Leonardo da Vinci terminó muy pocas pinturas, la brillante carrera del sociólogo Max Weber se vio truncada por una crisis nerviosa y el motor de la recordada “naranja mecánica”, Johan Cruyff, no logró ganar el Mundial de 1974. ¿Fracasaron todos ellos? ¿Desde cuándo la derrota se asocia a palabras como deuda, caída o pobreza? Más aún, ¿en qué momento estas “fallas” se vinculan directamente con la identidad y no son vistas como un tropiezo en la vida? Su historia cultural podría trazarse desde el siglo XVI (capitalismo e individualismo mediante) hasta hoy, al ser considerado por la pujante industria de la autoayuda y el management como una etapa (ojalá breve y aleccionadora) en la senda hacia el éxito. Este artículo, a fin de cuentas, puede leerse como la historia del “lenguaje de los negocios aplicado al alma”.
por Patricio Tapia I 14 Diciembre 2023
Cuando ocurre, el fracaso se siente como algo inaudito, como la horrible anomalía en un mundo presidido, si no por el logro, cuando menos por la tranquilidad. La tormenta es lo raro, no la calma. Sin embargo, en nuestro universo que —según las leyes físicas— tiende al desorden y en que cualquier organismo vivo es una excepción cósmica, respirar es lo extraño. Para los antiguos griegos la vida era preciosa, justamente, porque era precaria.
Si la propia vida humana es improbable, ¿cuán remota puede ser una vida exitosa, una que escape al fracaso? Ciertamente depende de lo que se entienda por lo uno y lo otro. Pero el triunfo, por definición, es escaso: por cada campeón, existen miles de perdedores; por cada multimillonario, hay multimillones de pobres; por cada mente brillante, ejércitos de mentes opacas. Estadísticamente al menos, tenemos más posibilidades de conocer el fracaso que el éxito: fiascos románticos, pruebas malogradas, caídas, juegos perdidos, errores, anhelos sin realizar, carencias materiales y un generoso etcétera. Para algunos, todos estos fracasos serían anticipos de uno mayor: morir. No es cuestión de atizar el tremendismo, pero si se ha afirmado que somos un ser hacia la muerte, también podría decirse que lo somos hacia el fracaso.
En una cultura crecientemente fascinada con la bendición del éxito, el fracaso es la gran maldición. No siempre fue así. Se ha buscado determinar cuándo la mala suerte se convirtió en motivo de oprobio y de culpa, y cuándo la condición fallida dejó de tener un sentido puramente comercial, desprendida de la personalidad, para adherirse a ella. Desde entonces ya no se tenía un fracaso, sino que se era un fracasado.
Entendido como la cifra de todo lo adverso, parece un ejercicio de “negación de la negación” que haya quienes, desde hace algún tiempo, lo consideren como una etapa en la senda hacia el éxito. La industria del crecimiento personal, la autoayuda y las homilías sobre el espíritu empresarial nos anuncian que no es más que un traspié del que nos levantamos de inmediato para intentarlo de nuevo, ansiosos por sacar lo mejor de nosotros y desafiar nuestros límites.
Pero hay límites infranqueables. En Elogio del fracaso, el filósofo Costica Bradatan propone un viaje a través de círculos concéntricos de sus manifestaciones física, política, social y biológica (esta, la propensión a enfermar, envejecer y morir, sería “el último fracaso”).
Cuesta entender cómo se puede fracasar por algo que escapa a nuestro control, como la muerte. Si un artesano tiene un accidente y pierde sus manos, ¿ha fracasado? Pareciera que no. El mito fundacional del fracaso es que hay una culpa, en algo erramos y, por tanto, merecemos lo que nos ocurre. En su trasfondo está la necesidad (o ilusión) de creer que determinamos al menos en parte el curso de nuestras vidas. Aunque, en realidad, todo cuanto nos sucede depende tanto de lo que hacemos como de las circunstancias o la suerte.
