Al final de algo

“Si la vida, en lo que tiene de soberana o digna de ser vivida, decía Bataille, consiste en desviarla de sus demandas serviles o productivas (hacia el bar, el café, el prostíbulo o la librería), poco cabe esperar de ella cuando se va volviendo igual al ‘teletrabajo’, cuando los cafés pasan a llamarse ‘work café’, y migra en general hacia unas pantallas en la que todo está disponible al simple contacto de los dedos, pero permanecemos en el mismo lugar de siempre, conectados pero separados”.

por Bruno Cuneo I 21 Abril 2022

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Hace un tiempo sostuve una amena conversación con Carlos Herrera, el dueño de la librería Popol Vuh, la última de libros usados que va quedando en Viña del Mar. Hablamos de los antiguos libreros de la ciudad, de la personalidad y las mañas de cada uno, también de las razones que los habrían conducido al cierre. Recordamos, por ejemplo, a Domingo Pizarro, un señor con aspecto de notario que sabía mucho de libros pero que jamás hablaba de ellos: se limitaba a cobrar el precio marcado o a asentir lacónicamente cuando alguien le pedía un descuento. Hablamos también de Julio Monje, dueño de Ojo Voraz, que había sido carabinero o empresario (nunca se supo), que tenía la mayor colección de libros de Borges y que vendía básicamente lo que le habría gustado a Borges. Seguimos después con Pepe Cifuentes, que tuvo una estupenda librería en Viña y que ahora vende libros en una calle de Valparaíso. Tiempo atrás lo reconocí en una película de Andrés Nazarala, Debut, y me reí mucho cuando oí que le decía al protagonista —un músico atribulado por la pérdida de su demo— que se quejaba de “puros problemas huevones”, que un verdadero problema era, por ejemplo, haber estado en Auschwitz. De Carlos Ruz, dueño de Artes y Letras, recordamos su gran entusiasmo y su aspecto sempiterno de intelectual cortazariano de los años 70: beatle blanco, pantalón de cotelé, barba frondosa y lentes polarizados. Y al final hablamos de Mario Llancaqueo, quien si bien tenía su librería en Valparaíso, era un referente del rubro en toda la zona y era conocido hasta por Piglia, que una vez le agradeció personalmente haber sido el primero en traer Respiración artificial desde Argentina en los años 80.

Mario, a quien le compré mis primeros libros, nuevos y viejos, acababa de morir y por eso nuestra conversación se tornó de pronto melancólica. Convenimos en que su muerte y el inminente cierre de su librería Crisis, que hoy lleva su hija, era un signo de que estábamos al final de algo, no solo de un tipo de comercio, sino de un tipo de sociabilidad, que no podrá replicarse ahora que el negocio se ha mudado a Mercado Libre, Instagram, Facebook o la “red social” que sea. Yo mismo he empezado a comprar libros en la red, y aunque obtengo lo que me gusta con más rapidez y menor ansiedad que antes, no sé de dónde vienen los libros, no conozco al librero ni a las personas que frecuentan su librería, que tal vez ni siquiera existe físicamente. El asunto, en una palabra, se ha rebajado a mera necesidad y negocio, mientras que antes era la ocasión de un encuentro cordial y un desvío no premeditado de la rutina laboral o cotidiana. Si la vida, en lo que tiene de soberana o digna de ser vivida, decía Bataille, consiste en desviarla de sus demandas serviles o productivas (hacia el bar, el café, el prostíbulo o la librería), poco cabe esperar de ella cuando se va volviendo igual al “teletrabajo”, cuando los cafés pasan a llamarse “work café”, y migra en general hacia unas pantallas en la que todo está disponible al simple contacto de los dedos, pero permanecemos en el mismo lugar de siempre, conectados pero separados.

Si la fisiología de una librería de viejos es similar a la fisiología de la biblioteca de un lector (una reproducción de su personalidad y pensamiento), cada librero es una persona única, de la que uno puede ser amigo, incluso si se hacen con ella negocios. Con Carlos Herrera, por ejemplo, hemos compartido durante años la misma pasión por la obra de Elias Canetti, para el que un bello mundo sería aquel en el que convivieran los vivos y los muertos, y no uno en que los vivos van dejando a su paso un montón de muertos olvidados.

En mis remilgos nostálgicos, en todo caso, no me siento tan solo. Roberto Calasso, en La actualidad innombrable (2016), llamó a este fenómeno la “disponibilidad informática” y predijo que el saber que proviene de los libros perdería cada vez más prestigio y sería reemplazado al final por un interminable barullo de “voces errantes, incontrolables, ruidosas”, que no tienen rostro y provienen de ninguna parte. No es raro por ello que uno de sus últimos libros fuera una melancólica meditación sobre los editores, los libreros y las librerías de nuevos y viejos. La informática, dice en un lugar de Cómo ordenar una biblioteca (2020), ha reducido enormemente los tiempos de espera y búsqueda de un libro, pero ha reducido también el encanto de hallar un libro que no necesitábamos poco tiempo antes ni tampoco vamos a leer de inmediato. También ha reducido al mínimo otro aspecto esencial de la cacería de libros viejos: que el librero no se dé cuenta del valor del libro que tiene en las manos, pero sí nosotros. Porque sucede que lo primero que hace hoy es consultar los precios que tienen en la red, lo que provoca una indistinción entre lo real y lo virtual y una distorsión económica detestable: los precios se vuelven casi iguales y son además muy altos, como si de pronto todos se hubieran coludido para protegerse de los lectores menos incautos.

Las primeras ediciones de poesía chilena, por ejemplo, son a estas alturas prácticamente incomprables, sobre todo para quien las busca para leerlas y estudiarlas (leer una primera edición, dice Calasso, es una ayuda física —táctil y visual— insustituible para comprender un libro), y no impelido por ese fetichismo malsano que consiste en adquirirlos para guardarlos. Lo bueno, en todo caso, es haberme enterado de que por tres chauchas alcancé a hacerme una pequeña fortuna, con la que espero compensar un día a mis hijos por haberlos obligado a vivir entre arañas agresivas y papeles incoloreables.

En fin, si la fisiología de una librería de viejos es similar a la fisiología de la biblioteca de un lector —una reproducción en el espacio de su personalidad y pensamiento—, cada librero es una persona única, de la que uno puede ser amigo, incluso si se hacen con ella negocios. Con Carlos Herrera, por ejemplo, hemos compartido durante años la misma pasión por la obra de Elias Canetti, para el que un bello mundo sería aquel en el que convivieran los vivos y los muertos, y no uno en que los vivos van dejando a su paso un montón de muertos olvidados. Lo mismo valía, según él, para los libros y, en general, para la creación literaria. De Stendhal escribió que sobrevivió a todos los muertos de su tiempo sin tener que arrastrar a la muerte a ninguno.

Al final de mi visita decidí llevarme un libro que no tenía previsto llevarme ni voy a leer muy pronto: Culturas precolombinas de Chile, de Greta Mostny, en su segunda edición de 1960. Me fui revisándolo por la calle y me detuve en la imagen del niño hallado por unos arrieros en la cumbre del Cerro el Plomo y que a Mostny le tocó recibir en 1956, cuando era directora del Museo de Historia Natural de Santiago. Antes de sacarla de la caja, se cuenta, se le ocurrió hacerle rápidamente un retrato, ya que supuso que la luz desperfilaría los rasgos del niño, dormido desde hace 500 años. El resultado fue una imagen de algo condenado a desaparecer, la imagen de un sueño que termina.

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