En el encuentro con Lais se define el más grave punto filosófico para un hedonista, sobre todo para el primero de ellos: cómo vivir los embates del eros. Aristipo de Cirene exhibe aquí una grave desviación respecto de Sócrates, su maestro. Ni se inhibe ante los peligros del eros ni lo conecta al conocimiento verdadero; más bien se atiene a la filia, al amor lúdico y amistoso, al jugueteo mamífero, exento de posesión y arrebato, en el que los cuerpos se conocen unos con otros.
por Adán Méndez I 24 Enero 2022
En otras partes las convenciones eróticas
se entienden fácilmente;
en Atenas son complicadas.
Platón
Quienes sienten un interés vital por el hedonismo, y hasta quienes no tanto, muchas veces corren para llegar a la parte de la lujuria. Es comprensible entonces que la relación de Lais con Aristipo haya tenido esa recepción desproporcionada en la imaginación de los antiguos, tanta que hasta circuló el probable infundio de que aquel inventó la filosofía hedonista con el propósito de complacer a su “amiguita”.
Encima, esta fantasía particular se enmarca en otra mucho mayor: la figura de la hetaira despertó, y despierta todavía, una serie de asociaciones estéticas y eróticas incontrolables, consolidando un fetichismo milenario. Según este, las hetairas gozaban de un estatus propio, ocupando el vacío que dejaban, recluidas en el hogar, las mujeres respetables; tenían una cultura sofisticada, que les permitía compartir socialmente con los hombres –también en contraste con las mujeres destinadas al matrimonio–, y habrían alcanzado incluso el privilegio de administrar su propia entrega: se dice que Lais complacía a Diógenes de manera gratuita, mientras que no quiso entregarse a un tal Mirón ni siquiera a cambio de todas las posesiones de este, ni a Demóstenes ni por mil dracmas.
Entusiastas actuales han afirmado que las hetairas eran el único grupo femenino antiguo económicamente independiente y políticamente influyente. Esta fantasía pudo algunas veces realizarse: hubo hetairas sin duda muy exitosas, la propia Lais por cierto. Pero si algunas lograron independencia financiera, refinamiento cultural e influencia política, corrientemente sus posiciones resultarían mucho menos elegantes y mucho más precarias. Para Plutarco “hetaira” no es más que un eufemismo ateniense para porné: la prostituta pura y simple.
Se trata en gran medida de un asunto de entorno: porné es la prostituta callejera o de burdel; hetaira es la prostituta participante del simposio. En estas famosas comidas entre ciudadanos pudientes se creaba un espacio público al interior del hogar, del que las mujeres y los niños de la casa eran excluidos, y se introducían amigotes y prostitutas(os). Teniendo lugar el simposio, mal que mal, dentro de la casa, no se metían pornai, sino hetairai. Pero el mismo personaje podía transitar entre los ambientes, y el nombre en gran medida lo ponían los clientes, así como también eran ellos quienes juzgaban la sofisticación cultural de sus contratadas –bajo el influjo sin duda de la sofisticación que se reputaran ellos mismos. Por su parte, las involucradas procurarían acercarse todo lo posible a la imagen glamorosa de la hetaira y esquivar la figura triste de la porné, del mismo modo que los burdeles procuraban imitar la atmósfera del simposio.
También se apunta que la porné tendía a ser esclava, la hetaira tendía a ser libre. Pero hay muchos ejemplos de uso intercambiable entre estos términos –y los restantes, unos 200, con que los atenienses abundaban en torno a la prostitución. Tampoco se ha encontrado en la evidencia literaria y pictórica una diferencia precisa entre uno y otro estatus. Así como hoy en día no hay escort que esté libre de que la traten por otros nombres, la hetaira podía ser tan tratada de porné como cualquiera que ejerciera el oficio; y se hallaba inicialmente desprotegida ante las humillaciones, los abusos, los vaivenes y el cuesta abajo de la vida. Participaba, sí, del simposio, de la comunidad de los varones libres y pudientes: aunque en principio fuese parte, junto con la música, el vino y la comida, de un paquete de gasto ritual en refuerzo de la comunidad de los varones, tenía por eso mismo mejores oportunidades para generar lazos protectores. El sexo con la hetaira, no reproductivo y con atmósfera de simposio, estaba cerca de la camaradería homoerótica –para las costumbres atenienses, tenía más despejado el camino hacia la temperatura de fusión.
