Un veterano de tres guerras: las razones del éxito

Sin campaña de prensa ni una gran editorial detrás, la autobiografía de un abogado y militar chileno nacido en 1856 ha figurado durante más de 65 semanas en la lista de los libros más vendidos de no ficción. Un tema que parece muy alejado de los intereses de los lectores que este mismo ranking revela: libros de autoayuda, fútbol, youtubers y teorías conspirativas de la historia chilena. La riqueza de los detalles, el carácter progresista de su protagonista y la intensa sensación de verdad que transmite la narración ayudan a comprender este inusitado fenómeno de lectura.

por Marcelo Somarriva I 30 Julio 2016

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¿Por qué un libro como este se convierte en un éxito de ventas? Porque es bueno, dirán algunos, como para cerrar este asunto de golpe, pero en realidad la calidad de un libro nunca ha sido indicador de su popularidad y viceversa. Por cada título bueno que no se vende hay montañas de otros pésimos que se venden mucho, y la popularidad de un libro tampoco debiera llevarnos a desconfiar de su calidad. Siempre ha habido excelentes libros que han sido muy populares y es penoso escuchar la queja por la mala calidad de las obras exitosas y el escaso éxito de las supuestamente buenas.

Vistas desde cierta distancia, las modas editoriales o literarias son un asunto curioso y difícil de comprender. Cualquiera que frecuente esos cementerios de libros que son las librerías de segunda mano podrá toparse con montones de títulos que alguna vez fueron populares y que hoy acumulan moho. Pero de repente y de manera inesperada, algunos de estos olvidados nombres del pasado regresan del más allá, como ha ocurrido con Stefan Zweig, Curzio Malaparte y Vicki Baum, entre otros autores de moda de los años 40 y 50 que han vuelto en flamantes reediciones. La historia del gusto literario chileno es un asunto interesante que no se ha estudiado lo suficiente. Alguna vez Filebo (Luis Sánchez Latorre) me comentó que a mediados del siglo pasado los santiaguinos, junto con leer a autores europeos como los recién mencionados, buscaban libros locales sobre temas rurales y que le parecía sorprendente que la gente hiciera cola para leer las últimas entregas de Luis Durand y Eduardo Barrios.

Podría pensarse razonablemente que el tema de un libro popular es un indicio de las preocupaciones y anhelos de sus lectores, pero la mayoría de las veces la literatura hace un comentario oblicuo de la actualidad que es difícil detectar. Cuando vi por primera vez un ejemplar de Un veterano de tres guerras, pensé de inmediato en algo latoso, como los recuerdos del general Estanislao del Campo. El sello editorial de la Academia de Historia Militar de Chile no auguraba nada bueno y creo no ser el único que considera a la historia militar como una de las formas más elaboradas del aburrimiento y a la exaltación de las glorias del Ejército como algo sospechoso. Cuando me volví a topar con este volumen, la campaña del boca a boca ya estaba operando y su popularidad iba en aumento, pero yo seguía inmune a sus efectos, pensando que el libro era el perfecto regalo para el día del padre, un artefacto anticuado y varonil como un frasco de gomina. Le atribuí su popularidad a su temática militar y temblé un poco al pensar que el libro removiera una especie de añoranza postiza en sus lectores por las guerras que no habían peleado.

Pero me equivoqué. Tuvieron que obligarme a leer Un veterano de tres guerras para constatar que es un libro muy  bueno y que las miles de personas que se decidieron a comprarlo hicieron lo correcto. Se ha dicho con justicia que el libro es entretenido, ameno, que se lee como “una novela”, que informa sobre la historia nacional entregando datos reveladores y curiosos sobre el pasado. Todo esto es cierto, pero estas son características comunes de los libros de memorias, que en la literatura chilena del siglo XIX tiene muchos buenos exponentes, como los recuerdos de Zapiola o Pérez Rosales. Pero el libro tiene dos características bastante peculiares dentro del género de la autobiografía, que podrían explicar su popularidad.