“Nos sentimos fracasados cuando caemos en la enorme brecha entre nuestras aspiraciones y nuestros logros”, dice el historiador de lo cotidiano Joe Moran en su singular ensayo Si fracasas. Bradatan, por su parte, considera fracaso “cualquier cosa que experimentamos como una desconexión, interrupción o incomodidad en el curso de nuestra interacción pautada con el mundo y los demás, cuando algo deja de ser, funciona o sucede como se esperaba”.
Son definiciones bastante amplias, aunque captan la idea de que el fracaso es algo más enmarañado y sutil que la pura falta de éxito. Lo cierto es que casi ninguna vida termina resultando según lo planeado e incluso las personas más afortunadas experimentan más de alguna vez la decepción y el sufrimiento.
La meditación de Moran sobre el fracaso parece motivada porque un año de su trabajo (no nos dice por qué) quedó en nada. A sus experiencias personales agrega reflexiones que van desde lo económico a lo deportivo y lo onírico. Cuenta que suele tener “el sueño del examen”: volver a rendir, adulto, uno que no ha preparado; ahí aprovecha de referir la historia de los exámenes: desde la China de principios del siglo VII hasta convertirse, en el XIX, en la norma en Europa. Cuando habla del sentido de los premios, se puede desviar a contar la historia de las medallas —desde el Imperio Romano hasta el siglo XIX— o a lo que significa no recibir una: menciona así la serie fotográfica de Tracey Moffatt retratando atletas en las Olimpíadas de Sydney 2000, justo en el momento en que terminaban de competir y se percataban de que llegaron en cuarto lugar, sin medalla, lejos de todo encanto, incluso del glamour de llegar último.
“A los que han fallado —señala Moran—, no les ofrezco ningún consejo, solamente consuelo”. Esta consolación toma fundamentalmente la forma de relatos de casos: el del sociólogo Max Weber, cuya brillante y precoz carrera académica se vio truncada por una crisis nerviosa; o los de las escritoras Natalia Ginzburg o Virginia Woolf, quienes se consideraron siempre unas impostoras o unas fracasadas; o el futbolista Johan Cruyff, creador de un “giro” espectacular, aunque no ganó el Mundial de 1974; o Leonardo da Vinci, quien terminó muy pocas pinturas. A ellos se suma la mitología de escritores bohemios como Paul Potts o el autor de musicales Lionel Bart (más Jeffrey Bernard, Joe Gould o Joseph Mitchell), cuyos genios naufragaron en la melancolía o el perfeccionismo.
Cuando Bradatan elogia el fracaso, es porque propone la humildad para una visión más certera de nosotros mismos. Detecta cuatro tipos de fracaso, encarnados en cuatro figuras principales. Simone Weil, la filósofa francesa, representa el fracaso físico: niña y mujer frágil, llena de empatía por el sufrimiento, fue obrera, anarquista, intelectual y una mística que se dejó morir de hambre. El fracaso político lo enfoca en Gandhi, el adalid pacifista indio, quien se esforzó por demostrar que renunciaba a todo éxito material (cita a un ayudante suyo que se lamentaba de lo caro que era mantenerlo pobre) y los peligros de la búsqueda de la pureza política: Gandhi murió asesinado.
Luego considera el fracaso social, centrado en E. M. Cioran, el filósofo rumano que marchó a Francia, para quien era un principio ético jamás trabajar y que se identificó con muchas ideas fallidas (incluido el fascismo). El cuarto fracaso es el biológico o “final”. Su protagonista es el escritor japonés Yukio Mishima, quien decidido a ser un “fracaso noble”, ejecutó su propia muerte por seppuku; allí también menciona a Séneca, quien deseaba asimismo tener una buena muerte (ambos estropearon sus suicidios de manera sangrienta). Es curiosa la centralidad que entrega al suicidio considerando que, a diferencia de la muerte, no es algo universal.
