por Cristóbal Peña
por Cristóbal Peña I 27 Enero 2017
Los movimientos revolucionarios y subversivos latinoamericanos surgidos en el contexto de la Guerra Fría parecen cada vez más un producto de la ficción. No solo los movimientos insurgentes; también las organizaciones armadas que se les oponían, la mayoría de las veces desde el poder del Estado.
En retrospectiva, la Guerra Fría es el capítulo de una infancia cada vez más desdibujada de la realidad actual. Por lo mismo, a medida que esos hechos van quedando atrás, sus relatos se tornan más sorprendentes y a la vez más fieles a cómo sucedieron. Los protagonistas y testigos que en el pasado guardaron silencio o contaron una versión parcial o torcida, con el paso del tiempo comienzan a hablar con menos compromisos y mitificaciones.
Es lo que ocurre con Born, el libro de la periodista argentina María O’Donnell, que narra en clave de thriller político el secuestro de dos de los herederos de Bunge & Born, uno de los mayores imperios económicos de Latinoamérica. En palabras de sus captores, “dos exponentes del imperialismo y la oligarquía argentina”.
El comienzo es de manual, de manual y de película. No hay que inventar ni alterar alguna cosa: la historia se encarga de armar una trama perfecta.
Septiembre de 1974 en Buenos Aires, en días en que el país cuelga de una cornisa, una cuadrilla de falsos obreros desvía de la ruta al Ford Falcon en el que van dos multimillonarios. Al desvío por un camino interior le sigue una camioneta que aparece de súbito por un costado e impacta el Ford, simulando un accidente. Gritos, balazos para neutralizar a unos guardias y ya: en cosa de minutos, Jorge Born y su hermano Juan, de 40 y 39 años, se encuentran en manos de los montoneros.
Piden 100 millones de dólares, 260 millones al día de hoy. Después de nueve meses consiguen 60 millones de la época, lo que no es poca cosa: ni antes ni después un secuestro habrá recaudado tanto dinero.
No es ni por lejos una historia inédita. Libros sobre la guerrilla argentina hay por montones. Pero en el caso de O’Donnell, uno de los últimos sucesos editoriales trasandinos, el relato de la intimidad del encierro está confiado en buena parte al testimonio de Jorge Born, Born III, quien por primera vez cuenta cómo vivió el día a día bajo custodia de muchachos voluntariosos, que en promedio tenían 20 años y escasa preparación militar.
A diferencia de su hermano Juan, Jorge Born era y es un tipo duro, que ha sabido navegar por las aguas turbias del poder hasta el día de hoy. Bajo custodia de los montoneros fue sometido a un juicio político por su responsabilidad en la “explotación de nuestro pueblo” y ser parte “de maniobras monopólicas, de un poder económico al servicio de la dependencia, del desabastecimiento y el acaparamiento”. Por cierto, el veredicto de culpabilidad estaba dictado de antemano, y en esas circunstancias Born III consiguió primero que liberaran a su hermano Juan y luego hizo gestiones para que su padre se allanara a pagar el rescate y otras exigencias que se cumplieron al pie de la letra.
Además de mejorar las condiciones laborales de los empleados de Bunge & Born, cada fábrica del holding debió instalar un busto de Perón y otro de Evita.
Es difícil malograr una historia así. Pero ocurre. Ya sea porque el autor se prueba el traje de militante a la hora de escribir o bien, por el contrario, porque imprime un tinte de moralina al relato. Ya sea también porque se exige un tono narrativo que abusa de los adjetivos y lugares comunes del tipo nunca imaginó que o nada hacía suponer. En buena hora, el libro de O’Donnell se inscribe en esos relatos que se sumergen en la profundidad de la historia para luego, al momento de contarla, tomar distancia de ella, aunque asumiendo un punto de vista. En este caso, el de Jorge Born, que según su testimonio desafía de manera permanente a sus captores y los pone a prueba frente al absurdo de los ideales revolucionarios.
