
por Manuel Vicuña I 24 Octubre 2025
¿Qué decir de los suicidios colectivos como experiencia cúlmine de las sectas religiosas? Siempre un líder carismático en cuya cabeza llamea la paranoia, una pila de cadáveres y un discurso apocalíptico. No sé de ningún caso moderno más terrible que el encabezado por el reverendo Jim Jones, gurú carismático y despótico del Templo del Pueblo, una mezcla de comunidad religiosa, organización política, movimiento social y entidad benefactora.
Pese a que Jones era blanco y su padre había militado en el Ku Klux Klan, el Templo llegó a ser un culto mayoritariamente afroamericano, compañero de ruta del movimiento de los derechos civiles y, luego, de los Panteras Negras. Tampoco la iglesia de Jones quedó indiferente ante las reivindicaciones de los pueblos nativos y la población gay. Y en su rechazo del conformismo burgués, también sintonizó con el espíritu de la contracultura en boga en los 60, cuando el Templo se traslada desde Indiana a California y ameniza sus jornadas con música folk y blues.
El Templo de Dios se nutría de varias corrientes religiosas; entre la paleta de colores, podríamos decir, se distinguían aquellas provenientes de la cultura afroamericana y el pentecostalismo: actos de catarsis en público, música gospel, prédicas vehementes, gente hablando en lenguas, manos que sanaban enfermedades.
Con el paso de los años, Jones fue subiendo la apuesta: de ser un simple pastor socialmente comprometido transitó a la condición de profeta con dones divinos. Adoptando una voz oracular, incluso alegó ser la reencarnación de Cristo. Jones había sido cercano al comunismo desde joven, y su secta, bastante heterodoxa, terminó atesorando los valores del socialismo como guion de sus acciones y estilo de vida comunitario.
Anhelaban establecer el Reino del Cielo en la Tierra, un reino disidente, y por momentos revolucionario, con afinidades con la Unión Soviética y cierto aire de familia con la Teología de la Liberación. Para Jones, así como para sus seguidores más politizados, el capitalismo era una bestia gangrenada y los EE.UU. nada menos que un sistema fascista que oprimía a la población negra, perseguía a los comunistas y buscaba la destrucción del Templo del Pueblo. Jones exhortaba a su feligresía: “Vean, el socialismo es amor. El amor es Dios. Dios es socialismo”.
La cabeza de Jones estaba cableada con la corriente de la Guerra Fría y profetizaba un holocausto nuclear que arrasaría con la civilización moderna, y por eso su culto a menudo prefería instalarse en territorios alejados de las grandes ciudades radiactivas, en caso de desatarse el Apocalipsis. Jones también estaba convencido de que la CIA pretendía asesinarlo, lo mismo que la pandilla motorizada Los Ángeles del Infierno.
Bajo acusaciones de ejercer distintas formas de violencia sobre sus miembros, desde castigos corporales y humillaciones públicas hasta formas encubiertas de secuestro, apropiación mañosa de bienes y evasión de impuestos, el Templo despertó el interés de las autoridades políticas. En la selva de Guyana, próxima al límite con Venezuela, los discípulos de Jones encontraron su Tierra Prometida. Allí fundaron una comunidad agraria, Jonestown, construida a pulso, e implantan un régimen colectivista para poner a prueba un socialismo acorde con la sencillez evangélica del cristianismo primitivo.
Algunos creyentes gozan de la experiencia, viven en estado de exaltación, abrigados con el calor de la comunidad y reconfortados por la convicción de haber hallado el sentido de la vida. Otros, tal vez los menos, resienten la disciplina autoritaria que impone Jones, los abusos sexuales, la incapacidad de disentir, el control de pares mediante el soplonaje, los castigos físicos que contemplan hasta la privación sensorial, la sensación de hallarse cautivos, la persecución de los fugitivos y la prohibición de recibir visitas de familiares, llamadas telefónicas o correspondencia. El Edén rural también podía devenir en un infierno selvático, donde la voz de Jones se propagaba a través de un sistema de megafonía.
