por Bruno Cuneo I 3 Abril 2025
En mi biblioteca guardo alineados dos libros tristísimos, ninguno de los cuales he leído entero. Los llamo los “clásicos del fin”, porque son ejemplares y porque cada uno trata sobre las postrimerías de un pueblo ancestral de Tierra del Fuego: el de los kawéskar o alacalufes en el caso de Los nómades del mar, del antropólogo francés Joseph Emperaire, y el de los selk’nam u onas en el caso de Fin de un mundo, de la antropóloga franco-estadounidense Anne Chapman. Los leo siempre a saltos, a menudo perturbado por algún dato que me deja pensando, no solo en el horror que significó el exterminio de esos pueblos milenarios, sino sobre todo en la posición, entre privilegiada e infeliz, de los autores que escribieron estos libros informados por sus últimos representantes. En el caso de Chapman, solo dos: Lola Kiepja, la última mujer que había vivido como indígena, fallecida en 1966, y su amiga Ángela Loij, fallecida en 1974, por lo que su libro es más crepuscular que el de Emperaire y también más “literario”, quiero decir más emotivo, personal, no solamente científico.
La primera edición de Fin de un mundo data del año 1990 y se publicó en Argentina, mientras que la primera edición chilena, con algunos añadidos y correcciones, se publicó el año 2002 en el Taller Experimental Cuerpos Pintados, que dirigía Roberto Edwards. El libro recopila estudios, perfiles, el guion de una película y poemas de Chapman de distintas épocas, además de bellas fotografías tomadas por ella misma, junto a otras tomadas mucho antes por Martin Gusinde, Fernand Lahille o Alberto de Agostini. Las fotografías en libros de este tipo siempre me han atraído, porque despiden un aura de antigüedad casi sagrada y desmienten la visión estereotipada de los “indios”, que por culpa del imaginario de Hollywood nos hemos acostumbrado a visualizar como seres bélicos, de plumas empinadas y arcos tensos, oteando desde lo alto de un peñón una caravana de colonos desprevenidos. Hay una tristeza, en cambio, difícil de precisar en estas fotos, y todas, en general, me recuerdan algo que decía Ronald Kay en Del espacio de acá (1980), teniendo a la vista, sobre todo, las tomadas por Gusinde: que la sofisticación técnica de la cámara no coincide con los rostros y el paisaje primitivo que retrata, y que en ese desfase habría que reconocer un hiato insalvable, a la vez que una valencia totalmente distinta de la fotografía al llegar a América que la que tuvo cuando surgió en Europa, en un paisaje técnico e industrializado, afín a su ojo mecánico. Donde más se percibe ese hiato y esa diferencia, valga decir, es en los retratos que le hace Chapman a Lola Kiepja, cuyo rostro, efectivamente, no parece provenir de este mundo de imágenes, bullicioso y contaminado, sino de uno prefotogénico, silencioso y prístino.
Entre los estudios que contiene Fin de un mundo hay uno que me interesa especialmente: el dedicado a los cantos selk’nam de chamanismo y duelo. Lola Kiepja no era una mujer entre otras, era una chamán, la última de su pueblo, aunque por ser mujer, dice Chapman, no poseía el poder chamánico del todo: podía curar, pero no provocar la muerte. Y para alcanzar el trance o el estado de autohipnosis, añade, los chamanes como ella se valían únicamente del canto, mientras que en otros pueblos ancestrales solían emplear algún tipo de estimulante, como un brebaje o una planta alucinógena. El asunto no deja de ser curioso y me pregunto si esa confianza depositada en el poder del canto no sería similar a la que se observa en nuestra poesía, tanto la culta que se practica en las ciudades, como la popular que se practica en los campos (por ejemplo, el canto a lo humano y lo divino). Es como si esa confianza arraigara muy hondamente en nosotros, por lo que no me extraña que la poeta Cecilia Vicuña, siempre atenta a nuestras raíces amerindias, haya querido recuperar la hebra lírica fueguina en su propia poesía —véanse sus “Cinco poemas selk’nam”—, inspirada precisamente por el libro que estoy reseñando.
Lola Kiepja grabó con Chapman numerosos cantos, insistiéndole cada vez en que no se los hiciera escuchar a los civilizados, porque estos se reirían, aunque el efecto que producen es precisamente el inverso: dejan triste y embobado. Los cantos, que son puramente vocálicos o sin acompañamiento de instrumentos, tienen, efectivamente, un efecto hipnótico, sin contar que poseen, además, un valor antropológico incalculable: son, como dice Chapman, los más antiguos de la humanidad conocidos hasta ahora, razón de sobra para apreciarlos, incluso si parecen muy ajenos a nuestro imaginario y a nuestras pautas sonoras. Las grabaciones pueden escucharse en el sitio Memoria Chilena, y uno muy bello se oye también en el documental que hizo la antropóloga con la realizadora Ana Montes: Los onas: vida y muerte en Tierra del Fuego (1977), cuyo guion también se reproduce en Fin de un mundo. El canto dice así: “Estoy aquí cantando, el viento me lleva, / estoy siguiendo las pisadas de aquellos que se fueron. // Se me ha permitido venir a la montaña del poder. // He llegado a la gran cordillera del cielo, / camino hacia la casa del cielo. // El poder de aquellos que se fueron vuelve a mí. / Yo entro en la casa de la gran cordillera del cielo. // Los del infinito me han hablado”.
Buscando en internet otros datos sobre Chapman y estos cantos, descubro que el historiador Manuel Vicuña ya había escrito sobre su trabajo con Lola Kiepja en esta misma revista hace algunos años. El asunto no me desanima, al contrario, me siento acompañado, y además él destaca otras cosas, entre ellas una que yo no he puesto de relieve: “Entre los selk’nam —escribe Vicuña, glosando a Chapman—, los cantos se heredaban o eran de composición propia. Tenían dueño; también linaje. Nadie podía entonarlos sin la venia del pasado o la autorización del creador. Lola podía contravenir esa costumbre con el ánimo de rescatar las tradiciones antes de que se esfumaran”.
Esta conciencia, “crepuscular” podríamos llamarla, es similar, pienso, a la que debieron tener los cantores y cantoras campesinas cuando le confiaron sus versos y canciones antiquísimas a Violeta Parra, que las reunió en sus Cantos folclóricos chilenos, salvándolos de ese modo del olvido, pero no de la entropía. Este libro, como el de Chapman, es otro “clásico del fin”, y ambos destacan el valor de unas tradiciones poéticas —indígena y popular— que no han gozado de toda la atención que se merecen, tal vez porque nuestra idea de cultura se ha configurado de espaldas al saber y la imaginación de los pueblos ancestrales y campesinos. No sé si en otro lugar de América haya sucedido lo mismo, pero al menos por aquí intuyo que la desatención ha sido crónica, que no hemos sabido valorar y convivir con las distintas tradiciones culturales que nos conforman. Bernardo Subercaseaux lo ha dicho muy bien en uno de sus artículos: Chile carece de una “cultura de pluralidad cultural”, pero nunca es tarde para construirla. Habría que comenzar, creo, por revisar algunos libros.