Los libros de investigación periodística sobre movimientos subversivos y organismos de inteligencia tienen una dificultad adicional. Por definición, son temas que trabajan bajo una lógica de secretismo y espejos falsos. Como se trata de grupos que operan en la clandestinidad, debatiéndose entre la vida y la muerte, hay un empeño permanente por ocultar sus actividades. Las cosas nunca son lo que parecen. Trabajan con nombres falsos, dobles fondos y maniobras que en conjunto otorgan un material literario valiosísimo.
Pero antes que nada, esto es periodismo: lo que más vale y permanece, más que la pretendida objetividad, más que la narrativa, es la revelación de hechos y el modo en que estos se sitúan en el contexto de época. Para ello siempre es ventajoso contar con la perspectiva del tiempo.
Los periodistas Roberto Bardini, Miguel Bonasso y Laura Restrepo no contaron con ese privilegio. Un año después del secuestro del coronel Carlos Carreño por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), publicaron Operación Príncipe (Planeta, 1988), que detalla uno de los golpes propagandísticos más espectaculares en dictadura.
Hay 13 años de diferencia entre el secuestro de Born y el de Carreño. Los contextos y personajes son diferentes, pero así y todo los hechos son asombrosamente similares. Si para secuestrar a Born un grupo de militantes simuló ser operarios de la empresa de gas del Estado, a Carreño lo engañaron falsos empleados de la Empresa Metropolitana de Obras Sanitarias. Tanto montoneros como frentistas exigieron y lograron que se repartieran mercaderías en poblaciones. Ambos se empeñaron en concientizar a sus captores, con charlas, películas y literatura revolucionaria. Y los dos, por último, tenían una agenda propagandística. Los montoneros, eso sí, tenían más urgencia que los frentistas por “hacer caja”.
Guardando las distancias y particularidades de cada acción y de cada grupo, Born y Operación Príncipe perfilan el patrón del revolucionario latinoamericano de influencia castrista. De paso, también, dan cuenta de un manual con que los grupos insurgentes realizaron secuestros en nombre de la revolución.
Pero Born tiene el tiempo a su favor. Además, la evidencia histórica de la derrota y los desastres de los grupos insurgentes. De ahí que mire los hechos con distancia y sentido crítico. En cambio Operación Príncipe tiene el afán de la inmediatez y viste las acciones de una épica justiciera, lo que es natural para el contexto en que fue publicado. Como los hechos están demasiado cercanos, y aún hay una dictadura en curso a la que combatir desde la lógica del periodismo de denuncia, el libro pasa por alto los errores y chascarros que pueblan estas historias. No puede ser de otro modo. Sus fuentes principales son los propios celadores.
Algo similar ocurre con Operación siglo XX (Ediciones del Ornitorrinco, 1990), sobre el atentado al general Pinochet. Publicado el mismo año en que Patricio Aylwin asumió la presidencia y cuatro después de lo que el FPMR definió como “una emboscada de aniquilamiento”, el libro de Patricia Verdugo y Carmen Hertz se basa en entrevistas a frentistas y, fundamentalmente, en el expediente judicial del caso, cerca de 40 mil fojas que fueron liberadas por la justicia militar unos pocos meses antes.
Otra vez hay que atender al contexto. Pinochet había entregado la banda presidencial, pero seguía manejando los hilos del poder desde la Comandancia en Jefe del Ejército. Los autores del atentado estaban presos, en la clandestinidad o muertos. No había otra forma de hacer un libro así, sobre la marcha, que presentando los hechos con un sabor a triunfo moral. “Tras las manos que dispararon –todas las manos, las de unos y las de otros– estaban los brazos de todos nosotros”, escriben Verdugo y Carmen Hertz, en una frase que cristaliza la sed de justicia y el ánimo de denuncia que las inspiraba.
Si investigar sobre movimientos subversivos latinoamericanos entraña dificultades, el asunto se torna espinoso cuando se trata del bando opuesto, el de los organismos de inteligencia militar que combatieron al margen de la ley pero con el poder del Estado a su favor. La lógica es similar en ambos bandos, una lógica dominada por pactos de silencio y clandestinidad. Pero en este último caso, por tratarse de agrupaciones que actuaron en un marco de impunidad, sin medir sus métodos, solo sus objetivos, la valoración y el juicio resultan muy distintos.
