un joven idealista que sigue todas las modas de la política exterior de la posguerra y se vincula repetidamente con los candidatos presidenciales equivocados, hasta que finalmente tiene suerte con Nixon. El Kissinger de Grandin, a pesar de hablar el lenguaje de los realistas —“credibilidad”, “vínculo”, “equilibrio de poder”— tiene una visión de la realidad tan arrogante que resulta radicalmente relativista.

El nuevo libro de Barry Gewen, La inevitabilidad de la tragedia, pertenece a la escuela de kissingerología que ni lo vilipendia ni lo reverencia. “Nadie ha pensado más profundamente en los asuntos internacionales”, escribe Gewen, y añade: “El pensamiento de Kissinger va tan en contra de lo que los estadounidenses creen o desean creer”. Gewen, editor de The New York Times Book Review, atribuye las decisiones de política exterior más trascendentales de Kissinger a su experiencia como “un hijo de Weimar”. Aunque Gewen es consciente de los peligros de atribuir demasiado a un régimen que colapsó antes de que su personaje cumpliera diez años, está fascinado por las conexiones entre Kissinger y los emigrados de más edad, cuyas experiencias de democracia liberal les hicieron temer la capacidad de la democracia para socavar el liberalismo.

Hillary Clinton, quien, cuando era estudiante de Derecho en Yale, se opuso abiertamente al bombardeo de Camboya por parte de Kissinger, ha descrito las ‘astutas observaciones’ que compartió con ella cuando fue secretaria de Estado, escribiendo en una efusiva reseña de su libro más reciente que ‘Kissinger es un amigo’. Durante uno de los debates presidenciales de 2008, John McCain y Barack Obama citaron cada uno a Kissinger como apoyo a sus posturas (opuestas) hacia Irán.

Heinz Kissinger nació en 1923 en Fürth, una ciudad de Baviera. Su familia huyó a Nueva York poco antes de la Kristallnacht o noche de los cristales rotos y se instaló en Washington Heights, un barrio con tantos inmigrantes alemanes que a veces se lo conoció como el Cuarto Reich. Hablaban inglés en casa y Heinz se convirtió en Henry. En su juventud, mostró pocas cualidades notables más allá del entusiasmo por las tácticas defensivas del fútbol italiano y una habilidad especial para aconsejar a sus amigos sobre sus hazañas amorosas. Cuando era adolescente, trabajaba en una fábrica de hisopos para afeitar antes de ir a la escuela; y aspiraba a convertirse en contador.

En 1942, Kissinger fue reclutado por el ejército estadounidense. En Camp Claiborne, Luisiana, se hizo amigo de Fritz Kraemer, un soldado alemán-estadounidense quince años mayor que él, a quien Kissinger llamaría “la mayor influencia en mis años de formación”. Un agitador nietzscheano hasta el punto de la autoparodia —usaba un monóculo en el ojo bueno para que su ojo débil trabajara más arduamente—, Kraemer afirmó haber pasado los últimos años de Weimar luchando en las calles tanto contra los comunistas como contra los camisas pardas nazis. Tenía doctorados en ciencias políticas y derecho internacional, y siguió una prometedora carrera en la Liga de las Naciones antes de huir a Estados Unidos en 1939. Advirtió a Kissinger que no emulara a los intelectuales “listos” y sus incruentos análisis de costos y beneficios. Creyendo que Kissinger estaba “musicalmente en sintonía con la historia”, le dijo: “Solamente si no ‘calculas’ tendrás realmente la libertad que te distingue de la gente pequeña”.

A pesar de todas las imputaciones de germanidad de Kissinger, la experiencia indeleble de su juventud fue servir en la 84ª División de Infantería mientras recorría Europa. “Era más estadounidense de lo que jamás había visto a ningún estadounidense”, recordó un camarada. El trabajo de la ocupación estadounidense, con sus oportunidades para asumir rápidamente puestos de autoridad, lo entusiasmaba. En 1945, Kissinger participó en la liberación del campo de concentración de Ahlem, en las afueras de Hannover, y obtuvo una Estrella de Bronce por su papel en la disolución de una célula durmiente de la Gestapo.

