Con Europa en el alma y el corazón herido

Al margen tanto del mesianismo cristiano y arcaico de Dostoievski, como del aislacionismo utópico de Tolstói, Iván Turguénev fue el escritor ruso más polémico de su época. Nadie recibió tantos ataques como él, de conservadores y revolucionarios, de europeístas y eslavófilos. Fue el costo que pagó por no fundar una escuela ni una secta, por dibujar personajes complejos y al margen de todo prejuicio, y por componer enormes retablos de una sociedad que avanzaba a un conflicto que no iba a dejar espacio para la moderación y la racionalidad.

por Héctor Soto I 12 Agosto 2021

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Tanto o más que una vibrante historia cultural del Viejo Mundo en el siglo XIX, Los europeos es una mirada portentosa a la manera en que el mundo de la cultura –de pintores a escritores, de traductores a impresores, de agentes o publicistas a cantantes líricos, de músicos a empresarios teatrales– se trepó a la locomotora del capitalismo de esos años, para sentar las bases de la primera gran globalización del gusto y la sensibilidad occidental. Ese proceso, amparado en la expansión del ferrocarril, pues son las vías férreas el factor que lo gatilla, fue frenético y tuvo caracteres no menos épicos que la propia conquista del Oeste que estaba teniendo lugar en América del Norte. No es que la cultura se haya limitado a expandirse. Lo que ocurrió en realidad es que hizo sonar las trompetas de la liberación, después de haber estado sometida por siglos al magisterio de la Iglesia y al mecenazgo de los príncipes y la nobleza. En adelante, daría lo mismo lo que el clero y la aristocracia opinaran. Ahora sonará irónico decirlo así, pero en ese momento el control pasaba a la gente y al mercado. Bienvenidos, entonces, a la libertad.

Los europeos es también el estudio biográfico de tres figuras seculares. La primera es la de la cantante lírica Pauline Viardot, Paulina García en sus días de soltera, hija de un exitoso tenor y empresario español del bel canto. La segunda es la de su marido, Louis Viardot, también empresario del rubro, hombre bastante mayor que ella, republicano intransigente y de ideas próximas incluso al socialismo, que desde luego estuvo en la lista negra en los tiempos del Segundo Imperio de Luis Napoleón. Y la tercera –que es la que nos ocupa principalmente acá– es la del novelista ruso Iván Turguénev, hijo de un gran terrateniente que había servido en el ejército del zar y que murió cuando él era un adolescente. De ahí en adelante el hogar quedó a cargo de su madre viuda, una mujer dura y hasta tiránica, que fue un factor importante en la decisión del escritor de alejarse pronto de casa y de terminar viviendo mucho más en Francia y Alemania que en su propia patria. Artista de sólida formación académica en las universidades de Moscú, Berlín y San Petersburgo (tuvo incluso un doctorado honoris causa en derecho de la Universidad de Oxford), Turguénev fue posiblemente el más europeizante escritor ruso del siglo XIX. Hombre urbano, de resueltas convicciones liberales y muy ajeno a las anacrónicas prácticas del mundo rural ruso, una de sus primeras obras, Relatos de un cazador, jugó un rol importante en la abolición de las servidumbres que mantenían a buena parte del campesinado en condición esclava. Si Los europeos sigue su vida de cerca es porque fue un agente muy temprano de globalización, porque tuvo una vida sentimental complicada y porque toda su vida fue amante de Pauline Viardot. La quiso con locura. Fue un amante platónico, quizás no tan platónico, sempiterno a no dudarlo, incondicional de todas maneras, constante, por supuesto, absorbido y absorbente, da lo mismo el adjetivo que se le coloque. Amante con mayúsculas, sin más. La suya con la Viardot fue una relación tan fuerte como misteriosa. Tan moderna como reprimida. Tan explícita como cuidada en sus apariencias. Tan expuesta al qué dirán como jugada a la majestad de los códigos del gran mundo, porque de hecho se movían en el sector más rico, exitoso y distinguido de la sociedad. Tan consentida por los tres como instalada en el lujo, la frivolidad y el esplendor del paisaje social del siglo.

