“Conocerse a sí mismo con el único propósito de aprender a no malgastar energías violentando nuestro carácter. El retraimiento en medio de la sociedad como un resguardo contra el espíritu gregario. El egoísmo como tónico y el culto al yo sin concesiones a la moral del rebaño. Quizá sea eso lo más atractivo de Schopenhauer y de Nietzsche. Lo predicaron y lo practicaron, sin gimotear por las consecuencias, no siempre agradables. Están convencidos de estar predestinados a algo, y no a cualquier cosa, sino a algo superior. ¿Algo superior?”.
por Manuel Vicuña I 19 Abril 2022
En la antigua Atenas, Diógenes El Cínico se identificó con el perro como encarnación de su filosofía. El símil implicaba el coraje para decir verdades incómodas y una actitud desvergonzada ante la vida, más apegada a la naturaleza animal de la condición humana que al refinamiento postizo de la civilización. Diógenes sabía que las necesidades desmedidas dañan, y que la mejor forma de mantenerse libre es aflojar, soltar. El modelo de la autarquía psíquica y física, en resumidas cuentas.
El escritor italiano Curzio Malaparte también se identificó con los perros, pero de un modo más literal y también más inofensivo. Durante las noches se ponía a ladrarles y le respondían, desde cerca y desde lejos, como si se tratara de uno más de la camada. Ladraba durante horas. Algunos le llamaban “el loco”. Otros, “el perro”. En los pueblos costeros de Italia los carabineros le pedían abandonar el hábito, porque los pescadores del lugar se asustaban, tomándolo por un sucedáneo del hombre lobo. En Francia, patria de la libertad, ningún drama. Podían encontrarlo tocado de la cabeza, voluntariosamente extravagante, pero de ahí a exigirle silencio, nunca. En Suiza, todo lo contrario. A la primera tanda nocturna de ladridos se le acercó la policía y le pidió cortarla en seco. Si solo estoy ladrando, dijo Malaparte, no le hago mal a nadie. Hombre que ladra, le respondieron, al rato muerde.
En marzo de 1948, mientras se alojaba en el Hôtel de la Sapinière, en Chamonix, insiste en ladrarles a los perros durante la noche. Los clientes del hotel reclaman, “no pueden dormir, tienen miedo, dicen que debo de estar loco o tener rabia”, cuenta Malaparte en Diario de un extranjero en París. El dueño o el encargado del hotel le ruega dejar de ladrar. Incluso intenta disuadirlo, mencionando lo dolorosas que son las inyecciones contra la rabia. Malaparte decide aflojar por unos días, aunque sin hacerse ilusiones: “Luego volveré a hacerlo. Ladrar con los perros por la noche es el único placer que tengo en la vida”.
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1968. En Chicago, en un clima de exasperación con el establishment político, el Youth International Party, más conocido como Yippies, amenazó con irrigar LSD al sistema de suministro de agua de la ciudad. Aunque el organismo a cargo descartó cualquier peligro de trip masivo, estimando que para afectar al conjunto de la población hacían falta cinco toneladas de ácido, las autoridades desplegaron a la policía para resguardar las plantas procesadoras de agua.
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David Bowie: “Me hundo en las arenas movedizas de mi pensamiento”. Goethe: “El peor envidioso de este mundo es quien a todos toma por sus pares”. El poeta Verlaine, según el escritor Jules Renard: “Viajaba con una maleta que solo contenía un diccionario”.
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Un científico conocido de Darwin, con una fama de huraño que se esforzaba en cultivar, le aseguró haber dado con un método para terminar con cualquier incendio, pero aclaró de inmediato: “No voy a publicarlo, maldita sea: que ardan todas sus casas”. Pensaba en los habitantes de Londres.
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En su Antropología, Kant imaginó un planeta habitado por seres racionales, pero verbalmente incontinentes, sin filtro, que piensan en voz alta, así se encuentren despiertos o dormidos, solos o acompañados. La vida en común, en ese planeta que no conoce la reserva ni el silencio, parece imposible, salvo que sus habitantes sean “puros como ángeles”.