En 1947, Kissinger se matriculó en Harvard con la ley de beneficios a los soldados veteranos, con la intención de estudiar ciencias políticas y literatura inglesa. Encontró un segundo mentor, William Yandell Elliott, un profesor de historia bien conectado de la élite blanca y protestante, que asesoró a una serie de presidentes de Estados Unidos en asuntos internacionales. El joven Kissinger se sintió menos atraído por los exponentes clásicos de la Realpolitik, como Clausewitz y Bismarck, que por los “filósofos de la historia” como Kant y los anatomistas de la decadencia de la civilización como Arnold Toynbee y Oswald Spengler. A partir de estos pensadores, Kissinger improvisó su propia visión de cómo operaba la historia. No era una historia de progreso liberal, ni de conciencia de clase, ni de ciclos de nacimiento, madurez y decadencia; más bien era “una serie de incidentes sin sentido”, a los que la aplicación de la voluntad humana daba, de manera fugaz, forma. Cuando era un joven soldado de infantería, Kissinger había aprendido que los vencedores saqueaban la historia en busca de analogías para cubrir de oro sus triunfos, mientras que los vencidos buscaban las causas históricas de su desgracia.

Ferguson y Grandin aprovechan una frase de la tesis universitaria de Kissinger, titulada “El significado de la historia”: “El reino de la libertad y la necesidad no pueden reconciliarse excepto mediante una experiencia interior”. Una visión del mundo tan profundamente subjetiva podría parecer sorprendente en Kissinger, pero el existencialismo francés había llegado a Harvard y la tesis citaba a Jean-Paul Sartre. Tanto Sartre como Kissinger creían que la moralidad estaba determinada por la acción. Pero para Sartre la acción creaba la posibilidad de la responsabilidad individual y colectiva, mientras que para Kissinger la indeterminación moral era una condición de la libertad humana.

En 1951, mientras realizaba estudios de posgrado, Kissinger trabajó como consultor en la Oficina de Investigación de Operaciones del Ejército, donde se familiarizó con la inclinación del Departamento de Defensa por la guerra psicológica. Para los colegas de Kissinger en Harvard, que adaptaban sus currículums a las necesidades del Estado de seguridad estadounidense, su trabajo doctoral —sobre el Congreso de Viena y sus consecuencias— parecía caprichosamente de anticuario. Pero su tesis publicada invocó las armas termonucleares en su primera frase y presentó a los lectores en Washington una analogía histórica inequívoca: los esfuerzos de los imperios británico y austríaco por contener a la Francia de Napoleón ofrecían lecciones para tratar con la Unión Soviética.

Kissinger ha demostrado ser terreno fértil para historiadores y editores. Hay estudios psicoanalíticos, relatos de exnovias, compendios de sus citas y libros de negocios sobre su manera de hacer tratos. Dos de las valoraciones recientes más significativas aparecieron en 2015: el primer volumen de la biografía autorizada escrita por Niall Ferguson, que valoraba a Kissinger con simpatía desde la derecha, y La sombra de Kissinger de Greg Grandin, que se acercaba a él críticamente desde la izquierda. Desde perspectivas opuestas, convergieron en cuestionar la profundidad del realismo de Kissinger.

Kissinger es a veces llamado el Metternich estadounidense, en referencia al estadista austríaco que forjó la paz posnapoleónica. Pero en su tesis, sopesando las carreras de los hombres sobre los que escribió, destacaba las limitaciones de Metternich como modelo:

A Metternich le falta el atributo que ha permitido al espíritu trascender un callejón sin salida en tantas crisis de la historia: la capacidad de contemplar un abismo, no con el desapego de un científico, sino como un desafío que hay que superar, o perecer en el proceso… Porque los hombres se convierten en mitos, no por lo que saben, ni siquiera por lo que logran, sino por las tareas que se proponen.

Kissinger estaba atacando a los científicos sociales de ojos brillantes que lo rodeaban, quienes pensaban que la confrontación mortal de la Guerra Fría podría resolverse con modelos empíricos y conductuales, en lugar de con altanería existencial.

