Más preguntas que certezas

El “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, firmado a mediados de noviembre, fue una buena noticia, tanto por la forma como por el fondo de lo allí pactado. Sin embargo, sabemos que una Constitución no garantiza necesariamente un bienestar material inmediato, por mucho que ella fije los precios, enfatice la distribución de la riqueza y fortalezca los derechos sociales. Para ello se necesita un Estado con dinero; dinero que proviene de los impuestos, sí, pero también de una economía vigorosa y expansiva.

por Juan Luis Ossa Santa Cruz I 17 Enero 2020

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A las 22 horas del viernes 18 de octubre tomé un avión desde Londres a Santiago. La última vez que chequeé mi celular –a las 17 horas de Chile–, comprobé que las evasiones del metro continuaban, pero reconozco que nada me hizo pensar que ellas derivarían en lo que ahora todos sabemos: saqueos, incendios, marchas, militares en las calles, Estado de emergencia, toques de queda, cambio de gabinete, suspensión del APEC/COP25 y un largo etcétera. Al aterrizar, me encontré con unos 150 mensajes de WhatsApp, cuyos tonos iban de un extremo político al otro, sin intermediarios o voces que llamaran a la moderación. Pronto entendería que la polarización de mi teléfono era, también, la polarización del país.

Los videos enviados por conocidos mostraban escenas escabrosas sobre los vagones quemados en el Metro, al tiempo que los primeros análisis sobre el origen del conflicto comenzaban a circular por los portales de internet. Por mi parte, varios meses después sigo sin entender muy bien qué es lo que está ocurriendo, ni menos por qué una movilización supuestamente focalizada devino en la manifestación de descontento más multitudinaria que recuerde la historia de Chile de los últimos (¿40? ¿30?) años. Dos cosas, sin embargo, tengo claras desde ese sábado en la mañana: los conceptos que por décadas hemos utilizado para estudiar los “movimientos sociales” se quedan cortos para comprender un fenómeno que, a decir verdad, va mucho más allá de nuestras fronteras. Por otro lado, y a pesar de que a estas alturas suene evidente, lo que hemos vivido desde entonces es una transformación de nuestra convivencia política.

La historia enseña con razón que los diagnósticos y soluciones salidos a la luz durante o inmediatamente después de una crisis de esta naturaleza no solo suelen caer en la trampa del presentismo, sino en las soluciones rápidas y el diagnóstico apresurado. De que existe un descontento generalizado con el “modelo” implementado en la dictadura y reforzado fuertemente durante los gobiernos democráticos (incluidos los de Michelle Bachelet, en especial en su primer mandato) es tan obvio que no merece mayor cuestionamiento. El problema es que todavía no sabemos a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de “modelo”. Para ordenar el análisis se pueden distinguir al menos tres tipos de actores.

En primer lugar, tenemos a la izquierda –o más bien a la parte de ella que ha ido ganando preponderancia– cuya preocupación principal era, hasta antes del 18 de octubre, el lenguaje inclusivo y el daño al medioambiente provocado por corporaciones extranjeras. Me pregunto, no obstante, hasta qué punto dichas demandas conectan verdaderamente con el corazón de las protestas en Chile. Las consignas contra las AFP, las Isapres y las colusiones están mucho más ligadas a necesidades materiales concretas, y refieren a esa nada despreciable cantidad de individuos y familias que no cuentan con lo suficiente para llegar a fin de mes. De ese modo, si en el siglo XX el movimiento obrero entendió que la lucha por la hegemonía pasaba por revertir las condiciones materiales en las que vivía el proletariado, gran parte de la actual izquierda está más concentrada en asuntos que, a mi juicio, los ciudadanos de a pie consideran poco relevantes.

Si en el siglo XX el movimiento obrero entendió que la lucha por la hegemonía pasaba por revertir las condiciones materiales en las que vivía el proletariado, gran parte de la actual izquierda está más concentrada en asuntos que, a mi juicio, los ciudadanos de a pie consideran poco relevantes.