Precisamente en oposición a ese tipo de lazos, los poetas cómicos y oradores atacan con crudeza la imagen idealizada de la hetaira: destacan y exageran los aspectos esperpénticos de su figura, particularmente en lo que se refiere al alcohol, la lujuria y la codicia; vocean el peligro que este personaje significa para algunos valores fundamentales del buen varón ateniense, como la moderación, el autocontrol y el cuidado del patrimonio. Distinguen poco entre la porné y la hetaira, excepto en esto: más cara en todos los sentidos, y por tanto más íntima, la hetaira importa vértigo.
Esta angustia viril se delata todavía más en las características contradictorias que la literatura atribuye a las hetairas: descontroladas y manipuladoras, insignificantes y peligrosas. La marginalidad civil mixturada con la cercanía física, pasible de cercanía emocional, comprensiblemente amenazaba el equilibrio de algunos individuos. El peligro más avisado es precisamente el que resulta de afianzar lazos personales, exclusivos, con las hetairas: el hecho, o el mero amago, de sustraerlas de la comunidad de los iguales. Por si fuera poco, existe entre investigadores modernos también la opinión de que en ellas se expurgaba, simbólicamente, el fantasma del adulterio, localizando y restringiendo la sexualidad abierta de la mujer en el solo espacio del simposio: en la comunidad de los varones y no en la competencia entre ellos.
Todos estos enredos Aristipo se los tomó con excelente humor. La comodidad con que este filósofo respondía a la emergencia erótica resultó no solo excepcional, sino ejemplar: personificó el gozo franco de esta catarata de placer, y el dominio de su vértigo. En el prolongado encuentro con Lais se define este punto filosófico, grave para un hedonista, sobre todo para el primero de ellos.
Poco interesado en el alma, Aristipo Socrático –como se lo llamaba también– exhibe aquí una grave desviación respecto de su maestro. Mientras que el Sócrates de Jenofonte avisa de los peligros extremos del eros, y el Sócrates de Platón une el eros al conocimiento verdadero, en Aristipo no existe una materia realmente erótica; más bien se atiene a la filia, al amor lúdico y amistoso, al jugueteo mamífero, exento de posesión y arrebato, en el que los cuerpos se conocen unos con otros. La guía segura que son las sensaciones placenteras marca esta ruta, que es la del goce y no la del conocimiento, la fusión, la sublimación o la castidad.
Cuando lo achacan con que Lais no lo quiere, Aristipo contesta que ni el vino ni los pescados lo quieren tampoco, pero él feliz disfruta de ellos. Parece comprar el paquete entero del simposio –conversación, música, vino, comida, hetairas–, salvo que no su contraparte: el espacio político inserto en el espacio doméstico, la comunidad de los hombres de bien. Jenofonte cuenta que Aristipo se declaraba “extranjero en todas partes”, y en realidad parece andar de extranjero por los asuntos eróticos, alojándose apenas en los lugares más plácidos y excelentes: Aristipo no se masturbará, como Diógenes, deseando que al hambre se la pudiera también pasar frotándose el estómago; ni su tipo de deseos sexuales podrán ser satisfechos, como los de Antístenes, invirtiendo solo un óbolo; ni su solución al asunto sexual será “el primero que llegue con la primera que encuentre”. Estas respuestas cínicas a la cuestión erótica, aunque ellas mismas muy divertidas, importan sobre todo una crítica y hasta un rechazo del placer. El sí de Aristipo al placer consiste en buscar no el modo más fácil de cancelar el deseo, sino el modo mejor de realmente satisfacerlo, el más delicioso: su refinamiento marca su dominio. Y ese dominio lo demuestra andando: el vínculo con Lais es el vínculo con una experta, acude a ella por los mismos motivos que acudía a un cocinero cuando necesitaba preparar un banquete, y a un orador cuando necesitaba ganar un juicio.