En 1954, Harvard no le ofreció a Kissinger la cátedra inicial que él esperaba, pero el decano de la facultad, McGeorge Bundy, lo recomendó al Consejo de Relaciones Exteriores, donde Kissinger comenzó a dirigir un grupo de estudios sobre armas nucleares. En el Washington de la era Eisenhower, una nueva visión de las armas nucleares podría hacerle un nombre. En 1957, Kissinger publicó el libro que lo consagró como figura pública, Armas nucleares y política exterior. Argumentaba que la administración Eisenhower necesitaba prepararse para utilizar armas nucleares tácticas en guerras convencionales. Reservar armas nucleares solamente para escenarios apocalípticos dejaba a Estados Unidos incapaz de responder de manera decisiva a las crecientes incursiones soviéticas. Kissinger pretendía que su tesis fuera provocativa, y no podía saber que el Estado Mayor Conjunto de Eisenhower le había estado diciendo al presidente lo mismo durante años.

A finales de los años 50, Kissinger no necesitaba elegir entre ser académico, intelectual público, burócrata o político. Cada esfera de actividad realzaba su valor en las otras. Fue un consultor muy solicitado por los candidatos presidenciales; asumiendo que la aristocracia blanca y protestante de Estados Unidos ofrecía el camino más probable hacia el poder, pasó años dando clases particulares a Nelson Rockefeller en política exterior. En 1961, Bundy, que se había convertido en asesor de seguridad nacional del presidente John F. Kennedy, contrató a Kissinger como consultor. Kissinger también consiguió finalmente un puesto en Harvard. Los miembros de la facultad objetaron que su libro sobre armas nucleares no era académico, pero Bundy impulsó el nombramiento y convenció a la Fundación Ford para que aportara dinero para su cátedra.

Es difícil ubicar a Kissinger entre los pensadores de política exterior de su época. ¿Pertenece al grupo de los estrategas más idiosincráticos y brillantes de Estados Unidos, como George Kennan y Nicholas Spykman? Por lo general, se le clasifica junto con “intelectuales de la defensa” menores, como Hans Speier y Albert Wohlstetter. Estos hombres se movían con fluidez entre las salas de conferencias y los laboratorios de la Corporación Rand, donde se quejaban de los estudiantes que protestaban y hacían alarmantes presentaciones de diapositivas sobre el apocalipsis nuclear.

Gewen prefiere ubicar a Kissinger entre los emigrados de Weimar más altruistas, aunque los “parecidos de familia” que encuentra son difíciles de precisar. Arendt nunca simpatizó con él, pero compartieron su decepción por el desempeño inicial de Estados Unidos en la Guerra Fría. En su libro Sobre la revolución, a Arendt le preocupaba que las naciones poscoloniales, en lugar de optar por copiar las instituciones políticas estadounidenses, estuvieran siguiendo el guion comunista de liberación económica a través de la revolución. Kissinger argumentó que Estados Unidos necesitaba difundir mejor su ideología, y lo hizo con un fervor evangélico que iba más allá de cualquier cosa que haya intentado Arendt. “Una sociedad capitalista o, lo que es más interesante para mí, una sociedad libre, es un fenómeno más revolucionario que el socialismo del siglo XIX”, dijo Kissinger en una entrevista con Mike Wallace en 1958. “Creo que deberíamos continuar la ofensiva espiritual”. Este era el impulso no de un intelectual crítico sino de alguien que no cuestionaba la misión global estadounidense.

Kissinger improvisó su propia visión de cómo operaba la historia. No era una historia de progreso liberal, ni de conciencia de clase, ni de ciclos de nacimiento, madurez y decadencia; más bien era ‘una serie de incidentes sin sentido’, a los que la aplicación de la voluntad humana daba, de manera fugaz, forma. Cuando era un joven soldado de infantería, Kissinger había aprendido que los vencedores saqueaban la historia en busca de analogías para cubrir de oro sus triunfos, mientras que los vencidos buscaban las causas históricas de su desgracia.

El emigrado más cercano a Kissinger fue Hans Morgenthau, el padre del realismo moderno en política exterior. Ambos se conocieron en Harvard y mantuvieron una amistad profesional que tuvo altibajos a lo largo de las décadas. “No hubo ningún pensador que significara más para Kissinger que Morgenthau”, escribe Gewen. Al igual que Kissinger, Morgenthau se había hecho muy conocido con un popular libro sobre política exterior, Política entre las naciones (1948). Y compartía la creencia de Kissinger de que la política exterior no podía dejarse en manos de tecnócratas con diagramas de flujo y estadísticas. Pero, a diferencia de Kissinger, Morgenthau no estaba dispuesto a sacrificar sus principios realistas en aras de la influencia política. A mediados de los años sesenta, mientras trabajaba como consultor para la administración Johnson, él criticó públicamente la guerra de Vietnam, que en su opinión ponía en peligro el estatus de Estados Unidos como gran potencia, y Johnson hizo que lo despidieran.

