por Evelyn Erlij
por Evelyn Erlij I 8 Mayo 2018
En 1968, la filosofía tuvo su propia crisis. Mientras en las calles de París se agitaban lienzos en los que se anunciaba una nueva trinidad revolucionaria, “Marx, Mao, Marcuse”, los pensadores de la Escuela de Frankfurt, según cuenta Stuart Jeffries en Gran hotel abismo, se peleaban por escrito: por un lado, el citado Herbert Marcuse celebraba la lucha callejera y miraba la revuelta estudiantil y obrera como un paso loable de la teoría a la práctica; y por otro, Theodor Adorno alegaba que los años 60 no eran tiempos para la “postura fácil” de la acción, sino para el “duro trabajo de pensar”.
En Francia, la envergadura del movimiento popular forzó a los intelectuales a tomar posición. Foucault, que por entonces vivía en Túnez, miró los hechos con cierta distancia: cuando volvió a París, en noviembre del 68, lo impactó la furia de los discursos, un tono que, según contó en 1975, le recordó la retórica del Partido Comunista “en su período más estalinista”. Barthes, por su parte, celebró la explosión de una “palabra salvaje” que, a través de malabares lingüísticos, engendró frases del tipo “prohibido prohibir” o “sean realistas, pidan lo imposible”.
Para los conservadores, Mayo del 68 es el origen de los males de estos tiempos –desprecio por la autoridad, crisis del concepto de familia, violencia y terrorismo–, pero más allá de la infinidad de opiniones, lo esencial es que reflejan una memoria conflictiva y multidimensional. De ahí que una buena manera de entender los hechos sea buscar respuestas en textos de ficción, filosofía, memorias y ensayos publicados antes y después de 1968, que permiten armar el puzle de esas ocho semanas que remecieron al mundo.
Poco después de 1968, el famoso historiador francés Fernand Braudel salió en defensa de lo que llamó “aquella primavera deslumbrante”: “La revolución del 68 tuvo lugar en la medida en que entró en la moral”, afirmó. No es un legado exclusivo de las revueltas francesas –en Estados Unidos y en otras partes del mundo se vivía también un despertar sexual y una toma de conciencia sobre los derechos de las minorías raciales y de género–, pero en el país de los existencialistas, 20 años antes del estallido, se había publicado un ensayo fundacional para el feminismo occidental: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, un texto que se convirtió, como cuenta la escritora María Moreno, en “el Libro Rojo de la nueva feminidad”.
El objetivo de Beauvoir no era exigir igualdad constitucional para las mujeres, sino denunciar la desventaja cultural y social. Tomando ideas y conceptos del marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo, la autora propone un análisis radical: la gran derrota histórica de este “segundo sexo”, relegado a un rincón de la Historia, tuvo lugar cuando apareció la propiedad privada y el hombre se convirtió en dueño de los esclavos, de la tierra y también de la mujer. A estas alturas, la tesis del libro es famosa: “No se nace mujer: se llega a serlo”.
En los años 60, y en particular en la Francia post-68, la desigualdad de género se instaló en la agenda de la izquierda de forma definitiva e imposible de entender sin los aportes de Beauvoir. Mayo del 68 visibilizó y aceleró a nivel local las mutaciones culturales y sociales de los años 60: el cuerpo pasó a ser un territorio político, como dijo luego Foucault, y la libertad sexual fue la forma en que los babyboomers del 68 derrocaron la vieja moral.
Las reivindicaciones estrictamente feministas comenzaron un par de meses después de las protestas, pero durante las huelgas las mujeres constataron, como se lee en El segundo sexo, que el prestigio viril estaba “muy lejos de haberse borrado”. Según la historiadora Florence Rochefort, las jóvenes eran minoría en las marchas y sus camaradas las seguían viendo en ellas roles serviciales o de compañía. Sin embargo, a la larga el impulso revolucionario tuvo sus efectos, y en los 70 las feministas y los homosexuales se organizaron para combatir un nuevo enemigo: el orden heteropatriarcal.