Sócrates, el filósofo griego, en sus últimas y enigmáticas palabras, reconocía deber un gallo a Asclepio. Veinticinco siglos después, Sócrates, el futbolista brasileño, afirmaba que no jugaba para ganar, sino para ser recordado. Que formen parte de un mismo diccionario las voces “deuda” y “derrota” —en esta se cita al segundo Sócrates— es demostración de la amplitud multiforme del concepto.
Glosario del fracaso, editado por Valerio Rocco —libro que recoge algunos resultados de un proyecto académico europeo sobre las genealogías del fracaso—, aborda, a través de entradas escritas por distintos autores, sus dimensiones económicas, psicológicas, epistemológicas, políticas e incluso metafísicas. Sus aproximaciones suelen partir desde la etimología, pero se abren a sus diversas manifestaciones históricas, artísticas o filosóficas para cubrir toda su riqueza conceptual y su aplicación a personas, grupos, clases sociales, instituciones o Estados. Los autores constatan que la atribución del fracaso se puede deber a distintas razones, aunque su carga negativa suele generar relaciones de dominación y discriminación. Se apunta, además, que en la Antigüedad no existía una noción tan abarcadora como “fracaso”, por lo que su uso es moderno, en particular desde el siglo XVI, como demuestran sus incursiones etimológicas en varios idiomas, lo cual seguramente se vincula al surgimiento y consolidación, por la misma época, de la noción de individuo autónomo, que se autodefine, elige sus acciones y asume sus consecuencias (entre ellas, fallar).
De esta forma, en la voz “pobreza” se señala la constante extensión moderna del término, que corre en paralelo al ascenso de la sociedad comercial, las asociaciones cada vez más firmes riqueza-éxito y pobreza-fracaso, así como el aumento del control gubernamental sobre la población. En la voz “error” como vertiente epistemológica del fracaso que se manifiesta en una tradición moderna de escritos introductorios para eliminar del entendimiento humano sus inclinaciones erróneas. Otras voces aparecen como figuras del fracaso: el “olvido” como fracaso de la memoria, el “monstruo” como fracaso de la naturaleza, el “naufragio” colectivo como fracaso en la gestión del Estado. Hay vinculaciones entre las entradas: “caída” y su relación etimológica con “decadencia” y “declive”, y con los esquemas cíclicos de las edades del hombre; la “ruina” como declive o corrupción de lo inorgánico; las relaciones entre “culpa” y “deuda”: la primera se transformaba en la segunda, pagándose de diferentes formas, desde la compra de indulgencias al suplicio físico.
Como en las mencionadas, en cada una de las voces restantes —bancarrota, culpa, desastre, desengaño, exilio, mancha, ocaso, pérdida, suicidio, tropiezo— se realiza una amplia excursión por el desarrollo conceptual e histórico de ellas. Así, en “bancarrota” se aborda desde su origen en los intercambios mercantiles (quebrar el banco del arruinado), que también podía (y solía) ser un fracaso fingido, y que llega a los Estados con las crisis de deuda externa.
El Glosario del fracaso no se agota en sus voces (el proyecto prosigue, al parecer, en otras figuras, como el aburrimiento). Por otra parte, en su introducción se manifiesta la curiosidad por el “doble discurso” sobre el fracaso en las sociedades actuales: su repudio, por una parte, y su ensalzamiento, por otra, como la vía adecuada para alcanzar la victoria. Ejemplos distintos de apología a través de la “superación personal” son los libros Las virtudes del fracaso, del filósofo Charles Pépin, y Rebotar sobre el fracaso, del conferencista Fred Colantonio.
En el primero, Pépin explica que el fracaso contribuye al conocimiento y al aprendizaje, a la comprensión y el sentido de humanidad, porque equivocarnos es una muestra de que no somos animales ni máquinas ni dioses. “Podemos fallar porque somos hombres y porque somos libres”. Para exponer sus bondades relata las derrotas fructíferas de personajes ilustres en el deporte (Rafael Nadal, Roger Federer, Michael Jordan), en la empresa (Steve Jobs, Richard Branson), cantantes (Ray Charles, Serge Gainsbourg), escritores (J. K. Rowling) o políticos (De Gaulle).