La emigración masiva a Jonestown se realizó en 1977: en total, cerca de mil personas de todas las edades, todas estadounidenses. Jones, obsesionado con la posibilidad de sufrir una invasión por parte de sus enemigos, instala un cinturón de seguridad y se hace rodear de una especie de aristocracia de mujeres y hombres blancos que alimentan el culto a su personalidad, cada vez más errática, tal vez por el enganche a las drogas. La idea del suicido colectivo rondaba la cabeza del líder y la cultura del sacrificio, del martirio, no les era ajena a sus seguidores.
A medida que se va estrechando el cerco de las pesquisas a partir de las denuncias contra el Templo, en marzo de 1978 Jones le envía una carta al Senado, una carta tan admonitoria como amenazante: “Nosotros, en el Templo de Dios, hemos sido objeto de hostilidades por parte de varias agencias del gobierno de Estados Unidos y estamos llegando rápidamente al punto en que nuestra paciencia podría agotarse. Puedo decir sin vacilar que hemos adoptado la decisión de que es mejor morir que ser constantemente hostigados de un continente a otro”. Nada tan nuevo, después de todo. Según un asistente a un servicio religioso de 1976, Jones habría condimentado su prédica con esta declaración: “El último orgasmo que me gustaría tener es la muerte, si pudiera llevarlos a todos conmigo”.
Vamos a los hechos: todo se precipita a raíz de la visita a Jonestown del senador de California Leo Ryan, quien acude a Guyana con un grupo de periodistas y algunos detractores del Templo de Dios. Viajan con la intención de inspeccionar en terreno la situación real de los habitantes de la comunidad. Arriban en un avión a una pista de aterrizaje despejada en la selva, a pocos kilómetros del bastión de Jones, que los recibe a regañadientes, convencido de que traen consigo la ruina de la obra de su vida.
Lo que sigue está narrado con pormenores en la serie documental Cult Massacre, así que me inclino por ser breve: la situación culmina en tragedia y delirio escatológico, milenarista. El senador es asesinado a tiros, al igual que un desertor del Templo, un camarógrafo, un fotógrafo y un reportero. Entonces Jones reúne a sus seguidores en un pabellón de la colonia e insiste en que serán atacados por paracaidistas, que encerrarán a los niños en campos de concentración, que los ancianos serán torturados, que hay que morir con dignidad tomando una “medicación” que no “provoca ninguna convulsión”.
Se preserva un registro en audio del último discurso de Jones. Curiosamente, es poco persuasivo, resulta más bien incoherente, a ratos arrastra la voz, como si estuviera bajo el efecto de las drogas. Estas palabras de quien dice hablar como profeta están contenidas en un casete que se encontró junto al cuerpo de Jones, al día siguiente de la masacre y el suicidio colectivo. “Si no podemos vivir en paz, entonces muramos en paz”, proclama Jones, y recibe aplausos. Nacimos a destiempo, continúa, el mundo aún no está maduro para recibirnos. Al fondo, conforme se hace del todo evidente qué está en juego, se empieza a oír una batahola: gritos, aplausos, música, niños llorando.
Tal como hay discípulos que se aferran a la vida, otros se regocijan ante la posibilidad de morir por la causa del socialismo apostólico, y no dejan de hacerlo saber en público. Morir, sigue Jones, no significa más que mudarse a otro plano de la existencia, dejen de lado la histeria, él quiere precipitar el desenlace, llama a los adultos a no perturbar a los niños, habla de la inminencia de un “tranquilo descanso” y, para terminar, define la muerte colectiva del Templo como una señal de “protesta por las condiciones de este mundo inhumano”.
El 18 de noviembre de 1978 perdieron la vida 918 personas. Algunos bebieron el veneno por sí mismos, convencidos de la santidad del acto. A otros se lo suministraron, muchas veces a la fuerza. Si bien hombres armados se cercioraron del cumplimiento de la orden, no faltaron los avispados que se fugaron y sobrevivieron. Los niños recibieron cianuro mezclado con una bebida con sabor a naranja mediante una jeringa. Después de haber matado a sus hijos, los adultos bebieron el potaje o se inyectaron directamente el cianuro; también se encontraron cadáveres con la aguja clavada en la nuca.