Sylvie Chaperon, otra especialista del tema, explica que Beauvoir contribuyó a redefinir el feminismo de la segunda mitad del siglo XX al politizar las cuestiones privadas y al reclamar la libre expresión de las mujeres, una “revolución de la palabra” que constituyó un eje central de Mayo del 68, según escribe Michel de Certeau en el libro La prise de parole, escrito ese mismo año: una particularidad de la revuelta fue que la palabra fue tomada por jóvenes, mujeres, anónimos; grupos que hasta entonces no tenían autoridad para hacerlo y cuyo gesto fue leído como un desacato a la autoridad y a la jerarquía. De ahí nace su imagen idílica: Mayo, ante todo, fue un grito colectivo de libertad.
Los años 60 fueron tiempos de cambio, y mientras Barthes, Derrida o Kristeva revolucionaban las formas de entender y analizar los textos –su escritura, lectura y formas de producción–, la literatura vivía su propio remezón: se hablaba de la muerte del tema, de la crisis del autor y de una rebelión contra las formas clásicas, según Patrick Combes, autor de Mai 68, les écrivains, la littérature (2008). Desde los años 50, varios movimientos literarios derrocaron las viejas normas de la escritura, entre ellos, el nouveau roman, el grupo experimental OuLiPo y los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza. Un lema de 1967 atribuido a esta última corriente vaticinó el ímpetu creativo de las revueltas del 68: “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre sea intercambiada por el riesgo a morir de aburrimiento”.
Mayo se convirtió en un tópico literario que más tarde inspiró un sinfín de libros, pero para comprender el malestar social que despertó a las masas, y en particular a los jóvenes, la literatura pre-68 es clarificadora. Las cosas, de Georges Perec, es quizás el retrato sociológico más lúcido de la época y de esa generación que Godard llamó “los hijos de Marx y Coca-Cola”: a través de la historia de Jérôme y Sylvie, una pareja de veinteañeros que trabaja para empresas de publicidad y que se entrega al placer de los objetos, el escritor inmortalizó la naciente sociedad de consumo que comenzaba a atosigar a una juventud sometida a sus aspiraciones materiales y encandilada por los medios de comunicación.
Las cosasescribió Perec en la novela. De paso, anunció lo que Guy Debord advirtió dos años más tarde en La sociedad del espectáculo, a saber: la vida social había sido colonizada por las mercancías, que ser se convirtió en sinónimo de tener, y que tener devino en parecer.
Daniel Cohn-Bendit frente a La Sorbona. Autor de Forget 68.
En los años 60 circularon, dialogaron y convivieron una multiplicidad de ideas y corrientes filosóficas dedicadas a desentrañar el poder, el lenguaje, el marxismo o la psicología, por mencionar algunas áreas, y en ese panorama, un universo de pensadores heterogéneos se dedicaron a modificar el paisaje intelectual: Althusser, Barthes, Foucault, Lacan y Derrida, entre otros, abrieron las mentes de los estudiantes y desataron debates sulfurosos en seminarios abiertos y en aulas universitarias.
Gilles Deleuze fue uno de los filósofos que más cuestionó el impulso creador con el que las masas buscaron instalar una nueva subjetividad durante Mayo del 68. La revuelta popular, sumada a sus lecturas de Foucault y a sus discusiones con Félix Guattari, lo llevaron a centrar su interés en lo estrictamente político, un giro en su obra que lo hizo volcarse al análisis del capitalismo, como quedó de manifiesto en dos de sus obras esenciales, coescritas junto a Guattari: El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980). En ellas, pusieron en marcha una premisa que Deleuze describió así en su libro Conservaciones (1990): “No creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y su evolución”.
Para Deleuze y Guattari, la explosión social del 68 y su consecuente desestabilización pasajera del orden establecido dejó a la vista una idea que desarrollaron en El Anti-Edipo: que la catexis de deseo revolucionaria (es decir, la energía psíquica de la revolución) es capaz de minar al capitalismo. “¿De dónde vendrá la revolución y bajo qué forma en las masas explotadas? Es como la muerte: ¿dónde, cuándo? Un flujo descodificado, desterritorializado, que mana demasiado lejos, que corta demasiado fino, escapando a la axiomática del capitalismo. ¿Un Castro, un árabe, un pantera negra, un chino en el horizonte? ¿Un Mayo del 68, un maoísta del interior? (…) ¿de dónde vendrá la nueva irrupción de deseo?”.