Orlando Figes es un notable historiador de la cultura. Su libro en cierto modo repite la proeza de El baile de Natasha, la obra en que a partir de una escena de La guerra y la paz, intenta identificar algunas de las tensiones y tendencias divergentes que operaban en la cultura rusa desde mediados del siglo XIX y hasta bien entrado el desarrollo de las vanguardias artísticas que acompañarían los primeros momentos de la Revolución de Octubre. No es casualidad que Turguénev sea un escritor muy asociado a esas contradicciones. Él perfectamente podría haber acudido como invitado a esa fiesta (aunque a Tolstói no le hubiera gustado, puesto que incluso lo llegó a desafiar a duelo, aunque años después se disculpó y terminaron respetándose). Pero Turguénev habría hecho ahí un gran papel, desplegando su encanto, su reconocida simpatía, su indudable apostura de gigantón aristocrático, su aplomo cultural, su señorial dominio del alemán, el francés y el inglés y, en fin, sus fuertes conexiones con la Europa progresista, civilizada y liberal, que a juicio suyo encarnaba el mejor modelo que su patria podía seguir.

En un momento en que la sociedad rusa comenzaba a liberarse en cosa de años de los milenarios cepos que la habían mantenido atada a estructuras feudales, Turguénev, incluso sin quererlo, se transformó en el escritor emblema de las transformaciones en curso. No es lo que se había propuesto y tampoco era el rol que había querido para sí. Al revés. Costaría encontrar en la Rusia de esos años un escritor con menos programa y menos doctrina que él.

En un momento en que la sociedad rusa comenzaba a liberarse en cosa de años de los milenarios cepos que la habían mantenido atada a estructuras feudales, Turguénev, incluso sin quererlo, se transformó en el escritor emblema de las transformaciones en curso. No es lo que se había propuesto y tampoco era el rol que había querido para sí. Al revés. Costaría encontrar en la Rusia de esos años un escritor con menos programa y menos doctrina que él. Aunque siempre fue muy consciente de la responsabilidad social del escritor, y nunca se contó entre los prosélitos del arte por el arte (entre otras razones, por su larga amistad con el crítico Grigorievich Belinski, matriculado con la figura del escritor comprometido, por decirlo así), sentía profunda aversión hacia la figura del artista como misionero, como pedagogo, como redentor social. Lo curioso es que sin haberse prestado jamás para esas mistificaciones, quedó más expuesto que nadie a la crítica y a la descalificación tanto de conservadores como de revolucionarios, tanto de eslavófilos como de pensadores europeizantes. Isaiah Berlin dice que, por lejos Turguénev, completamente al margen tanto del mesianismo cristiano y arcaico de Dostoievski como del aislacionismo utópico de Tolstói, cuyo pensamiento reivindicaba con nostalgia la antigua comuna campesina rusa, fue el escritor más polémico de su época. Nadie recibió tantos ataques como él, porque sí y porque no. Fue el costo que pagó por hacer literatura, no propaganda, por no fundar una escuela ni una secta, por dibujar personajes complejos y al margen de todo prejuicio, por tocar con objetividad temas que incluso en lo personal le eran ingratos y por componer enormes retablos de la sociedad rusa de los cuales él era el primero en quedar excluido. Rusia avanzaba en esos años a un conflicto que no iba a dejar espacio para la moderación y la racionalidad. El drama de Turguénev es el de todo artista atrapado en sus matices y reservas al interior de una sociedad polarizada, en la que solo encontrarían cabida las posiciones binarias.

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La novela Padres e hijos es reveladora al respecto. Concebida en la misma cocina de la novela realista francesa, de la cual Balzac y su buen amigo Gustave Flaubert fueron sus exponentes más excelsos, en este libro Turguénev se propuso dar cuenta de la profunda brecha generacional que estaba advirtiendo en su patria. Para él estaba claro que no era solo un asunto de edad. Era una cuestión de valores, de creencias, de prioridades de vida. Padres e hijos es la primera novela rusa que le pone cara, cuerpo y consistencia moral al nihilismo de una juventud hija de una burguesía incipiente que, habiéndose educado en las universidades tradicionales, egresa de ellas con el bicho de la curiosidad positivista en la sangre y con un resuelto desprecio al mundo autocrático, que en la Rusia de entonces ya comenzaba a agonizar.

