Un arte milenario

“El arte de la retórica duerme el sueño eterno. Los elogios fúnebres descansan en libros encuadernados en cuero. Los antiguos hechiceros de la oralidad, llámense rapsodas de la revolución o mesías de la moral, han perdido sus poderes de encantamiento. Magnetizar a las multitudes con palabras sin acompañamiento musical, eso sí que ocurre tarde, mal y nunca. A veces, las emociones y el intelecto vibran a la par y el fervor colectivo se propaga, pero ese milagro es más bien mérito de las circunstancias”.

por Manuel Vicuña I 11 Enero 2023

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El milenario arte del elogio fúnebre no se enseña en ninguna parte y, por razones obvias, nadie quiere aprenderlo a través de una práctica constante en iglesias y cementerios. La antiquísima técnica de la retórica, que los griegos y los romanos afinaron hasta la perfección, es una antigualla; y el lenguaje ornamentado de tantos de sus cultores es apenas un conjunto de metáforas de menor cuantía.

Sé que generalizo, pero nosotros los modernos hablamos a tientas en las ocasiones solemnes, y encima escuchamos sin gusto, mirando la hora, cuchicheando, buscando el secreto del universo en la punta de los zapatos. En estas circunstancias suelo constatar, movido por el recogimiento, que quedarse callado no es lo mismo que guardar silencio. Esto último implica un estado anímico, un trance acompañado de cierta sensación de inminencia, que va más allá del hecho de no formular palabras.

Dicho en breve, el arte de la retórica duerme el sueño eterno. Los elogios fúnebres descansan en libros encuadernados en cuero. Los antiguos hechiceros de la oralidad, llámense rapsodas de la revolución o mesías de la moral, han perdido sus poderes de encantamiento. Magnetizar a las multitudes con palabras sin acompañamiento musical, eso sí que ocurre tarde, mal y nunca. A veces, las emociones y el intelecto vibran a la par y el fervor colectivo se propaga, pero ese milagro es más bien mérito de las circunstancias. Lo dice, en todo caso, alguien que arranca de las ceremonias del verbo (de los recitales de poesía, despavorido) por razones aún difíciles de precisar.

A propósito de esto, pienso que el lenguaje es un organismo vivo. Lo que antes le daba salud y vitalidad, en el transcurso de unos años puede transformarse en un agente patógeno. Las figuras retóricas les entregan elasticidad a los tejidos del lenguaje, hasta que sufren de necrosis y, entonces, los corrompen.

Pasarme horas leyendo recónditos tratados retóricos, libros tediosos y clásicos latinos, como El orador de Cicerón y las Instituciones oratorias de Quintiliano, fue una manera inconsciente, me digo ahora, de intimar con el arte de hablar en memoria de los muertos, con la capacidad de trazar algunos rasgos de carácter con ayuda de unas pocas anécdotas.

A comienzos de la década del 2000 escribí un libro sobre la oratoria profana y sagrada, sobre la veneración que generaban los hombres con el don de la palabra, un don que conseguía persuadir y conmover, cautivar al intelecto, despertar las emociones y propagar sus efectos con el ímpetu de un contagio. Escribí ese libro a contrapelo, sin demasiada convicción o entusiasmo, porque tal vez no distinguía la elocuencia de la charlatanería y al locuaz del farsante. Me parecía que el tema era rancio, de otra época, y con justa razón. No lograba entender por qué me había enganchado con algo tan ajeno a mi carácter introvertido. Al hablar, yo cuidaba las palabras como si fueran especies en extinción. Me refugiaba en el silencio. Por esos días estaba interesado en la vida de los maestros del budismo zen y en los eremitas cristianos que abandonaron las ciudades del Imperio romano, para perseguir la pureza en los desiertos de Siria y Egipto.

Pasarme horas leyendo recónditos tratados retóricos, libros tediosos y clásicos latinos, como El orador de Cicerón y las Instituciones oratorias de Quintiliano, fue una manera inconsciente, me digo ahora, de intimar con el arte de hablar en memoria de los muertos, con la capacidad de trazar algunos rasgos de carácter con ayuda de unas pocas anécdotas.

Claude Lévi-Strauss dilucidó los motivos de la existencia y de la efectividad del hechicero. La ilusión es un componente esencial de la teoría del antropólogo. Se requieren tres tipos de ilusiones, plantea, y su fuerza solo se activa cuando se ensamblan; si eso no ocurre, la magia se desvanece. El brujo debe confiar en sus conjuros, el enfermo debe recibirlos sin dudar de su eficacia y la comunidad, para cerrar el círculo, tiene que depositar su fe en el poder sanador del hechicero.

Hago este rodeo porque el orador es una versión del hechicero. Él debía creer en la vitalidad de su arte y, los oyentes, en el valor de este para investir al orador con el poder de magnetizar a las audiencias, ya fueran las multitudes obreras de un mitín o el público que asistía a los debates del Congreso. Antes de convertirse en artificio, el arte de la retórica fue una construcción erigida sobre el lenguaje y la memoria, que cobraba vida con la puesta en escena del cuerpo, porque eso eran los oradores, actores, intérpretes de un sentir colectivo.

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