por Patricio Tapia
por Patricio Tapia I 22 Octubre 2018
Comentando el libro del historiador Carlo Ginzburg El hilo y las huellas, Keith Thomas —eminente historiador inglés— señalaba que una vez lo acompañó a una librería en una visita a Oxford, pero que Ginzburg no se mostró interesado en la gran sección histórica, sino en los estantes con obras de antropología, filosofía y teoría literaria. “En ese momento”, dice Thomas, “aprendí la diferencia entre un mero historiador y un intelectual europeo”.
Carlo Ginzburg (1939) es ciertamente un intelectual de amplias perspectivas, nutridas en una familia de intelectuales (nieto del histólogo Giuseppe Levi, sus padres fueron parte de la resistencia antifascista: el profesor de literatura rusa Leone Ginzburg y la novelista Natalia Ginzburg). Sus múltiples intereses, sin embargo, se decantaron por la historia, pero fertilizada por distintas disciplinas: los aportes de la antropología, los métodos de los filólogos (la importancia de leer “entre líneas”, cada texto contiene elementos no controlados) y de los historiadores del arte y connoisseurs (conocedores), que atribuyen una obra a menudo sobre la base de elementos formales.
En su trayectoria intelectual fue muy importante el trabajo sobre los archivos de la Inquisición. En su primer libro, Los benandanti (1966) estudió una secta del siglo XVI de hechiceros que “van hacia el bien” librando “batallas nocturnas” contra los brujos, de las que dependían tanto la fertilidad de las cosechas como la fe cristiana. El más conocido de sus libros es El queso y los gusanos (1976), sobre un molinero quemado en la hoguera después de concebir una cosmogonía personal a partir de sus lecturas. Su examen de los archivos inquisitoriales finalizó con Historia nocturna (1989): a partir de un rumor difundido en el siglo XIV de una conspiración anti-cristiana, indaga los elementos religiosos muy anteriores que configuran esas creencias. En la reconstrucción de los mecanismos ideológicos que facilitaron la persecución de la brujería en Europa estudia las raíces folclóricas y populares del aquelarre, para después vincular mitos de entornos culturales distintos, mediante afinidades formales.
Ginzburg también ha tenido interés por cuestiones metodológicas; en el ensayo “Indicios” (1979) se mostró atento a algunos elementos aparentemente insignificantes, por lo que junto a El queso y los gusanos se lo conectó con la corriente “microhistórica”. Es difícil saber si por cierto desagrado ante las modas o por la exploración de otras perspectivas, Ginzburg se mostró por un tiempo reacio a las referencias de la “microhistoria” y al “paradigma indiciario”.
Un ejemplo de su interés por las artes visuales y sus vinculaciones culturales es su libro Pesquisa sobre Piero (1981), acerca del pintor del siglo XV Piero della Francesca. Por otra parte, desde un artículo temprano —“De Warburg a Gombrich” (1966), recogido en Mitos, emblemas, indicios— hasta su último libro, Paura, reverenza, terror (“Miedo, reverencia, terror”, 2015), la figura del heterodoxo historiador del arte Aby Warburg ha sido determinante. En este último libro aborda distintas obras: una copa de plata dorada de 1530 y sus inscripciones con escenas de los indios de América; la pintura de la muerte de Marat hecha por Jacques-Louis David; la imagen del Leviatán de Hobbes; la pintura Guernica de Picasso; el póster de Lord Kitchener donde un militar apunta con el dedo diciendo que tu país te necesita. A pesar de su aparente diversidad, los estudios están atravesados por la noción de Pathosformeln (“fórmulas de pathos”) propuesta por Warburg y así analiza el resurgimiento de los gestos de iconografías paganas al servicio de la iconografía cristiana o revolucionaria, y le permite acercarse a temas más amplios, como la secularización.
La tensión entre racionalidad e irracionalidad ha sido otra constante en la obra de Ginzburg, algo que también comparte con Warburg. En un artículo sobre la gran biblioteca de Warburg (“Une machine à penser”, 2012), Ginzburg recordaba que su mentor, Delio Cantimori, se refirió una vez a los warburgianos como “salamandras altamente racionales”, capaces de pasar por el fuego sin quemarse, aunque Warburg pagó con la locura sus incursiones en lo irracional.