Tanto Morgenthau como Kissinger se resistieron a describirse a sí mismos como practicantes de la Realpolitik —Kissinger retrocedió ante el término—, pero la Realpolitik ha demostrado ser un concepto notablemente flexible desde que surgió, en la Prusia del siglo XIX. Los pensadores políticos que se enfrentaban al ascenso de Prusia en un continente repleto de potencias en competencia propusieron varias corrientes de pensamiento estratégico. En una sociedad cada vez más burguesa, la diplomacia ya no podía adaptarse a los caprichos y rivalidades de una corte regia; una política exterior prudente requería reunir todo lo que estaba a disposición de un Estado (apoyo público, comercio, derecho) para proyectar una imagen de poder hacia sus rivales. La ironía es que estas doctrinas eran en el fondo un intento de codificar algo que sus seguidores creían que los estadistas angloamericanos ya hacían instintivamente. “Nosotros, los alemanes, escribimos grandes volúmenes sobre la Realpolitik, pero no la entendemos mejor que los bebés en una guardería”, recordó que le dijo al editor de New Republic, Walter Weyl, un profesor alemán durante la Primera Guerra Mundial. “Ustedes, los estadounidenses, lo entienden demasiado bien como para hablar de eso”.

A Estados Unidos nunca le han faltado estadistas capaces de comunicar al público su visión del interés nacional. Si Kissinger era realista, lo era en este sentido: hacer del aspecto de gestión de la imagen de la política exterior una prioridad. Morgenthau, aunque también estaba obsesionado con la reputación del poder de un Estado, creía que esa reputación no podía diferir demasiado de la capacidad de un Estado para ejercer su poder. Si Estados Unidos alteraba este delicado equilibrio, como creía que estaba haciendo en Vietnam, otros Estados, más realistas en su evaluación, se aprovecharían. Lo mejor que podía hacer un realista era adaptarse a las situaciones, trabajando por un interés nacional estrechamente definido, mientras otras naciones trabajaban por los suyos. Las nociones idealistas sobre el avance de la humanidad no tenían cabida en su plan. Para Morgenthau, escribe Gewen, “la guerra no era inevitable en los asuntos internacionales”, pero “la preparación para la guerra sí lo era”. Las guerras libradas por los realistas serían menos destructivas que las libradas por los idealistas que creían estar luchando por la paz universal.

Morgenthau se decepcionó cuando Kissinger defendió la guerra de Vietnam en público, a pesar de haber admitido en privado ante él que Estados Unidos no podía ganar. Fue necesario un contemporáneo cercano de Kissinger, el teórico político Sheldon Wolin —otro hijo de emigrados judíos que luchó en la guerra y estudió en Harvard con William Yandell Elliott— para diseccionar completamente los instintos de hacer carrera de Kissinger. A primera vista, observó Wolin, Kissinger habría parecido no coincidir con el antielitista Nixon. Pero la pareja era perfecta: Nixon necesitaba a alguien que pudiera elevar su oportunismo a un plano de propósito más elevado y hacerlo sentir como una gran figura en el drama de la historia. Como escribió Wolin: “¿Qué podría haber sido más reconfortante para esa alma estéril e inarticulada que escuchar la voz autoritaria del doctor Kissinger, quien hablaba tan a menudo y con conocimiento sobre el ‘significado de la historia’?”. Más tarde, a Kissinger le gustaba mencionar sus escrúpulos a la hora de aceptar el puesto con Nixon: había tenido tanto éxito en movilizar su pedigrí académico en Washington que bien podría haber sido designado para el mismo puesto incluso si el candidato demócrata, Hubert Humphrey, hubiera llegado a ser presidente.

