por Marcelo Somarriva
por Marcelo Somarriva I 27 Julio 2017
Al comienzo de El factor Churchill, Boris Johnson se lamenta de que el nombre y la obra de Winston Churchill estén en peligro de ser olvidados o imperfectamente recordados, aunque la verdad es que se trata de dos asuntos bien distintos: no es lo mismo olvidar algo que recordarlo de manera equivocada. Es difícil comprobar si Churchill ha sido olvidado, pero es todavía mucho más complejo lograr que la gente lo recuerde de la manera como uno quiere. Hay algunas encuestas extrañas. En Inglaterra, el año 2002, la mayoría de los consultados sostuvo que Churchill era el británico más grande de todos los tiempos, y según Johnson una encuesta más reciente sugirió que para la mayoría de los jóvenes británicos Churchill era el nombre del bulldog que aparecía en una propaganda de seguros. Hoy la popularidad de Churchill parece haber vuelto a subir; por lo menos podemos verlo en la televisión, especialmente en la serie The Crown (Netflix), representado por el actor norteamericano John Lithgow, que a pesar de ser demasiado alto para encarnar a este gigante que no pasaba del metro 70, ha logrado revivir para una nueva audiencia los rasgos característicos de Churchill al final de su vida, convertido ya en una especie de monstruo sagrado. Ahí están su humor característico, el eterno puro en la boca, el vaso de whisky al alcance de la mano y toda la grandeza y pequeñez de este estadista. Considerando que la primera temporada de esta serie gira en torno a la relación de discípula y mentor que sostuvieron la veinteañera reina Isabel II y este experimentado político septuagenario, el éxito podría atribuirse al carisma del entonces primer ministro.
Como sea, Churchill es una figura histórica muy controvertida, que dividió la opinión de sus contemporáneos de una manera que hoy tal vez parezca inaudita, considerando su extraordinario papel en la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando Churchill volvió al poder en 1940, tenía ya 65 años y una carrera con puntos altos y otros muy bajos. Hoy existe un consenso casi unánime en reconocer que Churchill fue visionario al comprender de manera cabal la naturaleza del peligro que significaba la Alemania nazi. El mejor Churchill, parafraseando lo que dijo en uno de sus discursos, afloró en la peor hora de Gran Bretaña, cuando supo aprovechar sus extraordinarias habilidades políticas y comunicacionales para liderar a su nación en un momento desesperado.
El mito de Churchill y todo lo que este supone (pugnacidad, oratoria inflamable y el símbolo de la “v” de victoria con dos dedos) se formó después de esta guerra y proyecta una densa sombra sobre su turbulento pasado. Este mito es tan fuerte que incluso los estudiosos más acuciosos de su vida, como Roy Jenkins, sucumbieron a él. Es descorazonador terminar las mil páginas de su notable biografía, con tendinitis en la mano luego de sostenerlas por una semana entera y encontrarse en la última página con que el autor ha dejado de ser un biógrafo para adoptar una pose de Dios que dictamina que entre todos los primeros ministros de la historia británica, Churchill ha sido el mejor especimen. Algo similar pasa con Andrew Roberts, para quien el político es el hombre más grande de la historia. Lo más desconcertante es que son estos mismos libros los que demuestran el grado de controversia que Churchill despertó en su tiempo.
Boris Johnson no necesita de muchas presentaciones: periodista y político, fue ex alcalde mayor de Londres por dos períodos y hace poco lideró la campaña de la opción por el Brexit, que triunfó el año pasado, acontecimiento que según él será recordado como el día de la independencia para los británicos. Histriónico, ingenioso y colorido, Johnson incluso les cae bien a algunos de sus rivales políticos, aunque son ahora sus antiguos compañeros los que le tienen más bronca. Es probablemente el político británico más famoso del momento y en ambas orillas del Atlántico ha sido ungido como una versión británica de Donald Trump, lo que no es un elogio. Johnson y Trump comparten el estatus de celebridades políticas, lo que equivale a decir que son famosos porque son famosos y no por alguna obra o gestión pública en particular. No obstante Johnson, a diferencia de Trump, además de ostentar un pelo rubio auténtico, tiene una carrera política concreta (no exenta de polémicas) que lo ha llevado a ser mencionado como candidato a primer ministro por el partido tory. Churchill es su héroe y no le interesa indagar en su mito ni en la forma como este opera, lo suyo es hagiografía con mayúsculas.
Hay muchísimos libros sobre Churchill y a cada rato aparece uno nuevo sobre algún aspecto de su extensa vida pública o privada. Entre los últimos, se han escrito estudios sobre sus hábitos de comida y bebida, incluyendo los famosos puros, y sobre sus finanzas personales, siempre apuradas para costear esos y otros hábitos opulentos. Desde muy joven, Churchill escribió para costear sus gastos y lo que pudo parecer una opción poco prudente funcionó bien. Sus primeros escritos, antes de iniciar su carrera política, fueron como corresponsal de guerra en diferentes frentes a fines del siglo XIX, donde mezcló labores militares y periodísticas, y exhibió un inquietante entusiasmo por exponer su vida en la línea de fuego.
