La libertad y sus batallas verbales

La historiadora Helen Rosenblatt retrocede hasta la Roma clásica para rastrear los orígenes del liberalismo y dilucidar una interrogante que llega hasta nuestros días: ¿en qué momento el liberalismo se impuso como un ideal que coloca por sobre todo los derechos individuales y la protección de la propiedad, en circunstancias de que en sus orígenes era un ideal que hablaba de deberes, patriotismo, generosidad y bien común? The Lost History of Liberalism sigue las huellas de una trama en la que la libertad no siempre estuvo reñida con el rol del Estado, y le da bastantes créditos a Francia y Alemania por sobre Estados Unidos.

por Marcelo Somarriva I 1 Octubre 2019

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En torno al liberalismo siempre ha habido una guerra de palabras donde autoproclamados “verdaderos liberales” se niegan recíprocamente la existencia y proliferan las distinciones, poniendo a prueba la elasticidad de un concepto que puede estirarse desde el rigor químico de los llamados “liberales puros”, hasta los paradójicos e improbables “liberales conservadores” o “socialistas liberales”. Frente a esta pelotera semántica siempre habrá quienes hagan esfuerzos para evitar ser etiquetados como liberales. Cuentan que en Estados Unidos hoy son pocos los dispuestos a reconocerse como tales y que la expresión se ha vuelto casi un insulto, recordando la condena que alguna vez hizo del término el presidente Ronald Reagan, como esa maldita palabra que empezaba con “l”.

En Chile esta chapa también se exhibe con cautela. En los círculos de izquierda ser liberal implica derechamente ser “neoliberal”, expresión que más que pronunciarse se escupe, con el mismo desdén que se usa para motejar a cualquiera de “fascista”. En el centro político pasa algo parecido, porque proclamarse liberal solo resulta bien visto si se establece la debida distancia sanitaria con el “neoliberalismo” –rapaz, filisteo e inhumano. Quienes se definen como “liberales clásicos”, de inmediato adquieren un aura de distinción, racionalidad, sentido común y hasta buen gusto.

Esta guerra semántica ha acompañado al liberalismo desde sus inicios y tal como dijera la escritora Madame de Staël, protagonista de las primeras batallas liberales, las disputas sobre palabras siempre son sobre cosas. Aquí se ha peleado no solo con el diccionario en la mano. En Chile estas disputas verbales son tan largas como su historia republicana. En 1827, por ejemplo, se publicó en Santiago el periódico El verdadero liberal, del francés Pedro Chapuis, a quien a su vez persiguió y ordenó arrestar, por abusos de la libertad de prensa, el también liberal, Francisco Antonio Pinto. Recién el año pasado, el economista Sebastián Edwards anunció en una columna de opinión que “durante las últimas décadas, en Chile (casi) no ha habido liberales”, ni neoliberales en el sentido original de la expresión que acuñara hacia 1938 el francés Louis Rougier.

Para desenmarañar todo este enredo, tanto respecto del pasado como del presente, la historiadora Helen Rosenblatt, de la Universidad de Princeton, ha publicado un libro muy útil, The Lost History of Liberalism (La historia perdida del liberalismo), que como ella misma señala, busca establecer el significado de esta palabra y registrar sus transformaciones a lo largo del tiempo. O mejor, trata de comprender qué quisieron decir las personas cuando hablaron de “liberal” o “liberalismo”, y cómo se definieron a sí mismas.

Rosenblatt dice que esta historia no ha sido contada, lo que en buena parte es cierto, porque si bien algunos aspectos de su recuento podrán resultar familiares, sus principales indagaciones sobre la historia de esta tradición liberal perdida y las razones de su desaparición son novedosas. El liberalismo es un concepto dinámico que vive en una evolución permanente, intentando dar una respuesta a los problemas contingentes, pero al mismo tiempo, siempre ha mirado hacia el pasado en busca de una historia o una tradición que le sirva de respaldo.

Las versiones sobre el liberalismo que predominan actualmente podrán diferir en algunos aspectos, pero en su mayoría convergen en que se trata de una ideología que busca proteger los derechos e intereses del individuo, y atribuye a los gobiernos la misión de hacerlo. Esta es una visión angloamericana, con raíces en las ideas de Hobbes y Locke, que pasó de Gran Bretaña a Estados Unidos (nación que durante el siglo pasado llegó a encarnar este ideal). Sin embargo, según Rosenblatt, esta versión del liberalismo y su correspondiente genealogía intelectual son una innovación más bien reciente. El “liberalismo” como tal, señala, apareció a comienzos del siglo XIX y sus raíces se encuentran en Francia y Alemania, asunto que los historiadores han tendido a minimizar.