Tan temprano como en 1965, en su primera visita a Vietnam, Kissinger había llegado a la conclusión de que la guerra allí era una causa perdida, y Nixon creía lo mismo. Sin embargo, ellos conspiraron para prolongarla incluso antes de llegar a la Casa Blanca. Durante las conversaciones de paz de París, en 1968, Kissinger, que estaba allí como consultor, pasó información sobre las negociaciones a la campaña de Nixon, que comenzó a temer que el progreso de Johnson hacia un acuerdo traería la victoria electoral a los demócratas. Luego, la campaña de Nixon usó esta información en charlas privadas con los survietnamitas para disuadirlos de participar en las conversaciones.

Después de haber ganado las elecciones prometiendo “un final honorable a la guerra”, Nixon quería dar la impresión de que buscaba la paz y al mismo tiempo infligir suficiente daño a Vietnam del Norte como para lograr concesiones. En marzo de 1969, él y Kissinger iniciaron una campaña secreta de bombardeos en Camboya, que era una base de operaciones para el Vietcong y los norvietnamitas. En cuatro años, el ejército estadounidense arrojó más bombas sobre Camboya que en todo el teatro de operaciones del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. La campaña mató a unos cien mil civiles, aceleró el ascenso de Pol Pot y devastó irrevocablemente grandes extensiones de campo. También estuvo tan lejos de sus objetivos estratégicos que más de un historiador se ha preguntado si Kissinger, —quien personalmente modificó los cronogramas de los bombardeos y la asignación de aviones— tenía algún otro motivo. Pero, como escribe Grandin, “había construido su propia máquina de movimiento perpetuo; el propósito del poder estadounidense era crear una conciencia del propósito estadounidense”.

Si Allende realmente representaba una amenaza, era casi seguro que tenía menos que ver con las ambiciones soviéticas que con sus propios y poderosos argumentos a favor de una distribución global de recursos mucho más allá de lo que Washington estaba dispuesto a tolerar. (…) Él y Nixon asumieron, correctamente, que podían respaldar un golpe contra Allende con el mínimo alboroto (…). Aun así, el espectáculo de la remoción de Allende tuvo una consecuencia no deseada: encendió la mecha de una de las molestias más duraderas de Kissinger: el movimiento global de los derechos humanos.

En ocasiones, Gewen defiende el historial de Kissinger con más energía que lo que ha hecho el propio Kissinger. Sostiene que las afirmaciones sobre la necesidad de mantener la “credibilidad” tenían sus raíces en preocupaciones legítimas sobre asegurar un orden global liderado por Estados Unidos. Pero, como vio Morgenthau, el argumento de Kissinger se basaba en un desastroso error de cálculo de las capacidades de Estados Unidos. ¿Cómo se mejoraría la credibilidad de Estados Unidos prolongando una guerra contra una potencia de cuarta categoría? ¿Cómo, parafraseando a John Kerry, se pide que mueran treinta mil soldados estadounidenses para que los treinta mil soldados que les precedieron no hayan muerto en vano?

Como estaban las cosas, cada sucesiva iniciativa estadounidense erosionó la credibilidad en lugar de reforzarla. Ni siquiera el bombardeo navideño de Vietnam del Norte, en 1972, el mayor de la guerra, pudo convencer a los norvietnamitas de renegociar. El joven funcionario del Servicio Exterior John Negroponte ofreció una irónica autopsia, que Kissinger nunca perdonó: “Bombardeamos a los norvietnamitas para que aceptaran nuestras concesiones”.

Gewen también defiende la idea de Kissinger de que todo acontecimiento político en cualquier parte del mundo exige una respuesta en otro lugar, un punto de vista que, en la práctica, hacía que cada peón pareciera una reina amenazada. Cuando Nixon y Kissinger respaldaron la campaña genocida del presidente paquistaní Yahya Khan contra Pakistán Oriental, en 1971, lo hicieron para mostrar a los soviéticos que Estados Unidos era “duro”. Cuatro años después, la aprobación de Kissinger de la campaña genocida del presidente indonesio Suharto en Timor Oriental pretendía indicar que Estados Unidos recompensaría sin cuestionar a quienes habían diezmado a los comunistas que estuvieran a su alcance. En retrospectiva, la noción de que todo lo que Estados Unidos hiciera sería debidamente registrado y respondido por sus oponentes y amigos parece una expresión de narcisismo geopolítico. En ese momento, el senador Joe Biden, de 33 años, acusó a Kissinger, en una audiencia en el Senado, de intentar promulgar “una doctrina Monroe global”.

