Divagación circular

Violeta Parra escribió tres libros, pero solo uno de ellos lo publicó en vida. Se trata de Poésie populaire des Andes (Poesía popular de los Andes), que apareció el año 1965 en la editorial parisina François Maspero. Más universal, más didáctico e incluso más completo comparado con Cantos folklóricos chilenos, este libro nunca ha sido traducido al español.

por Bruno Cuneo I 8 Diciembre 2020

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Llevo mucho tiempo sin visitar las librerías de viejos de la Galería Veneto, en las inme­diaciones de las Torres de Tajamar, donde a menudo he encontrado algunos de los libros que más atesoro: nada muy especial o valioso, solo piezas descatalogadas hace años, algunas ediciones raras y una que otra primera edición de poesía chilena, adquirida siempre a precio de lector y nunca de coleccionista. Federico Galende se ha referido en Historia de mis pies a la atmósfera melancólica de este sector, que en otra época acogió a algunas de las tiendas más fachosas de Providencia, pero que el desplazamiento de los focos de modernidad las obligó a ceder su sitio a este tipo de negocios, menos modernos e incluso demodé. Hay, efectivamente, algo entre insomne y soñoliento a la vez en esos tres pasillos, donde los lo­catarios abren cuando quieren y lo hacen casi siempre como si retornaran de un trámite previsional o de una siesta a media mañana o por la tarde. A uno de ellos, no recuerdo a cuál, intenté comprarle el libro del que voy a hablar ahora.

Violeta Parra escribió tres libros, pero solo uno de ellos lo publicó en vida. Se trata de Poésie populaire des Andes (Poesía popular de los Andes), que apareció el año 1965 en la editorial parisina François Maspero, traducido y presentado por Fanchita Gonzalez–Batlle para la colección Voix, dedicada por entonces a difun­dir la poesía popular de los pueblos subalternos y los cancioneros revolucionarios. Los otros dos libros, los más conocidos, son en cambio póstumos: Décimas, una autobiografía en verso que escribió en 1958, pero que apareció recién en 1970, y Cantos folklóricos chilenos, que redactó entre 1957 y 1960, pero que apareció mu­cho después, el año 1979, en la Editorial Nascimento. Sobre este último libro, que es una recopilación de sus entrevistas con los “puetas” o cantores campe­sinos chilenos, existe un error que se ha difundido incomprensiblemente con los años: el libro no fue publicado jamás por la editorial Zig Zag el año 1959, aunque hay adelantos de él en Poésie populaire des Andes, que a su vez no ha sido nunca traducido al castellano.

Revisándolo hace poco en una versión digital, reparé en que esto último era tan raro como lo otro, y no solo porque es el único libro que vio impreso la poeta y cantautora, sino también porque parece más universal, más didáctico e incluso más completo comparado con Cantos folklóricos chilenos. Más universal, en primer lugar, porque el título instala desde un comienzo nuestra poesía popular en coordenadas mayores, la de “los Andes”, en las que caben otras expresiones soberbias, como los cantos quechuas recopilados por Arguedas, la poesía gauchesca ficcionada por letrados bonaerenses y hasta la poesía mestiza de César Vallejo, en la que se funde de manera singular la tradición mediterránea y la india precolombina.

Más didáctico, en segundo lugar, porque ordena mejor sus distintas expresiones –canto a lo divino y a lo humano, tonadas, esquinazos, parabienes, cuecas–, introduciendo cada una con breves, pero precisas explicaciones, de la recopiladora o la traductora, para un público general o desinformado.