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Divorciado de la vida, Schopenhauer aprendió a sentir un sereno desprecio por los hombres de su tiempo, en realidad por toda la humanidad, a no ser por los rarísimos espíritus o autores afines de otras épocas. Por eso apuntó en un cuaderno de anotaciones íntimas: “Su letra muerta me es más entrañable que la presencia viva de los bípedos”.
Conocerse a sí mismo con el único propósito de aprender a no malgastar energías violentando nuestro carácter. El retraimiento en medio de la sociedad como un resguardo contra el espíritu gregario. El egoísmo como tónico y el culto al yo sin concesiones a la moral del rebaño. Quizá sea eso lo más atractivo de Schopenhauer y de Nietzsche. Lo predicaron y lo practicaron, sin gimotear por las consecuencias, no siempre agradables. Están convencidos de estar predestinados a algo, y no a cualquier cosa, sino a algo superior. ¿Algo superior? Ahora suena grandilocuente pensar así. Y ridículo, también. Pero ese era el sentimiento que antes motivaba las empresas y las obras más potentes, más perdurables. Dudo que alguien se haya atrevido a llevar esa convicción aristocrática al paroxismo de megalomanía que caracterizó a Schopenhauer y, más todavía, a Nietzsche.
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Falta encomendarse a las artes terapéuticas de la misantropía, con Flaubert como médico de cabecera: “Siempre he procurado vivir en mi torre de marfil. Pero una marea de mierda bate ahora sus muros hasta el punto de derrumbarla”. Paso el rato releyendo Bouvard y Pécuchet. Epopeya de la estupidez humana, aunque no de cualquiera. La insensatez de las empresas enciclopédicas y del espíritu de sistema, de todos modos. Si es verdad que los grandes hechos y figuras de la historia suelen darse dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa, Bouvard y Pécuchet brinda la versión paródica del drama del Fausto, de Goethe, como símbolo de los extravíos de la razón moderna. Como advirtió Maupassant, heredero literario y confidente de Flaubert, en esta novela se erige la “torre de Babel de la Ciencia, en que todas las doctrinas, contrarias y sin embargo universales, hablando cada una de ellas en su lengua, demuestran la impotencia del esfuerzo, la vanidad de la verdad y la eterna miseria del todo. La verdad de hoy es el error de mañana; todo es incierto, variable, y contiene en proporciones desconocidas cantidades tanto de verdad como de falsedad”. La única señal de inteligencia que Flaubert concibe es la capacidad de pispar la estupidez y la futilidad humanas.
Durante décadas, se ocupó en reunir, en orden alfabético, una serie de disparates ilustres, de leseras sin atenuantes, escuchadas o leídas a sus contemporáneos. Flaubert pensaba disponerlas en un libro cuya lectura nos dejara sin saber si nos estaba tomando el pelo o nos estaba hablando en serio. El proyecto, hermano siamés de Bouvard y Pécuchet, también quedó inconcluso, tal vez porque la estupidez es demasiado prolífica y la posibilidad de documentarla, por lo mismo, inagotable. En este libro, Flaubert ambicionaba incorporar todas las sandeces biempensantes que “es necesario decir en sociedad para convertirse en una persona decente y amable”. Algo así como la antesala de lo políticamente correcto, mezclado con los lugares comunes que acompañan, casi por obligación, cualquier intercambio social. Al final se publicó, póstumamente, como apéndice a Bouvard y Pécuchet. Hoy también circula por separado bajo el título de Diccionario de ideas recibidas. En vida, Flaubert especuló con subtitularlo Enciclopedia de la bestia humana.
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En la Penitenciaria de Santiago, pleno siglo XIX, la guardia pilla un forado de tres metros hecho por tres reclusos, en su propia celda. Sorprendidos in fraganti, intentan zafar ante el nuevo director del penal, que acaba de asumir. Uno de ellos alega que sí, que habían intentado fugarse porque estaban hartos con la anterior dirección del establecimiento, pero que, al asumir el nuevo director, la autoridad que ahora tienen al frente, habían desistido, y más que eso, al momento de ser sorprendidos, ya no estaban agrandando el boquete, sino tapándolo.