Aquí hay un par de lecciones importantes que la autora repite bastante y conviene destacar de inmediato. El liberalismo fue inventado en Francia a principios del siglo XIX y su origen está inevitablemente ligado a la Revolución Francesa. Durante años, en muchas partes del mundo las ideas políticas liberales se consideran como contribuciones francesas. En EE.UU. se usaba la palabra “liberale”, escrita con cursivas, y algo parecido ocurrió en Gran Bretaña, donde estas ideas se asumieron como importaciones continentales. Medio siglo más tarde, este ideario se reconfiguró en Alemania, donde se revisó la necesidad de la intervención estatal en la economía. EE.UU. se apropió del liberalismo recién a comienzos del siglo XX, convirtiéndolo en su tradición política o como dijera el crítico literario Lionel Trilling hacia 1950, en la única que tenía.

El gran Giuseppe Mazzini sostuvo que una sociedad liberal no podía construirse únicamente a partir de una teoría de derechos, ya que estos solo pueden existir como consecuencia de deberes cumplidos, o se corre el riesgo de producir ciudadanos egoístas.

Otra noticia importante que también se repite es que lo que hoy se conoce como liberalismo “clásico” u “ortodoxo” en realidad nunca existió, sino que es el resultado de una simplificación excesiva. Más aún, de una falsificación histórica. Aquí queda muy claro que los liberales del siglo XIX pudieron coincidir muchas veces en algunos principios básicos e identificar de inmediato a sus adversarios políticos, pero puertas adentro siempre mantuvieron divisiones internas, particularmente sobre la economía. A lo largo de dicho siglo, los liberales generalmente no fueron doctrinarios sobre el papel del Estado en la actividad económica o el principio del laissez faire, ni pusieron un especial énfasis en la protección de los derechos de propiedad. Según ella hay “abundante evidencia” que revela cómo los liberales en Francia, Inglaterra y Alemania no vieron contradicción alguna entre el liberalismo y favorecer intervención del gobierno de un tipo u otro. Un ejemplo es el caso del economista e “ideólogo” francés Jean Baptiste Say, liberal ejemplar por donde se lo mire, quien sin embargo sostuvo que era indudable que el gobierno debía de proteger los intereses de los trabajadores y velar por hallar la forma de mejorar la situación de la ciudadanía. O bien, el filósofo John Stuart Mill, autor de Sobre la libertad, quien en sus “Principios de economía política” se refirió a la necesidad de la intervención del gobierno en diversos asuntos –desde la protección de los bosques hasta garantizar una educación pública gratuita obligatoria–, según lo indicara el bien común. Estos y otros ejemplos serían un reflejo de la actitud pragmática, antes que doctrinaria, del liberalismo que predominó entonces.

Rosenblatt revela que la atomización individualista que plantean los liberales actuales es el opuesto de la tradición perdida. Durante mucho tiempo ser liberal significó ser un ciudadano generoso, dotado de mentalidad cívica y el liberalismo valoró la dimensión social de una ciudadanía interconectada, que aspiraba a actuar en pos del bien común. Según la autora, en esta tradición cada vez que se aludió a los derechos individuales se recalcó también la existencia de deberes correlativos.

El gran Giuseppe Mazzini, sostuvo que una sociedad liberal no podía construirse solo a partir de una teoría de derechos, ya que estos solo pueden existir como consecuencia de deberes cumplidos, o se corre el riesgo de producir ciudadanos egoístas. En su sentido tradicional, el término liberal tuvo una clara dimensión moral, denunciando al individualismo cada vez que pudo.

Por lo general, los liberales del siglo XIX no creyeron que por la búsqueda del interés individual se pudiera crear de manera espontánea un Estado saludable de distribución y armonía social. Mirado desde una perspectiva histórica, una de las principales novedades del liberalismo contemporáneo, según Rosenblatt, es que los liberales de hoy se definen a sí mismos usando los términos que alguna vez usaron sus rivales para denostarlos: enfatizando su compromiso con los derechos individuales y la esfera privada, y rara vez hablando de deberes, del patriotismo, del sacrificio personal, de la generosidad o del bien común.

Volvamos a Roma

La prehistoria del liberalismo es muy larga y Rosenblatt la despacha en pocas páginas. En Roma, la expresión “liberalitas” designaba una actitud moral y generosa, considerada indispensable para la cohesión y buen funcionamiento de una sociedad libre. Era lo opuesto del egoísmo, asimilado a la esclavitud, que era moralmente repugnante y socialmente destructivo. Se trató de un ethos aristocrático inculcado mediante el aprendizaje de las llamadas “artes liberales”, que no buscaban educar en la adquisición de riquezas, sino para formar miembros virtuosos de una comunidad. Esta visión se mantuvo con pocas modificaciones durante los siglos siguientes, hasta que con la Ilustración (siglo XVIII) este ideal de vida aristocrático se democratizó y pasó a designar también sentimientos, ideas y maneras de pensar que también podían ser “liberales”, asumiéndose su capacidad de contribuir con el mejoramiento de la sociedad entera. A partir de entonces, el término liberal dejó de designar a las concesiones generosas de un soberano o el comportamiento magnánimo de la aristocracia. Adam Smith, por ejemplo, usó el término liberal en esta acepción antigua con un sentido claramente moral –vinculado con la generosidad y el bien común–, y nunca se definió como liberal ni habló de liberalismo.