Más completo, por último, porque si bien incluye cinco de las 15 entrevistas que recoge Cantos folklóricos chilenos, una de ellas a un cantor (Alberto Cruz) que curiosamente no figura en este último, incluye en cambio toda una sección dedicada a las composiciones de la propia Violeta Parra (“Chansons de Violeta Parra”) que, como dijera el ya mencionado Arguedas, no fue una simple recopiladora testimonial sino también una inventora, en cuyas creaciones lo popular se vuelve universal sin dejar de ser local al mismo tiempo. Están allí, por ejemplo, “La Jardinera” y “Arriba quemando el sol” (llamada aquí “Estilo nortino”), de incuestionable valor lírico, aunque la selección está cargada claramente a las canciones que ella misma llamaba “revolucionarias”, como “Levántate Huenchullán” –más tarde “Arauco tiene una pena”–, “Yo canto a la diferencia” y “Miren como sonríen”, entre otras “canciones políticas”, como las llamó por su parte Javier Martínez Reverte en Violeta del Pueblo, una antología publicada el año 1976 por la Editorial Visor, en su inacabable colección negra. Esta antología, cabe precisar, contrasta abiertamente con 21 son los dolores, la antología que publicó en Chile ese mismo año Juan Andrés Piña y que incluye únicamente sus “canciones amorosas”.

Víctor Herrero, autor de una completa biografía de Violeta Parra, se ha referido a la despolitización que habría sufrido su obra durante el período de dictadu­ra, en la que se amasó y difundió el mito de la genio sufriente, que se había matado por amor y podía por lo mismo ser interpretada por Gloria Simonetti en el Festival de Viña sin incomodar a nadie.

Víctor Herrero, autor de una completa biografía de Violeta Parra, se ha referido a la despolitización que habría sufrido su obra durante el período de dictadu­ra, en la que se amasó y difundió el mito de la genio sufriente, que se había matado por amor y podía por lo mismo ser interpretada por Gloria Simonetti en el Festival de Viña sin incomodar a nadie. No digo, por supuesto, que Piña participara de esta campaña, solo digo que en su criterio antológico pesó sin duda la si­tuación política que vivía el país en esos años, mientras que en España o en París se hablaba abiertamente de su canto insumiso o de su “guitarra indócil”.

¿Habrá pesado esto mismo cuando se publicó, tres años después, Cantos folklóricos chilenos con esa fórmula editorial y no con la que tenía Poésie populaire des Andes, siendo que ambas habrían podido perfectamente com­binarse? No lo sé, pero es probable que también pesara el cambio de registro que se produjo en la cultura local el año 1979, en que la poesía volvió a florecer en Chile, pero se dejó atrás la “poesía política”, que quedaría relegada desde entonces a las ferias artesanales o a las peñas universitarias. Ese año, el annus mirabilis de la poesía chilena en dictadura, aparecieron Purgatorio de Raúl Zurita, Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui de Nicanor Parra, Variaciones ornamentales de Ronald Kay y A partir de Manhattan de Enrique Lihn, que incluso sería tajante un año más tarde sobre el asunto: “Hacer poesía política –como si no fuera su­ficiente con la política que se hace– es hacer política de la poesía, palabra que rima con policía”.

Eso les cerraba la puerta a las “canciónicas agita­dóricas peligrósicas para las másicas”, pero se la abría a una poesía contingente de otro tipo, más estructu­ralista que contenidista, donde lo esencial no era ya denunciar explícitamente una situación injusta, sino parodiar más bien los discursos hegemónicos para impedir, como decía Lihn, que el poder cristalizara en las palabras y se difundiera bajo la forma de clichés o estereotipos.

El único que por esos años se atrevió a catalogar la suya de “poesía política” fue Nicanor Parra, que en 1983 publicó en España una antología con ese nombre, más bien inusual para sus estándares. Entre Violeta del pueblo y Poesía política hay sin embargo una coincidencia de lugar, pero no de tono, ya que las máscaras satíricas de Nicanor son muy distintas a los airados versos de su hermana, y hay un mundo de diferencia entre “Arauco tiene una pena” y “Los pollitos dicen Río Bío Bío”, la única “canción protesta” que, según él, jamás pasaría de moda.

Advierto que he estado dando vueltas y vueltas sin concluir nada, pero llevo más de tres meses encerrado y me he ido habituando un poco a la di­vagación circular y a los viajes inmóviles a través de mi pieza. Desconozco, en verdad, los criterios que se emplearon en 1979 para editar los Cantos folklóricos chilenos, que traía además las transcripciones mu­sicales de Gastón Soublette y fotografías de Sergio Larraín y Sergio Bravo. Como quiera que fuera, he querido simplemente llamar la atención sobre un problema editorial pendiente y la valía de un libro perdido, la sustancia melancólica de la deriva entre libros usados.

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