Dada la insistencia de Gewen sobre el realismo de Kissinger, resulta extraño que no se detenga más en los episodios más pragmáticos de su carrera —la búsqueda de la distensión con la Unión Soviética, la apertura de relaciones con China y el desarrollo de una “diplomacia de lanzadera” para contener la guerra árabe-israelí de 1973— que todavía se celebran ampliamente como logros diplomáticos importantes. La distensión requirió que Kissinger prevaleciera sobre las opiniones de línea dura sobre los líderes soviéticos como ideólogos empeñados en dominar el mundo y que se viera el Kremlin de Leonid Brézhnev como habitado por actores racionales. En cambio, Gewen a menudo parece inclinado a defender a Kissinger en los momentos de su carrera donde la defensa es más difícil. Abre el libro con un largo capítulo sobre la participación de Estados Unidos en Chile, que culminó en un golpe de Estado en 1973. Cuando Chile eligió al socialista Salvador Allende como presidente, en 1970, Nixon y Kissinger resolvieron destituirlo. El hecho de que Allende fuera elegido popularmente lo hacía aún más peligroso a sus ojos. “No veo por qué tenemos que quedarnos impasibles y ver cómo un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”, observó Kissinger. Gewen piensa que esta broma captura el trágico dilema de la relación de Kissinger con la democracia y el poder. “La afirmación parece muy diferente si uno tiene en mente el ascenso de Adolf Hitler”, escribe Gewen, y sugiere que el Chile socialista debería reunirse con la República de Weimar como ejemplos de un pueblo que se expulsa a sí mismo de una democracia mediante el voto. Gewen enumera los pecados y debilidades de Allende —incluidos los aumentos salariales “perniciosos” para los trabajadores y el adoctrinamiento de los jóvenes en los “valores del humanismo socialista” —, pero escamotea tal escrutinio a su sucesor, el dictador de derecha, general Augusto Pinochet, cuyo poder Estados Unidos ayudó a consolidar y que, si se tiene en mente el ascenso de Hitler, parece bastante más pertinente.

De manera similar es cuestionable la afirmación de Gewen de que “lo que no se puede descartar es la preocupación de Nixon y Kissinger de que Chile bajo Allende fuera un adoquín en el camino hacia la hegemonía soviética”. De hecho, la Unión Soviética había reducido su rivalidad con Estados Unidos en el mundo en desarrollo, donde contrarrestar a China ahora diluía sus recursos. La crisis de los misiles cubanos, en 1962, y un intento fallido de establecer una base de submarinos en Cuba, ocho años después, habían agriado cualquier esperanza de desarrollar un Estado verdaderamente cercano en América Latina. Los dirigentes del Kremlin se mostraron reacios a aumentar la miseria que enviaban a Chile, sabiendo que Allende la gastaría en importaciones estadounidenses que tanto necesitaba.

Si Allende realmente representaba una amenaza, era casi seguro que tenía menos que ver con las ambiciones soviéticas que con sus propios y poderosos argumentos a favor de una distribución global de recursos mucho más allá de lo que Washington estaba dispuesto a tolerar. A diferencia de Morgenthau y Kennan, que veían el mundo no industrializado como un remanso que no merecía la atención de Estados Unidos, Kissinger consideraba al socialismo del Tercer Mundo un enemigo serio, capaz de perturbar el delicado enfrentamiento de Estados Unidos con la Unión Soviética. Él y Nixon asumieron, correctamente, que podían respaldar un golpe contra Allende con el mínimo alboroto, tal como Eisenhower, dos décadas antes, había librado a Guatemala de su presidente democráticamente elegido, Jacobo Árbenz. Aun así, el espectáculo de la remoción de Allende tuvo una consecuencia no deseada: encendió la mecha de una de las molestias más duraderas de Kissinger: el movimiento global de los derechos humanos.

A veces puede parecer como si hubiera habido un pacto inconsciente entre Kissinger y muchos de sus detractores. Si todos los pecados del Estado de seguridad estadounidense pueden cargarse sobre un solo hombre, todas las partes obtendrán lo que necesitan: el estatus de Kissinger como figura histórica mundial está asegurado, y sus críticos pueden considerar su política exterior como la excepción y no la regla.