En sentido parecido, Colantonio diserta sobre el arte de convertir los contratiempos en oportunidades, a través de personas que han tenido grandes logros —entrevista a deportistas, empresarios, científicos y artistas, ninguno muy conocido, con la posible excepción del exvocalista del grupo de heavy metal Iron Maiden, Blaze Bayley— y también refiere las historias de personajes más célebres: Nelson Mandela o Elon Musk. Señala que enfrentando la adversidad medimos de lo que somos capaces, que el fracaso sirve como un “trampolín” para el éxito y que puede ser cómplice tanto de las caídas como de la recuperación: “Si nos hunde la cara en el lodo cuando tropezamos —señala en su particular estilo lírico-motivacional— es también la fuerza que nos levanta la cabeza hacia las estrellas”.
Aunque el libro de Bradatan ofrece una “terapia” y, por tanto, un tratamiento y eventualmente una cura, está lejos de los tópicos de la autoayuda y la superación, al alentar la humildad dolorosa ante el fracaso, pero el verdadero. ¿Y cómo se distingue este del falso, pregonado por los gurús de la superación de sí mismo? Es simple, responde: el fracaso humilla, si no, es engaño.
Por su lado, Moran cree que efectivamente podemos aprender del fracaso. Pero eso ocurre a veces. Y, en todo caso, él no tiene ningún deseo de convertir el suyo en lección de vida ni quiere escuchar que el fracaso hunde a los perdedores e inspira a los ganadores, o que es el trampolín en el que rebotar para saltar hacia el éxito.
Citas citables: “No pierdas el tiempo golpeando una pared con la esperanza de convertirla en una puerta” (Coco Chanel); “La verdad no es más que un error rectificado” (Bachelard); “El éxito es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo” (Churchill). Estas y otras agudezas salpimientan generosamente los libros de Pépin y Colantonio. Inevitablemente, también aparece lo de “fracasar mejor” de Samuel Beckett.
El autor de Esperando a Godot, en su obra tardía Rumbo a peor escribió: “Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”, frase que ha terminado citándose y repitiéndose por todo tipo de emprendedores y especuladores del éxito, para inspirar a seguir adelante y triunfar como ellos lo hicieron. Bradatan recuerda que ahí no termina Beckett, quien continúa: “Vuelve a fracasar peor. Todavía peor otra vez. Hasta enfermarse para siempre. Vomitar para siempre”. La referencia es entonces menos inspiradora.
En realidad, las palabras de Beckett no tratan de superar la derrota, sino de aceptarla como algo inevitable. El fracaso no es un bache en el camino: es el camino y es el destino final. Algo en lo que podría concordar Moran: “Ser humano significa ser un fracaso”, apunta hacia el final de su libro. “Significa comprometernos con planes que sabemos que se derrumbarán o se desvanecerán en la nada”.
En el Glosario del fracaso se afirma que su noción amplia es totalmente moderna, posterior al siglo XVI. Sin embargo, el fracaso para referirse a una persona que se arruina, es de acuñación aún más reciente. Antes del siglo XIX, señala el historiador Scott Sandage en Nacidos perdedores, la palabra era un “incidente”, que un negocio había fallado. Se convirtió por primera vez en una identidad, en los Estados Unidos, durante la expansión del capitalismo como actividad económica y artículo de fe, entre 1819 y 1893, cuando una serie de auges especulativos colapsaron en pánicos financieros y crisis económicas.