La imagen de esta revuelta popular masiva persiguió a Deleuze en los años venideros y lo llevó a articular una fórmula que se volvió famosa a la hora de hablar del tema: “¿Qué es Mayo del 68? Un devenir revolucionario sin futuro de revolución”, o como dice el historiador Boris Gobille, un acto simbólico que engendró un “sentido de lo posible”: el capitalismo, que siempre había parecido inamovible, se mostró durante dos meses como un sistema vulnerable.
Pero esa interrupción fugaz y simbólica de la continuidad histórica desde la micropolítica –Deleuze y Guattari hablan de Mayo del 68 como un movimiento “molecular” en Mil mesetas– también significó que los poderes perdieran el miedo a la energía revolucionaria, ya que el fracaso de la revuelta demostró una “impotencia radical” para crear un nuevo orden político, como lo plantearon en su ensayo Mai 68 n’a pas eu lieu (1984), cuyo título (Mayo del 68 no tuvo lugar) prueba la distancia que ambos tomaron en los años posteriores frente al suceso.
No hay fenómeno colectivo, por más revolucionario que sea, que no tenga un portavoz, un personaje carismático o una estrella mediática, y en el caso de Mayo del 68 el elegido fue Daniel Cohn-Bendit, un veinteañero franco-alemán conocido como Dany El Rojo, uno de los rostros principales de la revuelta. Convertido hoy en un célebre y exitoso euro-diputado de la bancada ecologista, este ex anarquista es de los pocos rebeldes que siguieron situados a la izquierda, y aunque su discurso se suavizó con el tiempo, su imagen sigue vinculada a las barricadas de 1968.
En 2008, cuando se cumplieron 40 años de los hechos, publicó Forget 68, un libro en el que criticó el hito que lo hizo famoso: “Olvídenlo: el 68 se acabó, está enterrado bajo el pavimento, incluso si ese pavimento hizo historia y gatilló un cambio radical en nuestras sociedades”, escribe ahí, y alega que hoy no tiene sentido santificar la rebelión francesa en un mundo tan distinto al de entonces. Mayo, dice, fue el primer movimiento de revuelta global transmitido en vivo por la radio y la televisión, y su fama mediática fue tal, que hasta Sartre lo entrevistó para Le Nouvel Observateur.
El libro –que no fue ni el primero ni el último en el que abordó el tema– funciona en dos niveles: micro y macro historia se funden en recuerdos personales y análisis de los hechos, bordados más con un espíritu crítico que con nostalgia. Mayo fue un fracaso político innegable, símbolo del fin de los mitos revolucionarios, dice, pero también fue un acelerador de la Historia, un temblor que remeció los conceptos de sociedad, moral y Estado.
En 1968, Francia vivía un período de fuerte crecimiento económico conocido como los “Treinta años gloriosos” (1945-1975), pero existía la sensación de que el fenómeno no había beneficiado a toda la sociedad. Ese descontento social fue una de las causas de Mayo del 68, pero los factores fueron múltiples: los jóvenes, por ejemplo, habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil. El libro La France d’hier. Récit d’un monde adolescent. Des annés 1950 à Mai 68, publicado este año por el sociólogo Jean-Pierre Le Goff (1949), es un relato sobre la Francia que antecedió a los hechos, algo así como un ejercicio de “ego-historia” en el que, como en el caso de Cohn-Bendit, las vivencias personales –en este caso, de un estudiante de provincia– sirven para trazar un retrato histórico y sociológico de la época que engendró este movimiento que, a ojos del autor, tiene más sombras que luces.
Le Goff, antiguo anarco-situacionista reconvertido en maoísta durante las protestas, desde hace dos décadas es uno de los principales desmitificadores de Mayo del 68. Su análisis lo llevó a crear la noción de “izquierdismo cultural”, con el que definió el afán de la izquierda post-68 por abandonar la cuestión social y abrazar la idea del cambio en las mentalidades y la moral. Según dice, la historia de las revueltas ha sido contada principalmente por los vencedores, “sesentayochistas reconvertidos” que se jactaban de su aporte a la modernización de la sociedad y que omitían el lado oscuro del asunto, desde las fracturas entre trotskistas, maoístas –y otras corrientes ideológicas– hasta el nihilismo radical del movimiento. El autor apunta los dardos hacia la autocelebración de los que se creyeron “héroes de los nuevos tiempos” y la idea de Mayo como un mito fundador de los tiempos que corren.