El protagonista, Arcadi, invita a su amigo Bazárov a pasar unos días en casa de su padre al comienzo de las vacaciones. El huésped ejerce una gran influencia intelectual sobre el joven y llega a la casa de Nikolai Kirsanov, terrateniente no muy exitoso en la administración de sus campos, en una actitud que revela rechazo a los antiguos modos de vida imperantes en esa casa. Aparte del papá de Arcadi, Nikolai, que ha tenido un hijo con una criada, está el hermano de este, Pável, un militar retirado, de modales refinados y pretensiones aristocráticas. Bazárov no tarda en enfrentarlo con planteamientos desafiantes y actitudes hostiles. Bazárov, que estudia medicina y ocupa sus días en el campo diseccionando ranas, descree no solo de la legitimidad de la tradición sino también de la especulación filosófica, de la poesía, del arte y la religión. Cree que todo eso no son sino supercherías para mantener el inmovilismo social y que no hay otras verdades que las de las ciencias experimentales. Su nihilismo es definitivo y profundo. Como buen misántropo, Bazárov ni siquiera es un agitador social; sabe que el pueblo puede ser tan bruto como los aristócratas que lo mantienen sometido y su opción es destruirlo y quemarlo todo. Ese orden social, a juicio suyo, ya no da para más. Su amigo lo escucha con unción y cuando el tío de Arcadi lo interroga indignado, para saber qué sociedad alternativa quiere él construir en su reemplazo, se limita a decirle que eso no le compete a él ni a su generación. Ya vendrán otros que quieran construir algo. De momento lo importante es odiar, destruir, limpiar, purificar.

Turguénev no siempre se ubicó en el lado ganador de la vida. Fue un amante contrariado, un ciudadano incómodo en su patria, un artista desarraigado en París, en Baden-Baden o en Berlín. Fue también un artista pesimista, que estudió como nadie la dignidad del fracaso sentimental.

No obstante ser un personaje enormemente conflictivo y sectario (se cree que Turguénev se inspiró en Bakunin, de quien fue amigo en París), Bazárov se come buena parte de la novela. En relación con el suyo, todos los demás caracteres son débiles, blandos, incautos o decadentes. Incluso Arcadi, el protagonista, que se deja arrastrar como borrego por su discurso. Al otro lado, el tío Pável llega a ser casi patético, con sus modales seductores, con sus viejos códigos de honor y sus descolocados arrebatos por el liberalismo británico que dice suscribir, a pesar de vivir en una sociedad arcaica y bien bárbara.

Adusto, atormentado y sin una gota de humor, Bazárov ciertamente no es un tipo agradable. Cree sabérselas todas. Pero vivirá una suerte de hechizo el día que conoce a una joven viuda y esa experiencia lo transportará dolorosamente a zonas de la existencia que no se definen únicamente por las leyes de la química ni por las verdades que le muestran los microscopios. Desde luego, es una experiencia que lo descompensa y que lo humaniza. El mundo conservador juzgó que Turguénev lo había subsidiado y favorecido. El novelista asegura que nunca fue esa su intención. Pero así quedó instalada su preferencia, no obstante que, al otro lado, el progresismo viera en el personaje una caricatura malintencionada de los sectores que estaban a favor de los cambios sociales. Palos porque se quedó corto y palos porque fue demasiado lejos.

No es ni la primera ni la última vez que un personaje se sale de madre. Suele ocurrirles a los grandes escritores. ¡Oh, Shylock; oh, Emma Bovary; oh, el doctor Charles Swann! Padres e hijos es una novela que a pesar de sus años, mantiene una tremenda fuerza narrativa. Entretiene, emociona, convence. A veces, no obstante que en tres o cuatro ocasiones Turguénev le habla directamente al lector con recursos obsoletos (por ejemplo, “Arcadi le contó la historia de su tío. Y el lector la tendrá en el próximo capítulo”), parece un libro escrito hace muy poco. Vaya que es notable, porque revela una comprensión muy profunda de la Rusia de entonces y también de las complejidades de la vida. La última parte del relato, la de los amores que se prenden o se apagan, la de oportunidades que la vida un día abrió y al otro cerró sin mayor explicación, la de ilusiones que el tiempo se tragó, remite a lo que mejor supo hacer la novela clásica europea. Son temas en los cuales, por lo demás, Turguénev no siempre se ubicó en el lado ganador de la vida. Fue un amante contrariado, un ciudadano incómodo en su patria, un artista desarraigado en París, en Baden-Baden o en Berlín. Fue también un artista pesimista, que estudió como nadie la dignidad del fracaso sentimental. Al final eso, y no su ideología, es lo que redime a Bazárov. Es también lo que salva del ridículo a Pável, porque sabemos que dejó atrás un gran amor contrariado. Y es una de las tantas razones por las cuales su novela Primer amor alcanza los incomparables niveles de emoción que tiene.

Por lo menos en eso, el siglo XIX tuvo las cosas más claras que el nuestro. La vida en sí, como lo sabía Ortega y Gasset, casi siempre es un naufragio.

 

Los europeos, Orlando Figues, Taurus, 2020, 672 páginas, $38.500.

Padres e hijos, Iván Turguénev, Cátedra, 2004, 312 páginas, $26.890.

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