El liberalismo como tal surgió en Francia, en un esfuerzo por preservar los logros de la Revolución iniciada en 1789 y protegerlos de los impulsos extremistas, fueran de izquierda o de derecha. Napoleón contribuyó indirectamente con el desarrollo de estas ideas, porque su despotismo impulsó a los liberales a pulirlas. Muy pronto surgieron en otros países de Europa, como Suecia y España, los primeros grupos o partidos que se autodenominaron liberales, compartiendo un ideario similar. La expresión “liberalismo” en sus orígenes, tal como ha ocurrido con muchos “ismos”, tuvo un sentido peyorativo. En el siglo XIX, el liberalismo tuvo dos momentos cruciales, que por un momento fueron grandes triunfos, pero pronto se volvieron espectaculares derrotas. Se trata de las revoluciones globales de la década de 1820 y el movimiento revolucionario europeo de 1848. En la Francia de la Restauración monárquica, los borbones volvieron al poder con la promesa de proclamar una Constitución liberal, y algo similar hizo Napoleón a la vuelta de Elba en sus breves “100 días”, donde trató en vano de instaurar un régimen liberal que dejaría en el olvido sus excesos imperiales. Para esto, Bonaparte reclutó a quien fuera uno de sus enemigos más prominentes, Benjamin Constant, para redactar un proyecto de constitución política que según él era la más liberal que “nunca había existido”. Constant fue el primer teórico del liberalismo con sus Principios de política aplicables a todos los gobiernos, publicados en 1815, donde procuró que ninguna dictadura basada en la soberanía popular se disfrazara de régimen liberal. Lo importante no era quién detentara la autoridad, sino la cantidad de poder que se otorga, ya que este era peligroso y podía fácilmente corromper a quien lo ejerciera.

Luego de las revoluciones de 1848, se establecieron efímeros gobiernos basados en principios más liberales, que buscaban la libertad religiosa, la separación de la Iglesia y el Estado, pero pronto cayó sobre ellos una inesperada vuelta de mano a cargo de las fuerzas monárquicas y de los contrarrevolucionarios católicos. A los que esta vez se sumaron movimientos de izquierda, como los demócratas radicales, republicanos y socialistas. En este nuevo retroceso los liberales tuvieron que reconocer la presencia de nuevos enemigos muy poderosos, a los que se enfrentaron, como era habitual, divididos por dentro, en desacuerdo en muchas de sus posiciones. Atemorizados y desmoralizados por el activismo de las clases trabajadoras, e incapaces de ponerse de acuerdo, los liberales fueron arrastrados a buscar alianzas y compromisos con sectores conservadores, en lo que para algunos fue la claudicación de sus principios y prepararon el ascenso de gobiernos autoritarios o “cesaristas”, como los de Napoleón III y Bismarck, que fueron sus principales adversarios.

Los primeros liberales no fueron democráticos, tal como lo entendemos hoy día, en la medida en que ninguno apoyó el sufragio universal y nadie, con la excepción de Mary Wollstonecraft, abogó por los derechos de las mujeres a votar.

Los primeros liberales no fueron democráticos, tal como lo entendemos hoy día, en la medida en que ninguno apoyó el sufragio universal y nadie, con la excepción de Mary Wollstonecraft, abogó por los derechos de las mujeres a votar. En la década de 1840 tuvieron además una relación conflictiva con la cuestión social, que abordaron con la pésima estrategia de llamar a la moralización de una población demasiado vulnerable al canto de sirena del socialismo. Los liberales también tuvieron una serie de contradicciones en su posición frente al imperialismo y el colonialismo, que avalaron defendiendo el derecho europeo de llevar la civilización a los pueblos más atrasados. Estos y otros dilemas más espinosos, como su respaldo a las políticas eugenésicas, confirman que los liberales, a pesar de sus preocupaciones morales, estaban lejos de ser modelos de virtud. Sugieren también, y esto es más dramático, que el elitismo del liberalismo es una marca de fábrica.