Aunque Aristipo no fue hombre de una sola meretriz, sus anécdotas con Lais muestran una opción preferencial, y una determinación de escogerla y gozar con ella –no es siempre el caso: en la anécdota de las tres hetairas deslumbra con su autoridad como elector, que campa sobre la norma tácita de la elección que le propone el tirano Dionisio; con su delicadeza también; pero sobre todo con su desconcertante y olímpico desasimiento. La historia tuvo que ser bastante popular, porque Ateneo la menciona sin contarla, dándola por conocida. En Diógenes Laercio se encuentra el registro más antiguo de este misterio pagano, que ilustra cuál es el ejemplo de Aristipo: amplia libertad de tomar, amplia libertad de soltar.
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Algunos textos:
Cicerón (106-45 a. C.)
Y además, incluso Aristipo, el discípulo de Sócrates, no se sonrojó cuando le reprocharon que tuviera a Lais, sino que dijo: “Tengo, no soy tenido”.
Plutarco (45-120)
Porque el amor, cuando alcanza a un alma noble y joven, por medio de la amistad conduce a la virtud; pero las pasiones intensas por las mujeres, en los mejores casos apuntan solo al goce carnal y a coger el fruto de la mejor edad, como mostró Aristipo contestando a uno que le decía que Lais no lo quería: “Tampoco me quieren el vino y el pescado, pero yo feliz gozo con ellos”.
Diógenes Laercio (siglo II-siglo III)
§ Dionisio le dio a escoger entre tres hetairas, pero Aristipo escogió a las tres juntas diciendo que incluso a Paris le fue pésimo escogiendo a una sola. Pero después que las acompañó hasta la puerta, las dejó ir.
§ Entraba acompañado de un joven a la casa de una hetaira y notó que este se sonrojaba. Le dijo: “La vergüenza no es entrar, la vergüenza es no poder salir”.
§ Tenía tratos con la hetaira Lais… y cuando lo criticaban decía: “Tengo a Lais, pero ella no me tiene a mí: lo mejor es dominar los placeres, sin dejarse arrastrar por ellos, y no la abstinencia total”.
Lactancio (230-325)
§ Aristipo, maestro de los cirenaicos, tenía relaciones con Lais, famosa prostituta. Y este doctor de la filosofía justificaba este escándalo diciendo que existía una gran diferencia entre él y los demás amantes de Lais, porque él tenía a Lais mientras que los demás eran tenidos por ella. ¡Oh, qué sabiduría más grande, digna de que los mejores la imiten! ¿Confiarías tus hijos a este maestro, para que les enseñe a tener una prostituta?… Aquí ella fue más sabia: al tener como amante a un filósofo, los jóvenes se precipitaron a ella sin pudor, corrompidos por el ejemplo y la autoridad del maestro (…) y no contento con esto, empezó a defender el placer, y sus costumbres del lupanar las llevó a la escuela, enseñando que el placer del cuerpo era el bien supremo. Doctrina execrable e indigna, que no nació en el corazón de un filósofo, sino en el seno de una prostituta.
§ No mejor que los cínicos es Aristipo, quien, según creo por darle el gusto a su amiguita Lais, fundó la doctrina cirenaica donde coloca el bien supremo en el placer del cuerpo, de manera que sus faltas no carecieran de autoridad ni sus vicios de doctrina.
Ateneo (siglo III)
Aristipo, todos los años, pasaba un par de meses en Egina, con Lais, durante las fiestas a Poseidón. Uno de sus sirvientes le objetó: “Tú gastas tanto en ella y ella se regala con Diógenes”. A lo que Aristipo contestó: “Gasto tanto en ella para disfrutarla, no para que no la disfrute otro”.
Juan Crisóstomo (347-407)
Aristipo pagó prostitutas carísimas.
El ejemplo de Aristipo. Vida, opiniones y sentencias del primer filósofo hedonista, Adán Méndez, Ediciones UDP, 2022, 224 páginas, $17.000.