Para revisar la primera de estas características hay que considerar que el libro fue editado o “armado” por el periodista Guillermo Parvex, a partir de una serie de apuntes escritos a mano que heredó de su abuelo, Guillermo Canales, y que tuvo el acierto de hilvanar en un solo relato en primera persona. Según cuenta Parvex en la presentación de su trabajo, estos apuntes habrían sido el resultado de una serie de largas conversaciones de su abuelo con José Miguel Varela –el veterano en cuestión– hacia el final de la vida de este. Pero Varela tenía además sus propias anotaciones autobiográficas, que Canales habría incorporado a su relato para completarlo. Al leer Un veterano de tres guerras se deduce claramente que Varela  llevaba una especie de diario de vida o que tenía el hábito de apuntar sus actividades diarias y que por temperamento tal vez registraba hechos, cosas y reflexiones, más que sentimientos u otros asuntos íntimos. La mezcla o interpolación de estas anotaciones captadas en el momento mismo de su ocurrencia en una narración oral permite que diversos detalles que habitualmente se olvidan varias décadas más tarde permanezcan en el tiempo. No es raro que al final de su vida Varela haya terminado trabajando como notario, porque parece haber tenido una singular tendencia por el registro. Varela consigna hasta los muebles que había en muchas de las piezas donde estuvo e incluso enumera algunas de sus compras. Observa, por ejemplo, que su primera reunión de reclutamiento en el Ejército la tuvo en una habitación que tenía “un escritorio muy grande, con un sillón giratorio de madera y adosados a un muro una poltrona para tres personas y dos sillas estilo vienés”, y que en una oportunidad gastó su exiguo sueldo militar en una tienda del norte donde compró una colonia para caballeros Goeckel, dos jabones, 10 o más cajas de fósforos Ellis, fabricados en Rancagua, y media docena de paquetes de cigarrillos Napoleón de Valparaíso. Esta fijación de acontecimientos, usos y cientos de objetos del pasado, da a los recuerdos de Varela un color muy vivo. Se trata de detalles generalmente visuales que no solo dan inmediatez a su historia, sino también una luminosidad y nitidez extraordinarias. 

Un veterano de tres guerras es el testimonio de un chileno de clase media, provinciano, educado y empeñoso. Esta es otra particularidad suya a la que también podría atribuirse su éxito. En la literatura chilena de memorias este tipo de recuerdos son muy escasos e incluso la historiografía chilena del siglo XIX, que ha tendido a concentrarse en las clases altas o bajas, ha puesto poca atención en la clase media o la ha tratado de manera poco generosa. José Miguel Varela nació en Concepción y quedó tempranamente huérfano. Estudió en el Liceo de Concepción, que entonces tenía medio siglo de existencia, y en esa misma institución siguió el Curso Fiscal de Leyes, donde se graduó de abogado. Recién titulado, Varela trabajó un tiempo como profesor en Puerto Montt hasta que decidió enrolarse en el Ejército para pelear en la Guerra del Pacífico. Nunca dice exactamente por qué razones tomó esta decisión, pero da a entender que el país completo había caído en una especie de furor patriótico a consecuencia de la tragedia de la Esmeralda en el combate naval de Iquique. No obstante esta advertencia, cuando el joven abogado llegó a enrolarse era el único que lo hacía de manera voluntaria, ya que todos sus compañeros habían sido reclutados por la fuerza. A partir de ese momento, Varela inició una carrera militar que interrumpió en 1890, cuando fue dado de baja del Ejército.

El título “Un veterano de tres guerras” puede resultar engañoso, porque estos recuerdos no son estrictamente militares. Aquí hay mucho más. La hoja de servicios de Varela en el Ejército, incluida como anexo al final del libro, consigna que su carrera militar fue exitosa, pero sus relaciones con esta institución –y con el poder político– fueron más bien malas y estuvieron atravesadas por un sentimiento de decepción persistente. Varela intervino en tres conflictos bélicos: la Guerra del Pacífico, la supuesta campaña de “pacificación” de La Araucanía y en la Guerra Civil de 1891. Y su visión de cada una de ellas es radicalmente diferente.

veterano

Sus descripciones de los enfrentamientos en los que participó durante la Guerra del Pacífico son escalofriantes. El relato que hace de los “pechazos” de la caballería chilena, “chivateando” o dando unos gritos guturales que los soldados habían aprendido en las campañas de Arauco y moviendo sus sables como remolinos en su carga contra tropas peruanas y bolivianas, es algo que no se olvida fácilmente.

Pero sus recuerdos de esta campaña no se reducen a estos enfrentamientos sangrientos, Varela describe la vida de la tropa, que estaba integrada por peones, estibadores, profesores, campesinos, estudiantes, comerciantes, artistas, talabarteros, albañiles, caldereros, sastres y cientos de otros civiles. A lo largo del libro Varela reiteradamente lamenta el abandono en que el Ejército y el Estado de Chile mantuvieron a estos ciudadanos, que fueron a dar su vida en esta guerra sin recibir sueldo ni recompensa. Es notorio que sus recuerdos de las otras campañas militares en las que intervino no tienen el mismo sentido de propósito que atribuyó a la guerra del 79 y su recuento es mucho más amargo.

Varela llegó a la Frontera para integrar el Regimiento de Húsares de Angol, comisionado para vigilar a indígenas y bandidos que amenazaban el proceso de colonización de la región, pero terminó simpatizando con ellos. Observa que las bandas de forajidos que asolaban la Región de La Araucanía estaban compuestas en su mayoría por antiguos soldados de la guerra del 79, “que por poderosas razones debieron dedicarse a delinquir”. Varela, en cambio, entrega una imagen pésima del cruel teniente Pedro Trizano, militar encargado de la policía rural en la región. Hacia 1888 el Presidente Balmaceda lo designó en la comisión repartidora de tierras fiscales, donde fue testigo directo de los abusos que muchos hacendados de la Frontera cometieron con los propietarios mapuches. No deja de ser curioso que uno de los pocos combates que Varela describe en esta etapa de su vida sea un enfrentamiento con una cuadrilla de guerrilleros formada por estos mismos hacendados del sur que querían matarlo.