Consultando libros contables, informes de agencias de crédito, diarios, memorias, correspondencia, panfletos, manuales de ayuda, notas de suicidio y cartas, Sandage muestra el auge de dos culturas centrales: la del “esfuerzo incesante” y la de la “vigilancia”, configuradas mientras el futuro se construía expandiendo el vocabulario capitalista, cuando los individuos eran “motores”, “hombres hechos a sí mismos”, “ganadores”. En la década de 1840 surge la vigilancia: las agencias de calificación crediticia clasificaron a las personas según su solvencia. Sus informes hicieron que las vidas estuvieran disponibles para la inspección y además expusieron secretos familiares, transformando chismes en “verdades”. Hacia la década de 1890, muchos “perdedores” confesaban sus fracasos a desconocidos millonarios (como Rockefeller) en “cartas de mendicidad”.
En el siglo XX, según Sandage, la definición de fracaso se amplió: ya no se necesitaba ser insolvente o indigente; bastaba una vida vivida en la “oscuridad rutinaria” y la grave tara de “falta de ambición”: podría incluir al trabajador laborioso nunca ascendido o al vendedor que simplemente sobrevive. Sentirse un “fracasado”, señala, es tan común que se olvida que es una manera de hablar, un “lenguaje de los negocios aplicado al alma”.
Que los negocios, las empresas y los planes fallen, es algo probable. No tanto que eso salpique toda la personalidad de quien ha sufrido ese traspié. Ahora bien, en las empresas y negocios tecnológicos, en teoría tan vertiginosamente exitosos, el ensayo y error, los pasos en falso, han sido la norma. En Invención e innovación, el ingeniero Vaclav Smil entrega una “breve historia” de ellos. Su enfoque general acerca de los fracasos inventivos se centra en que el flujo de inventos exitosos en los últimos 150 años corre junto a una frustrante falta de progreso en muchas áreas cruciales. Lo importante es reconocer que el “éxito” o el “fracaso” es una consecuencia de la elección social, pues los avances técnicos no son autónomos y las sociedades no pueden decidir de manera simple qué innovación adoptar o rechazar.
Examina tres categorías de fracasos de la innovación: las “promesas incumplidas”, que llegaron con grandes expectativas, pero terminaron siendo dañinas o peligrosas, al punto de ser prohibidas: la gasolina con plomo, el insecticida DDT y los clorofluorocarbonos, usados como refrigerantes, pero que dañaban la capa de ozono. Luego, las “decepciones”; productos que inicialmente parecían dominar sus mercados para después desaparecer, superados por alternativas más económicas y menos peligrosas: los aviones supersónicos o la fisión nuclear. Y, por último, las innovaciones altamente deseables cuyo éxito ha sido prometido por generaciones, pero que no han logrado convertirse en tecnología útil: la fusión nuclear para la generación de electricidad; los viajes de alta velocidad en el vacío (renovados como hyperloop); la mejora de los cultivos de cereales por bacterias fijadoras de nitrógeno.
Smil entiende y explica los problemas técnicos involucrados y se pregunta por qué las tecnologías que son fracasos comprobados vuelven a tener con cierta regularidad brotes renovados de entusiasmo. La culpa está, según él, en los medios de comunicación: un invento novedoso y que será trascendental es el titular soñado, aunque, en realidad, falten décadas o siglos para que se haga realidad, o simplemente no tenga verdadera trascendencia. Las tecnologías más importantes en la actualidad, señala, tienen que ver con mejorar los métodos de tratamiento del agua, el rendimiento agrícola y la distribución de la electricidad. Esto podría traer más beneficios a más personas en un período de tiempo más breve que otros avances milagrosos menos útiles. Su conclusión es que el futuro probablemente lucirá similar al pasado: lleno de fracasos.
Si el fracaso se entiende como un compendio de todo lo negativo, desde la bancarrota y la pobreza hasta los desastres y la muerte, ¿tiene una dimensión política?