En 1972, cuando la periodista italiana Oriana Fallaci le pidió a Kissinger que explicara su popularidad, él dijo: “El punto principal surge del hecho de que siempre he actuado solo”. Tanto los críticos como los defensores tienden a aceptar esta autoevaluación, pero su historial muestra una figura más mundana que asimiló los supuestos prevalecientes en política exterior. Sus movimientos más controvertidos tienen claros precursores. El presidente Johnson también había bombardeado en secreto Camboya y, en 1965, condonó el genocidio de Suharto en Indonesia, que superó en escala al que Kissinger aprobó en Timor Oriental. Las intervenciones respaldadas por Estados Unidos que prefiguran la remoción de Allende incluyen docenas solamente en América Latina y el Caribe.

Desde que dejó el cargo, Kissinger también rara vez ha desafiado el consenso, y mucho menos ha ofrecido el tipo de evaluaciones incómodas que caracterizaron la carrera posterior de George Kennan, quien advirtió al presidente Clinton contra la expansión de la OTAN después del colapso de la Unión Soviética. Es instructivo comparar los instintos de Kissinger con los de un verdadero realista, como el politólogo de la Universidad de Chicago, John Mearsheimer. Cuando terminó la Guerra Fría, Mearsheimer estaba tan comprometido con el principio del “equilibrio de poder” que hizo la sorprendente sugerencia de permitir la proliferación nuclear en una Alemania unificada y en toda Europa del Este. Kissinger, incapaz de ver más allá del horizonte de la Guerra Fría, no podía imaginar ningún otro propósito para el poder estadounidense que la búsqueda de la supremacía global.

Aunque ha criticado el intervencionismo de los neoconservadores, apenas hay una aventura militar estadounidense, desde Panamá hasta Irak, que no haya contado con su aprobación. En todas sus meditaciones sobre el orden mundial, no ha pensado en cuán contingente e imprevisto fue, en realidad, el ascenso de Estados Unidos como superpotencia global. Nada en la tradición republicana del país, antes de la Segunda Guerra Mundial, lo exigía.

Aunque puede que Kissinger no haya originado los preceptos por los que es más conocido, es difícil encontrar discusiones sobre ellos que no se refieran a su carrera. Como ha señalado Grandin, la doctrina del uno por ciento del vicepresidente Dick Cheney —la idea de que un Estado tiene que actuar contra los enemigos si existe la más mínima posibilidad de que puedan dañarlo— es completamente kissingeriana, y cuando se dice que Karl Rove dijo: “Creamos nuestra propia realidad”, se hacía eco de las palabras de Kissinger de cuarenta años antes. En 2010, los abogados de la administración Obama utilizaron el precedente de las incursiones de Nixon y Kissinger en Camboya como parte de su argumento para establecer la base legal para los asesinatos con aviones no tripulados de sospechosos estadounidenses de terrorismo que se encontraban fuera del campo de batalla de Afganistán. Un memorando del Departamento de Justicia argumentaba que la acción militar en lugares como Yemen estaba justificada cuando las amenazas reconocidas ya se habían extendido allí. El reciente asesinato del comandante iraní Qassem Suleimani por parte de la Administración Trump, aparentemente con la intención de aterrorizar a los iraníes para que cesen las operaciones en Medio Oriente, se ajusta a la obsesión de Kissinger por la “credibilidad”.

Los historiadores podrían aprender mucho sobre los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial simplemente estudiando las vicisitudes de la celebridad de Kissinger”, aventura Gewen hacia el final de su libro. Se podría ir más lejos: la principal muestra del “realismo” de Kissinger fue la gestión de su propia fama, su transformación de un desempeño convencional en un símbolo de virtuosismo diplomático. A veces puede parecer como si hubiera habido un pacto inconsciente entre Kissinger y muchos de sus detractores. Si todos los pecados del Estado de seguridad estadounidense pueden cargarse sobre un solo hombre, todas las partes obtendrán lo que necesitan: el estatus de Kissinger como figura histórica mundial está asegurado, y sus críticos pueden considerar su política exterior como la excepción y no la regla. Sería reconfortante creer que los liberales estadounidenses son capaces de ver que la política es más que una cuestión de estilo personal y que la historia prevalecerá, pero el culto duradero a Kissinger apunta a una posibilidad menos grata: Kissinger es nosotros.

 

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Artículo aparecido en The New Yorker, en mayo de 2020. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

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