En Un veterano de tres guerras puede leerse entre líneas una soterrada animosidad contra la oligarquía chilena. Haciendo la salvedad de la familia del Presidente Balmaceda, la imagen que presenta de esta clase no es muy feliz. Su lealtad con los hermanos Balmaceda lo llevó poco tiempo después a volver al frente de batalla en la guerra civil de 1891. Varela peleó en la batalla de Placilla, contra muchos de sus antiguos compañeros de armas. Su narración de este enfrentamiento está marcada por su “profunda tristeza”. Su descripción del descuartizamiento del general Barbosa produce dolor físico.

La escritura de memorias como esta suele ser la ocasión perfecta para pasar en limpio o dar coherencia a la vida de quien las escribe y que este se retrate de la mejor manera posible; adoptando muchas veces una pose heroica o ejemplar, resaltando o inventando toda clase de virtudes. Por esta razón este género literario ha producido grandes monumentos a la mentira o la falsa modestia. Con esta sospecha en mente, uno podría preguntarse si Varela se presenta en sus recuerdos deliberadamente como un sujeto correcto y bien intencionado, dando testimonio de su responsabilidad, lealtad, devoción y patriotismo. Pero algo en el tono de estas páginas transmite una impresión de verdad, y también de candor y sencillez, sugiriendo que Varela pudo haber tenido un corazón simple, pero grande. Lo delata su propio lenguaje: ya nadie tiene “lindas vacaciones”.

La condición social de Varela, sus desplazamientos a lo largo de Chile y sus diversas ocupaciones han permitido, según sostienen algunos, que su historia haya entusiasmado a toda clase de lectores. Pero hay una afirmación suya sobre su posición política que es necesario tomar en cuenta para comprender la popularidad transversal de estas memorias. Hacia el final de su libro, Varela se define políticamente como un nacionalista de ideas progresistas, posición que podría responder a su vinculación con el derrotado bando balmacedista, pues observa que quienes pensaban como él, se encontraban “repudiados y marginados” al terminar el siglo XIX. Pero es importante detenerse en la definición que da de su patriotismo: “Cuando hablo de nacionalistas”, dice, “hago referencia a aquellos que heredamos el pensamiento de los hombres que querían un Chile fuerte y progresista, pero que tenían la conciencia de que para que esto ocurriera el progreso tenía que llegar a cada uno de sus habitantes, partiendo por entregar a todos una sólida educación”. Varela recalca que su posición no debe confundirse con la de los nacionalsocialistas ni con las ideologías “ultranacionalistas” de Nicolás Palacios, el autor de Raza chilena, libro muy en boga en la época del Centenario.

Varela, más que haber sido un veterano de tres guerras, fue, como él mismo dice, un sobreviviente de 20 gobiernos y un testigo de la transformación del país de un siglo a otro: “Un hombre que nació en un Chile prácticamente colonial y tuvo la ayuda divina para ver las grandes transformaciones sociales que experimentó”. Estos cambios sociales le produjeron cierta alarma y sospecha de lo que llama la “borrachera de la modernidad”, que el país comenzaba a vivir en las primeras décadas del siglo XX. Sus sospechas frente a esta modernización apuntaban principalmente al perjuicio que esta estaba causando en las clases populares. “En mi infancia también había muchos pobres, pero que yo recuerde no corrían el riesgo de morirse de hambre”.

El hambre y las comidas ocupan parte importante de este libro. Sorprende la atención que Varela dedica en sus memorias a la comida: ajiacos, vacas asadas completas, cebollas crudas comidas como manzanas verdes, los dulces y tizanas de Lima, ponches de culén, néctares de duraznos, picarones, empanadas, buñuelos con chancaca derretida, pescado frito, cazuelas de vaca y gallina, caldos de cabeza, bistec a lo pobre en ocasiones de mantel largo y una larga serie de recuerdos, en los que “mi paladar y mi estómago fueron absolutamente dichosos”. Es indudable que gran parte del encanto de este libro son sus descripciones de una sociabilidad sencilla y afectuosa, tanto en el campo de batalla como en la vida civil –incluyendo caballos y perros–, muchas veces bajo un cielo abierto. En general, estas descripciones de la vida chilena del siglo XIX recuerdan la observación que hizo Orwell sobre la literatura norteamericana de mediados de ese mismo siglo, cuando “la vida tenía una calidad boyante, despreocupada, que puede sentirse en su lectura, como una sensación física en el estómago”.

La lectura de estas páginas, a pesar de todas las adversidades y conflictos descritos, produce una sensación de camaradería y espacio que hoy parece dolorosamente lejana.

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