Con los años, sus gastos se multiplicaron y su escritura se volvió una verdadera industria editorial en la que trabajaba, junto a él, un equipo de secretarios y asesores o investigadores. Churchill siempre andaba con un séquito detrás, que incluía uno o más taquígrafos o taquígrafas que tomaban notas de sus palabras. La mayor parte de sus libros, excepto una novela y un par de biografías de sus ancestros, se refieren a su propia vida y al papel que ocupó en los asuntos públicos, especialmente en la guerra, algo que lo obsesionó la vida entera. Con su humor (o cinismo) característico, una vez dijo que el pasado era mejor dejárselo a la historia, sobre todo si esta iba a escribirla él mismo.
Boris Johnson sostiene que Churchill hizo la historia torciendo el curso de los acontecimientos históricos con su voluntad. El “factor Churchill” según él, desmentiría a los historiadores marxistas que sostienen que la historia sería el resultado de fuerzas sociales o económicas anónimas, y no de la influencia de los grandes hombres. Pero no hay que ser necesariamente marxista para considerar que la historia es una sutil y compleja interacción entre estas fuerzas y la actividad de hombres y mujeres individuales; y que Churchill, por grande que fuera, no era una excepción.
Con los años, los estudiosos han establecido una especie de lista oficial de los reproches que perjudicaron severamente su reputación. Son varios, todos graves, terribles incluso. Entre ellos se mencionan sus instrucciones de reprimir manifestaciones populares de mineros, obreros y mujeres sufragistas mediante la fuerza pública; la decisión de restablecer el patrón oro a partir de 1925 y sus diversos errores de juicio en las dos guerras mundiales, especialmente la célebre catástrofe de Gallipoli en 1915. A esto se añaden su virulenta oposición a las demandas de la India por su independencia y el bochornoso papel que tuvo en la polémica por la abdicación de Eduardo VIII. Estos últimos incidentes provocaron su caída del poder en 1936, iniciando una de sus épocas más sombrías, donde como él mismo dijo, estuvo “a la intemperie”.
Johnson revisa sumariamente cada uno de estos casos, actuando como defensor y juez, y midiendo la incidencia que en cada uno de ellos tuvo su famoso “factor Churchill”. Los resultados son variables y no siempre satisfactorios para su héroe, pero aquí claramente la visión histórica del gran hombre hace agua y prueba que es mucho más razonable admitir que la responsabilidad de Churchill, tanto en sus éxitos como en sus caídas, pudo haber sido compartida con otros, y que su mente y voluntad no eran inmunes a motivos o circunstancias que no pudo manejar.
Para destacar este factor Churchill, Johnson simplifica acontecimientos complejos, donde los historiadores han tenido mayor cuidado de entregar visiones más balanceadas. La visión que entrega de las negociaciones del Gabinete de Guerra en mayo de 1940, cuando el gobierno tomó la decisión de seguir la guerra solos, es muy simplificada. Su representación de un Churchill que con valentía se enfrenta a la pusilanimidad y cobardía de Neville Chamberlain y Lord Halifax es una caricatura, que no refleja la complejidad de la situación y los estudios históricos recientes han atenuado los juicios rotundos que hace Johnson.
La reputación de Churchill sufrió por su oportunismo político y los políticos de su tiempo le objetaron su falta de lealtad a consecuencia del espectacular zigzagueo que hizo en los inicios de su carrera, cuando se pasó del partido conservador al liberal, manifestando su total repudio por su antiguo partido, al que luego volvió algunos años más tarde.
Jenkins sugiere que él no era hombre de partidos, sino que más bien de clubes o coaliciones. Johnson, sin embargo, lo reclama como patrimonio exclusivo de los tories, quienes según él lo consideran tan propio como los ciudadanos de Parma sienten suyo el queso parmesano. Esta afirmación es llamativa, no solo porque compara a Churchill con un queso, sino también porque pasa por alto que la relación de los tories con él no fue siempre tan afectuosa. Un detalle curioso de la reputación póstuma de este parmesano es que algunos de los primeros en rayarla fueron políticos de su propio bando, como Robert Rhodes James y Alan Clark. Johnson parece tener algo con el queso o con la leche: al describir la situación de Churchill en 1940, descalifica a los tories más rancios como monos comedores de Stilton, un famoso queso azul inglés, que era por lo demás, según dicen, el queso favorito de Churchill. Más adelante sugiere que los principales detractores de su héroe siempre han sido los laboristas y los pusilánimes liberales de izquierda, cuyo paladar es demasiado sensible para tragar al despasteurizado Churchill.