Esta desconexión de la izquierda podría explicar la fisonomía pluriclasista de las protestas iniciadas en octubre. Tanto los sectores populares como las distintas capas de las clases medias (nótese el plural) enfrentan situaciones similares: el endeudamiento, la carestía de los medicamentos, las alzas del transporte público, la inflación subterránea que día a día nos recuerda que Chile es un país muchísimo más caro de lo que era hace cinco años. En todos esos casos, insisto, son las necesidades materiales básicas las que están en juego, y es allí donde las izquierdas deberían concentrarse si de verdad quieren salir del atolladero. ¿Una nueva Constitución? El “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” firmado a mediados de noviembre fue una buena noticia, tanto por la forma como por el fondo de lo allí pactado. Sin embargo, sabemos que una Constitución no garantiza necesariamente un bienestar material inmediato, por mucho que ella fije los precios, enfatice la distribución de la riqueza y fortalezca los derechos sociales. Para ello se necesita un Estado con dinero; dinero que proviene de los impuestos, sí, pero también de una economía vigorosa y expansiva.

Ahora bien, la obsesión de algunos sectores de derecha –el segundo actor– en cuanto a que el crecimiento económico soluciona las deficiencias e injusticias del “modelo” es sesgada y simplista. En efecto, el empresariado y los tecnócratas que reniegan de la política han olvidado los dos principios fundamentales de un capitalismo en forma y dinámico: la inexistencia de privilegios y la competencia leal. Si la colusión es un mecanismo monopólico en el que se refugian unos pocos privilegiados, el pago a 60 días es, a su vez, un abuso flagrante que cometen los grandes contra los pequeños y medianos. En ello no hay nada que nos recuerde a Adam Smith; muy por el contrario, hay un capitalismo irresponsable y anticompetitivo, que se parapeta en un discurso antiestatal por considerar que cualquier tipo de regulación va en contra del crecimiento económico. Como bien ha demostrado la historia política, cuando el Estado actúa imparcialmente –fiscalizando las industrias monopólicas y subiendo la carga impositiva si esta no alcanza para cubrir los gastos a los que día a día se enfrenta una sociedad moderna– puede transformarse en el mejor garante de la libertad.

Porque detrás de esto hay también una muy baja comprensión sobre las distintas tradiciones de eso que denominamos liberalismo. Gran parte de la derecha se tragó la idea de que para ser “liberal” bastaba con el laissez faire de los 90; que lo verdaderamente relevante era que el país creciera lo más posible, sin importar los efectos sociales de una economía desregulada. En Chile se han hecho esfuerzos para fiscalizar más y de mejor manera (la Fiscalía Nacional Económica, el Sernac y el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia son tres buenos ejemplos de cómo una economía puede, sin dejar de ser capitalista, mejorar sus estándares competitivos). Pero todavía falta mucho para que las élites económicas del país comprendan que el Estado puede ser, en ciertos casos aún más palpables que los anotados, el principal defensor de la libertad individual. Por de pronto en todo lo que dice relación con la igualdad ante la ley y el emparejamiento de la cancha.

¿Y qué decir del tercer actor, esto es, los millones que han marchado a lo largo de todo Chile? ¿Puede hablarse de un estallido “populista”? Como decía al principio, las definiciones conceptuales conocidas no dan cuenta de la multiplicidad de elementos detrás de estas movilizaciones, las que, lejos de ser orgánicas, mezclan muchos y muy diversos puntos. La política chilena de hoy es un enigma y no es claro quién o quiénes redituarán de todo lo que está aconteciendo. Ni la CUT ni el Frente Amplio ni el Partido Comunista (para no hablar de la antigua Concertación y la derecha tradicional) debieran rentar de las movilizaciones; de hecho, todos esos actores son, lo acepten o no, parte del establishment al que ese un millón 200 mil personas censuraron fuertemente en la marcha del viernes 25 de octubre. Pero precisamente por lo inorgánico de su conformación es que no es posible catalogar lo que está ocurriendo en Chile bajo el concepto de “populismo”. No hay un líder claro, el petitorio y la lista de quejas es amplia y en extremo heterogénea. Tan amplia y heterogénea (y pluriclasista), que la definición convencional de “lucha de clases” tampoco parece correcta para arrojar luz sobre la materia.

Todo esto quiere decir que el tiempo de los análisis estructurales corre por un carril distinto al del evento coyuntural. Los remedios más urgentes –orden público y medidas efectivas para cubrir las necesidades de los chilenos– requieren de mucha negociación política, la cual debe ser canalizada mediante mecanismos lo más representativos posibles, con todos los sectores sentados a la mesa e incluso abriéndose a que espacios informales tengan grados más altos de participación. Todavía está por verse, no obstante, si una reforma del sistema político y económico bastará para salir de la crisis. Más preguntas que certezas.

 

Imagen de portada: 21 de octubre, el primer lunes de movilizaciones (Juan Cristóbal Lara).

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