Antídotos contra el aburrimiento

por Manuel Vicuña I 7 Octubre 2024

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Cuánto me habría gustado escribir un libro con este título paradojal: Memorias de un amnésico. Pequeño inconveniente, llegué un siglo tarde: ya lo hizo el compositor francés Erik Satie. Amigo de los aficionados y enemigo de los pedagogos que pontifican y de los virtuosos que hacen malabares, ingenió esa parodia de retazos autobiográficos, de frases yuxtapuestas e irónicas para desinflar el ego, que vibran sobre la página como si fueran el piano de un music-hall o de un cabaré de la Belle Époque.

Arribé a este libro movido por mi obsesión con esa dupla que coopera y también rivaliza: la memoria y el olvido. Para recordar no basta con vivir. Importa no andar enfrascados en nuestros pensamientos en el mismo momento en que la vida pasa de largo frente a los cinco sentidos. Por momentos, los fallos de la memoria son responsabilidad nuestra, somos cómplices involuntarios de sus tropiezos. Aunque sería bueno no dramatizar: es innecesario desacreditar por completo la espontaneidad del pensamiento, las ensoñaciones y las divagaciones de la conciencia rumiante de la cual somos reos y beneficiarios por partes iguales.

Las ciencias cognitivas usan la expresión mind-wandering para referirse a esa errancia mental, a veces involuntaria, a veces deliberada, que acalla las solicitudes del mundo para entregarnos de lleno al soliloquio interior. Entiendo que no es el estado óptimo para los operarios de maquinaria pesada o los cirujanos, pero el mind-wandering tiene sus virtudes en otras circunstancias. En mi caso, prefiero no concebir las ubicuas distracciones en términos inequívocamente negativos. Eso le cede todo el poder a la lógica del rendimiento tan propia del capitalismo. Es preferible dejar de lado por un rato la valoración de la gestión del yo y la correspondiente exaltación del “empresario de sí mismo” como respuestas a las demandas extremas de productividad y a la concepción del capital humano como un recurso que baila al compás de los mercados.

Extraviarse en los pensamientos es algo que no puede reducirse a mera falta de concentración, desorden psicológico o ausencia de control cognitivo. Esa actividad tiene costos, sí, pero también beneficios. Sus derroteros son sinuosos o abruptos, atraviesan paisajes solitarios, proyectan la autobiografía en fronteras tan imaginarias como verosímiles, anticipan el futuro, se adentran en el pasado, acarrean emociones melancólicas y alegres, recorren las obsesiones de un extremo al otro y, en ocasiones, producen chispazos creativos que interrumpen los caminos trillados del pensamiento en función ejecutiva. En su mejor versión, soñar despierto es un escape a la rendición de cuentas a los hechos del presente y un antídoto contra el aburrimiento. Dado que todos los humanos abundan en la práctica del mind-wandering, y este no ha puesto en riesgo nuestra sobrevivencia como especie, habría que preguntarse por el papel que ha cumplido en términos evolutivos.

Como soy olvidadizo, me impresionan las proezas de la memoria y la invención de trucos para apuntalarla frente a los movimientos sísmicos de la vejez. La narradora escocesa Muriel Spark compuso una autobiografía titulada Curriculum vitae, en la que intenta sacarse de encima toda sospecha de inventiva o de falsificación de sus recuerdos. Cuenta sus primeros 39 años de vida desde la perspectiva de la vejez, y lo hace con una voluntad expresa de autoconocimiento, porque la respuesta a la pregunta quién soy es siempre tan provisoria como acuciante.

Spark fue una celebridad, de modo que circulaban demasiadas historias sobre su vida, a menudo falsas por donde se las mire. “Las mentiras son como pulgas —señaló— que saltan de aquí para allá, chupando la sangre del intelecto”. Spark pasó décadas acumulando documentos, era una coleccionista de detalles que recrean atmósferas de otro tiempo, y conocía la magia de los nombres propios, que conjuran recuerdos. Todo lo que contó tiene respaldo en evidencia documental o descansa en los testimonios de testigos directos de sus andanzas. Cotejaba sus recuerdos con parientes, compañeras de colegio y amigas íntimas; e investigaba o pedía ayuda a instituciones: bibliotecas, museos, universidades. Rehuía la ficción como una novelista renegada. Persiguió la verdad de manera laboriosa.