Además Ginzburg tiene inspiraciones científicas. Más de una vez le ha dado importancia a la escala en la observación. En Ojazos de madera (1998) examinó la noción de “distancia” desde distintas perspectivas; en Miedo, reverencia, terror habla de los ensayos “o experimentos” reunidos allí; y la “microhistoria” recuerda a la observación con un microscopio…
Sí. En una colección de ensayos que acaba de aparecer, dedicada a mi abuelo, Giuseppe Levi, entregué un breve comentario sobre esto, basado en mis propios recuerdos.
En efecto. Mi encuentro con Les Rois thaumaturges, de Bloch, me dio el impulso definitivo hacia la historia. A lo largo de los años, he mantenido una especie de diálogo imaginario con la obra de Bloch.
El libro era ciertamente poco usual y levantó algunas recepciones polémicas. Pero, en general, las reacciones fueron muy amigables y el libro repentinamente comenzó a traducirse a muchos idiomas: 24.
La historia social es una etiqueta vaga, y debo confesar que no estoy particularmente interesado en las etiquetas.
Si alguien sugiriera que incluso la microhistoria es una etiqueta, inmediatamente estaría de acuerdo: deberíamos tratar de ser específicos, conectando la etiqueta a la investigación real, con una base empírica. Esto es lo que intenté hacer en el ensayo que menciona, así como en uno anterior, “La latitud, los esclavos, la Biblia: un experimento de microhistoria”, en la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar (y que está disponible en línea). En este último ensayo traté de mostrar que un solo caso, analizado en profundidad podría allanar el camino a una gran generalización. En el primer ensayo reflexioné sobre esta estrategia de investigación, tratando de ubicar la microhistoria en un marco intelectual más amplio, así como proporcionar una justificación teórica más profunda para ella. Pero esto era mi propia versión de la microhistoria. Hablar de una ortodoxia sería ridículo.
Suelo decir que la historia para mí, como práctica cognitiva, no es una fortaleza sino un aeropuerto: un lugar desde el cual puedes salir en diferentes direcciones (y al que puedes regresar).
En el texto que menciona dije que durante algunos años, mientras trabajaba en el estereotipo del sabbat de las brujas, buscaba analogías en Europa y más allá de Europa —estaba haciendo morfología sin ser consciente de ello—. Las observaciones de Wittgenstein, que oponen una presentación sincrónica a la presentación supuestamente genética de Frazer respecto de la evidencia, fue una revelación. Comencé a usar la morfología como una herramienta cognitiva, aunque en última instancia intenté convertir las semejanzas morfológicas que había reunido en conexiones históricas hipotéticas. De hecho, la tercera sección de mi libro sobre el sabbat de las brujas se titula “conexiones euroasiáticas”.
En mi libro sobre Piero, las pruebas formales se pusieron deliberadamente un poco de lado: esto era parte del experimento, centrándose en la iconografía y los mecenas. Pero me fascina la labor de los connoisseurs, como se puede ver en un reciente ensayo, “Pequeñas diferencias”, publicado en la revista Contrahistorias, de 2017.
El historiador tendrá varias actividades en la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política de la Universidad Católica. El lunes 22, a las 13 horas, dará la conferencia magistral “Schema and Bias. A Historian’s Reflection on Double-Blind Experiments”; el martes 23, a las 11:30 horas, además de la presentación del dossier sobre su obra de la revista “Taller de Letras”, impartirá la presentación: “El caso y la casualidad. Algunas reflexiones retrospectivas”; y el jueves 25, a las 11:30 horas, participará en el Seminario “Lo traducible y lo intraducible”.
Lamentablemente nunca tuve la oportunidad de conocer a Roberto Longhi. Escuché mucho sobre él a través de mi amigo Enrico Castelnuovo, un brillante historiador del arte, que había sido alumno de Longhi.
Efectivamente, pero nadie es perfecto.
Aby Warburg y la tradición inspirada (de maneras muy diferentes) por su obra, desde Ernst Gombrich hasta Michael Baxandall, ha sido extremadamente importante para mí.
Warburg argumentó que en el arte griego antiguo las emociones extremas (miedo, éxtasis religioso y así con otras) se transmitían mediante fórmulas que fueron redescubiertas y reutilizadas por los artistas italianos en el Renacimiento.
Sí, lo hizo. El impulso de trabajar en fenómenos irracionales desde una perspectiva racional (no racionalista) existía desde antes de mi encuentro con la obra de Warburg y el Instituto Warburg, pero ciertamente fue reforzado por ellos.
No soy el mejor juez.
por Francisco Martín Cabrero