Hacia fines del siglo XIX, un grupo de economistas políticos alemanes, como Wilhelm Roscher, Bruno Hildebrand y Karl Knies, propusieron que el laissez faire era solo una teoría abstracta y que en la práctica empeoraba la vida de la mayoría de los habitantes de los países industrializados. Las ideas de estos y otros autores tuvieron una importante influencia entre los liberales europeos continentales y anglo-americanos, y permitieron que el liberalismo se dividiera en una corriente que favorecía el libre mercado y en otra, el intervencionismo estatal. Las dos corrientes se llamaron liberales. Según Rosenblatt, el término liberalismo clásico u ortodoxo pudo haber sido acuñado en ese momento por el economista francés Charles Gide, quien influido por esta escuela alemana sostuvo que los economistas “laissez fairistas” –como Frédéric Bastiat– eran en realidad conservadores complacientes, inmunes a la miseria de los pobres y que no merecían llamarse liberales, por su egoísmo y ceguera frente al bien común. Eran más bien “hedonistas modernos” o “liberales clásicos”, anclados en el pasado e incapaces de adecuar sus ideas a las nuevas realidades del mundo industrial.

La influencia alemana en el ideario liberal produjo un agresivo debate entre quienes seguían ideas sobre economía política consideradas como “antiguas”, “clásicas” u “ortodoxas”, y quienes se plegaron a las corrientes consideradas como “nuevas” o “progresistas”. Para Herbert Spencer, el llamado “nuevo” liberalismo no era más que socialismo, ya que el liberalismo verdadero era solo la búsqueda de libertad de restricciones e interferencia al ilimitado poder del sistema parlamentario. Un debate que según la autora se prolongó a lo largo de todo el siglo XX… y que en buena medida sigue vigente hasta hoy.

Uno de los aspectos más importantes de este libro, en el que se queda algo corto, es su análisis sobre la influencia que tuvieron las dos guerras mundiales y la Guerra Fría en la “americanización” del liberalismo y el retroceso de los ideales de Francia y Alemania. La alianza anglo-americana en torno al liberalismo se terminó por consolidar durante la Primera Guerra Mundial, cuando las palabras liberalismo, democracia y civilización occidental se volvieron virtualmente sinónimos y Estados Unidos, por su poderío creciente, fue el principal defensor de esta triada a la que luego terminó por encarnar. El surgimiento del fascismo y el nazismo contribuyó con este alineamiento, al definir sus ideologías venenosas en oposición a una civilización occidental asimilada al liberalismo. La Segunda Guerra Mundial solo fortificó y difundió la posición de EE.UU. como el principal representante y defensor del liberalismo, la democracia y la civilización, pero no zanjó las discordias que persistían al interior del liberalismo. Un debate que se representa en las posiciones opuestas que sostuvieron el presidente Franklin Delano Roosevelt, quien abogó por la elevación moral del liberalismo y su misión social, y Friedrich Hayek, quien llamó a volver al “antiguo liberalismo” para evitar que los países cayeran por la resbaladiza pendiente del fascismo. Pero entonces, como observa la autora, se daba por supuesto el origen anglosajón del liberalismo, omitiéndose cualquier alusión a sus orígenes franceses o alemanes.

Esta versión del liberalismo desaparece a medida que se consolida el privilegio en los derechos individuales y los intereses privados. El clima intelectual de la Guerra Fría habría impulsado a los liberales a tomar una actitud defensiva y a acentuar posiciones que los diferenciaran del menor atisbo de totalitarismo, de tal manera que su ideología se reconfiguró como un opuesto ideológico del totalitarismo de izquierda o de derecha. En el camino se perdió buena parte de su núcleo moral y su centenaria dedicación al bien común. Parte de este proceso implicó el reordenamiento de una genealogía intelectual y la inauguración de un canon de pensadores fundadores, donde se engrandeció a algunos y se redujo a otros, haciendo muchas veces lecturas mañosas. Fue así como Locke se encaramó como padre fundador y a Constant se lo leyó sin su dimensión moral y colectiva.

El clima intelectual de ansiedad y pesimismo que produjo la amenaza totalitaria terminó favoreciendo el surgimiento de un “liberalismo del miedo” y se concluyó que Francia y Alemania eran antiliberales por naturaleza o no eran liberalismos verdaderos, porque les faltaba un énfasis individual.

Una de las principales enseñanzas que deja este libro importante es que el liberalismo como idea política solo puede adquirir un sentido completo si se mira desde una perspectiva histórica, analizando los usos que con distintos fines hicieron de ella hombres y mujeres a lo largo del tiempo. Poner en orden esta historia puede evitar las confusiones que surgen cuando la gente utiliza estos términos en la arena política como una piedra donde afilan su propia hacha, sin cuidarse de caer en anacronismos y simplificaciones excesivas.

 

The Lost History of Liberalism, Helen Rosenblatt, Princeton University Press, 2018, 368 páginas, US$31.

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