En ese entendido, es muchísimo más difícil conseguir el testimonio de un torturador que el de un guerrillero que instaló bombas o secuestró en nombre de la revolución. Por cómo resultaron las cosas, los que vencieron en la guerra fueron derrotados en el campo de la moral.
Al respecto hay libros ejemplares. Uno de ellos es Los secretos del Comando Conjunto (Ediciones del Ornitorrinco, 1989), de Mónica González, que trata de la guerra sucia librada por una agrupación secreta de la Fuerza Aérea de Chile que actuó en paralelo a la DINA. Otro texto de urgencia, publicado a las puertas de la democracia, que tiene el plus de contar con el testimonio de un agente arrepentido, quien no se guarda nada a la hora de relatar el horror.
Los secretos del Comando Conjunto logra quizá lo más difícil en este género: conjugar la denuncia –y su carácter inevitablemente urgente– con la altura de miras, y con ello sumarle un pulso narrativo vertiginoso.
A la vez que destrabar secretos, el paso del tiempo también abre perspectivas más íntimas y complejas. Es lo que pasa en La danza de los cuervos (Ceibo, 2012; Planeta, 2016), de Javier Rebolledo, donde un ex agente de la DINA ya no solo narra con lujo de detalles las brutalidades al interior de un cuartel secreto, sino también la intimidad familiar de Manuel Contreras. Vemos la parrilla, pero vemos también la receta del ponche preferido del Mamo: champaña con piña en conserva.
Quizás ningún libro se adentra tan a fondo en la represión –y con tanta destreza narrativa– como lo hace el peruano Ricardo Uceda con Muerte en el Pentagonito (Planeta, 2004). Uceda se sumerge en las entrañas de la guerra sucia que el ejército peruano libró contra Sendero Luminoso, a partir del relato de los primeros agentes que, en una búsqueda ciega de senderistas, son lanzados a las calles de Ayacucho simulando ser vendedores ambulantes de ropa interior.
De ahí a la bestialidad hay unos pocos pasos. Esos falsos vendedores ganarán experiencia y recursos hasta convertirse en exterminadores profesionales. Cazan y matan y hacen desaparecer senderistas a destajo, o a quienes lo parezcan. En esa lógica, es mejor equivocarse que quedarse con la duda.
Muerte en el Pentagonito va al fondo de la historia. Da cuenta de los cementerios clandestinos que sembró el ejército peruano en su lucha antisubversiva, como también del modo en que un ciudadano común, por cosas del destino, en vez de militar en Sendero Luminoso entra al ejército y se convierte en un asesino en serie que mata en defensa de la democracia.
Como relata Uceda, la valía de los agentes se mide por el número de orejas de senderistas que clavan de un palo, como si fuese un medallero. Matar es un deporte de escalafones.
Volviendo a Born, quisiera subrayar que además de distancia posee profundidad. Acá la autora narra los pormenores del secuestro y, asimismo, sigue la ruta de los 60 millones de dólares, que pasan por un banquero de simpatías montoneras y se dispersan entre Estados Unidos, Cuba y Europa, hasta terminar financiando la primera campaña presidencial de Carlos Menem a fines de los 80.
Para entonces, Jorge Born, el heredero del imperio, habrá vuelto a su país y junto con instalar a uno de sus gerentes al frente del Ministerio de Economía del gobierno de Menem, habrá hecho negocios y amistad con Rodolfo Galimberti, uno de sus captores, que tras la caída del Muro de Berlín descubrió su afición por autos de lujo y trajes italianos.
Más que un thriller guerrillero, entonces, Born es un libro de historia contemporánea que representa la perversión de los ideales surgidos en el contexto de la Guerra Fría. Como en las mejores crónicas, en Born los buenos no están de un lado y los malos de otro. Los primeros, si es que existieron, murieron en el camino.