En Política y negación, el filósofo Roberto Esposito postula que la falta de confrontación no con el fracaso sino con lo negativo en general, y con el intento de eliminarlo, ha provocado un retorno violento de este, que en el siglo XX alcanzó una “semántica de la aniquilación”. Así, analiza cómo las principales categorías políticas modernas se desarrollan a partir de la negación: la soberanía del Estado civil surge en Hobbes como el fin de un conflicto o del estado de naturaleza; la propiedad, negando “el fantasma de lo común”; la libertad negativa, transformando lo que no está prohibido en necesidad; el pueblo, modelándose a través de sus contrapuntos: la plebe, la multitud y la muchedumbre.
Esposito cree que lo negativo se ha convertido en la configuración del mundo contemporáneo: terrorismo, desastres ambientales, pandemias, violencia, políticas xenófobas; el capitalismo global (según él) también se niega a sí mismo, porque el bienestar se ha convertido en carencia y privación para la mayoría de los habitantes del planeta. Para escapar de esto debería producirse una “desarticulación” entre negación y política.
Si la pobreza puede ser una figura del fracasar (como la voz respectiva atestigua en el Glosario del fracaso), eso demostraría cuán extendida es esta falla: alrededor de un 10% de la población mundial vive en la extrema pobreza y alrededor del 50% tiene dificultades para satisfacer sus necesidades básicas, según el Banco Mundial. El pobre como “fracasado” o “perdedor” es un recurso extremadamente útil como patrón social contra el cual los ganadores y exitosos pueden contrastar sus logros y riquezas, que generalmente asumen como recompensas merecidas por su trabajo y esfuerzo.
Del libro de Bradatan surge un argumento: que elfracaso induce a la humildad y esta es necesaria para lademocracia como “ejercicio social y político de la modestia”, que puede reducir “la cantidad de sufrimientoinnecesario en el mundo”. Pero las razones para sufrir son tantas como las posibles figuras del fracaso. En ese sentido, ciertamente el fracaso es más “democrático” que el éxito.
Fallamos cuando no conseguimos lo que queremos, cuando las cosas salen mal o contra nuestro plan (en teoría) perfecto. Tal vez “fracasar mejor” signifique reducir expectativas. El origen del sufrimiento, según Epicteto, está en “querer algo y que no suceda”.
Probablemente, fracasar no sea motivo de vergüenza, pero tampoco de celebración. Sin embargo, la industria de la superación personal y la retórica de la autoayuda —con su léxico particular poblado de desafíos, resiliencia, individuos proactivos o ganadores, así como la búsqueda de la excelencia— han llevado a encomiar sus dudosos efectos tonificantes. Pero para atenuar su huella no basta con repetirse que el fracaso es un moretón y no un tatuaje o que cuando se cierra una puerta se abre una ventana. El consuelo que, por ejemplo, propone Joe Moran, no espera que aprenda-mos de nuestros fallos o que sean una oportunidad para “crecer” o un trampolín al triunfo. Simplemente significa encajar sus golpes y aceptarlos como lo que son, un costo más de la vida.
Imagen de portada: Llueve luz clara (2022), de Nicole Tijoux.
In Praise of Failure, Costica Bradatan, Harvard University Press, 2023, 273 páginas, US$29.95.
Invention and Innovation, Vaclav Smil, MIT Press, 2023, 229 páginas, US$24.95.
Política y negación, Roberto Esposito, traducción de M. T. D’Meza y R. Molina, Amorrortu, 2022, 272 páginas, $34.900.
Glosario del fracaso, edición de Valerio Rocco, Círculo de Bellas Artes, 2021, 328 páginas, €14.
If You Should Fail, Joe Moran, Viking, 2020, 176 páginas, £14.99,
Rebondir sur l’échec, Fred Colantonio, L’attitude des Héros, 2018. 179 páginas, €16.
Las virtudes del fracaso, Charles Pépin, traducción de A. Torrego, Ariel, 2017, 192 páginas, €17.90.
Born Losers, Scott Sandage, Harvard University Press, 2005, 362 páginas, US$35.
por Ricardo González T.