Para recordar no basta con vivir. Importa no andar enfrascados en nuestros pensamientos en el mismo momento en que la vida pasa de largo frente a los cinco sentidos. Por momentos, los fallos de la memoria son responsabilidad nuestra, somos cómplices involuntarios de sus tropiezos. Aunque sería bueno no dramatizar: es innecesario desacreditar por completo la espontaneidad del pensamiento, las ensoñaciones y las divagaciones de la conciencia rumiante de la cual somos reos y beneficiarios por partes iguales.

En este punto no puedo obviar su novela Vagando con intención. Es 1949, nos encontramos en Londres, las carestías de la posguerra siguen apremiando, las tarjetas de racionamiento están a la orden del día, el caviar de arenque es un lujo asiático y el vino argelino, una joya del mercado negro. La protagonista y narradora del libro, que define como una autobiografía, se llama Fleur Talbot. No es una mujer convencional. Juzga el matrimonio como un obstáculo para la creación literaria. Es una escritora en ciernes, autora de poemas desabridos, que ahora trabaja en su primera novela, Warrender Chase, llena de entusiasmo, llevada en andas por las palabras, absorbida por una imaginación cómplice de sus personajes. Por completo ajena a cualquiera actitud moralizante, Fleur es dueña de una memoria auditiva fuera de lo común y está dotada, por consiguiente, con el don de la escucha. Lo concreto es que ella acepta un empleo mal remunerado, aunque interesante por lo extraño, bajo las órdenes de Sir Quentin Oliver, un esnob formado en Eton y en Trinity College, Cambridge.

Esta es la cuestión: Fleur trabaja como secretaria de una estrafalaria Asociación Autobiográfica, integrada por personas de todos los rumbos que desean depositar sus vidas en papel para conocimiento de la posteridad, convencidas de haber sido señaladas con vidas extraordinarias. Sin ánimo de ofender a nadie, los manuscritos de las memorias están sometidos a una veda de 70 años. Sir Quentin guarda bajo llave esas memorias incipientes, que aún no pasan del primer capítulo y avanzan a paso lento. La tarea de Fleur es tomar notas en las reuniones y, más que nada, pasar a máquina e intervenir los textos para darles vida a narraciones insufribles.

Fleur tilda a los memorialistas de analfabetos y a Sir Quentin, de conductor descarriado a la hora de traducir los recuerdos a una prosa decente. Para contrarrestar su ineptitud, Fleur incorpora elementos de ficción a esos relatos “patéticos”. Crea escenas, inventa anécdotas, quiebra la monotonía y, en definitiva, acelera la sangre que corre por las venas de sus protagonistas. Hace todo esto a conciencia. Y no actúa a espaldas de Sir Quentin, que le insiste sobre el carácter confidencial del trabajo y la índole distinguida de los miembros de la organización, mientras refrenda el dicho popular que asegura que la “verdad es más extraña que la ficción”, sin por eso censurar las licencias que se toma Fleur.

Cuando los integrantes de la Asociación Autobiográfica conocen las memorias remendadas, reaccionan con una mezcla de incomodidad y aprobación. Las nuevas versiones pueden ser infieles a la realidad, pero más satisfactorias en términos literarios. Como le dice Sir Quentin a un memorialista aproblemado por la ligera modificación de los hechos de su vida, no hay para qué ser tan literales, hombre, existe algo llamado la “economía del arte”, cuyas leyes no proscriben el empleo de la ficción al momento de rememorar el pasado.

No hace falta que avance demasiado la trama de Vagando con intención para descubrir un componente turbio en la historia. Tempranamente, Fleur empieza a sospechar de Sir Quentin. Se convence de que este planea chantajear a los asistentes a las reuniones de la asociación. Habla de Sir Quentin como una “versión psicológica de Jack el Destripador”, aunque sin poder anticipar cuál será la naturaleza específica del crimen. De pronto Sir Quentin toma en sus manos la redacción de los textos, les incluye detalles alarmantes y no deja de insistir en la necesidad de una franqueza total, como quien orquesta una siniestra música de cámara. Nada de secretos. Ahora aparece el sexo, las aventuras lesbianas, los escarceos homosexuales, la culpa y la vergüenza y la paranoia. Sir Quentin sabe demasiado y es nocivo.

Hasta aquí llega mi novela. Es un volumen de Emecé Editores bastante roñoso. Le faltan las páginas finales, más que eso incluso. Lo noté demasiado tarde. Entonces pensé en esta posibilidad: la propia autobiografía como una lectura que ofrece compañía íntima a años de distancia de su escritura, notas sobre uno mismo que proponen un trato, en el sentido de contacto social y de acuerdo de paz, entre el yo del presente y el yo del pasado, entre dos figuraciones que se identifican y a la vez se diferencian.

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