Hay algo cansador en la forma como Johnson celebra la incorrección política de su homenajeado, como un supuesto antídoto contra la blandura de la política actual. Su insistencia en esto resulta candorosa después de que Trump pateara con tanta fuerza el tablero donde se establecían los límites de lo que un político podía hacer o decir. Leyendo a Boris Johnson, da la impresión de estar recibiendo una larga perorata por una de esas personas que al hablar te toman del antebrazo y te disparan un poco de saliva.
Si Churchill no fue un hombre de partido, tampoco podría decirse que fue un hombre de ideas políticas. Fue un verdadero maestro con el idioma inglés y manejó la oratoria como una eficaz arma política, pero las ideas no parecían importarle demasiado; alguna vez dijo que no se preocupaba tanto de los principios que defendía en sus discursos como de la impresión que sus palabras producían en el público. Johnson hace un encomiable intento por definir ideológicamente a su héroe, a quien su individualidad y patriotismo mantenían a salvo de las divisiones entre izquierda y derecha. Churchill, dice, “tenía una especie de semi-ideología” que luego define como “un conservadurismo de izquierdas, imperialista, romántico, pero situado al lado del trabajador”. Todo un ornitorrinco ideológico, y es fácil entender por qué exasperó a sus correligionarios y detractores.
Johnson se topa de frente con esta ambigüedad ideológica cuando trata de usar a Churchill para avalar su posición respecto de la relación de Gran Bretaña con la Unión Europea. El lector, en tanto, se topará de frente con las mañas de Johnson. Churchill está en el corazón mismo del debate sobre la actitud de Gran Bretaña frente a la Europa unida, porque fue uno de los primeros promotores de lo que hoy se conoce como Unión Europea en sus intervenciones políticas para garantizar la paz y la estabilidad del continente después de la guerra. El problema es que su posición respecto de la situación de Gran Bretaña ante el escenario continental fue extremadamente ambigua y osciló entre definiciones ideológicas y soluciones pragmáticas. Johnson escoge las palabras de Churchill que justifican su propia postura, pero el problema es que entre las numerosas intervenciones públicas suyas sobre este asunto, hay material suficiente para justificar a eurófilos y euroescépticos por igual. El punto es precisar debidamente los contextos de estas expresiones y ser medianamente honestos. Al exponer las opiniones de Churchill, Johnson no mencionó al Consejo de Europa que él contribuyó a formar en 1949, seguramente porque no le convenía. Es claro entonces que Johnson usó este libro como parte de su campaña del Brexit, ya que los argumentos que expuso aquí son los mismos que usó más tarde en un manifiesto publicado en la prensa, donde la figura del ex primer ministro aparecía como el principal argumento. Lo curioso es que los partidarios de la opción contraria hicieron lo mismo, y la figura de Churchill fue rostro de ambas campañas.
Para Johnson, Churchill no solo encarnó el “espíritu de Gran Bretaña” durante la guerra donde según él se volvió la imagen viva de John Bull, ese personaje de caricatura creado a principios del siglo XVIII para personificar la posición británica frente a la Europa católica, sino que fue el emblema del carácter británico. Según Johnson, los atributos clave de este carácter serían el gran sentido del humor, la propensión a los excesos en la comida y la bebida, la excentricidad, una belicosidad ocasional, la irreverencia dentro de un respeto por la tradición y cierta propensión a los juegos de palabras. Las mitologías del carácter nacional nunca tienen mucho sentido más allá de las campañas políticas y en el contexto multicultural británico actual, esto parece totalmente absurdo. La imagen aristocrática y carnavalesca del carácter británico que propone Johnson parece venir directamente de alguna de esas fabulosas caricaturas de Gillray, Rowlandson o Cruikshank de finales del siglo XVIII y del período de la regencia. Es muy distinta de la definición del carácter inglés que propuso el novelista E.M. Forster en un famoso ensayo de los años 20, donde observó que este era un asunto de clase media, de hombres grisáceos y taciturnos, “que actúan rápido pero sienten despacio”.
Esta personificación del carácter británico se parece sospechosamente a un político rubio, robusto, de aspecto desgarbado, de lenguaje florido, divertido a ratos y proclive a la autoparodia. ¿Adivina quién?
Cuando Johnson nos dice que Churchill “fue toda su vida un showman, extravertido, teatrero, cómico”, queda perfectamente claro que el retrato que está haciendo de Churchill es una manera de contemplarse a sí mismo y proyectarse ante el público de manera indulgente, y convencerlo de que su personalidad y lo que muchos consideran sus defectos, son los rasgos esenciales del carácter británico. Al elogiar la excentricidad de Churchill, su humor, su individualismo desenfrenado y todos sus excesos oblicuamente, se exalta a sí mismo como el líder natural de una nación. Nos queda claro cuál es para Boris Johnson la manera correcta de recordar al héroe: sacarse una selfie.