David Turkeltaub creó y dirigió editorial Ganymedes entre 1978 y 1987. Con un catálogo total de 12 publicaciones, la suma de sus libros conforma hasta hoy la más sólida y mejor colección de poesía chilena. Nicanor Parra, Enrique Lihn, Gonzalo Rojas estuvieron entre sus autores. Pero el hombre detrás de esta empresa fue y sigue siendo todo un misterio. Circunspecto y distante, era al mismo tiempo entusiasta y comprometido, al punto de que prefería hacerlo todo solo y se preciaba de que en sus libros nunca se encontraría una sola errata.
por Bruno Cuneo I 5 Marzo 2021
No soy un coleccionista empeñoso (de niño, por ejemplo, nunca logré completar un álbum), pero me sucede a veces que compro un libro usado por el solo hecho de que pertenece a una colección que me gusta, como “Los Poetas”, de Fabril Editora, que dirigía el argentino Aldo Pellegrini, o la de Poesía de la editorial Ganymedes, que creó y dirigió en Chile David Turkeltaub entre los años 1978 y 1987. De la primera me faltan dos libros, de la segunda solo me falta uno, de un total de 12, y debo decir que nunca pagué por ellos más de 10 mil pesos, en parte porque parecían ubicuos y ahora me explico la cosa: la tirada fluctuaba entre los 1.000 y los 5.000 ejemplares, algo impensable hoy, pero sobre todo en una época en que en Chile se publicaban muy pocos libros y funcionaba más encima la censura. A partir de Manhattan, de Enrique Lihn, lo compré incluso dos veces para regalo, y ahora descubro en la red que se ha convertido en un regalo caro.
Turkeltaub, que además de poeta y editor es el autor de una notable antología de poemas de amor en varios idiomas traducidos por él mismo (La guerra de los poemas de amor, 1986), es un personaje que me intriga, pero me ha costado armarme de él una imagen clara. Les he preguntado a algunos amigos que lo conocieron, más o menos de cerca, y todos coinciden en que era un hombre singular, con una personalidad difícil de encasillar en un tipo reconocible: circunspecto o poco teatral, y hasta distante, era al mismo tiempo entusiasta y comprometido, al punto de que prefería hacerlo todo solo y se preciaba, además, de que nunca se encontraría en sus libros una errata. Roberto Merino me cuenta también que apareció de pronto en la escena cultural chilena, de vuelta de un viaje largo por Europa, que carecía de pergaminos académicos y que alternaba, al parecer, su aventura editorial con la gestión de un negocio familiar dedicado a la fabricación de pintura. Me recordó también que aparece en ese video en que Rodrigo Lira lee “Poema -u oratorio- Fluvial y Reaccionario” en el departamento de Enrique Lihn, rodeado de otros cuatro auditores: es el más viejo y el más concentrado de todos.
Nadie recuerda mucho más y sus pistas comienzan a perderse a fines de la década del 80, en que apareció su último libro de poesía (Por amor de la muerte, 1988) y una curiosa crónica de viaje con Ricardo Lagos (Ese señor Lagos, 1988), que acababa de apuntar con el dedo a Pinochet en un programa de la tele. Es probable que viera terminada su tarea con el retorno de la democracia o que el nuevo escenario simplemente no le inspirara nada, pero lo cierto es que se fue volviendo cada vez más silencioso y retraído, al punto de que casi no existen anécdotas de sus últimos años y hace mucho que su fantasma no ronda siquiera en las conversaciones. Recuerdo que cuando murió, el año 2008, Mauricio Electorat y Leonardo Sanhueza publicaron unas columnas en el diario, para recordarlo y probar de paso su existencia. Me encuentro ahora en el mismo trance, pero tal vez bastará con decir que fue el artífice de la mejor colección de poesía chilena, la más sólida también, creada por un solo hombre y por un hombre solo.
Ya mencioné más arriba un título de la colección y debería mencionar los otros, para que quede clara la contundencia del catálogo: Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui, Hojas de Parra, los tres de Nicanor Parra; El alumbrado y 50 poemas, de Gonzalo Rojas (ambos ilustrados por Roberto Matta); Virus de Gonzalo Millán, Mal de amor de Oscar Hahn (ilustrado por Mario Toral), Poemas de un novelista de José Donoso (una rareza); Hombrecito verde y Códices, del propio Turkeltaub, y una antología que este mes está cumpliendo 40 años y que me ha movido a recordarlo. Se trata de Ganymedes 6, ilustrada por Nemesio Antúnez y que incluía poemas de todos los poetas nombrados –menos Parra– y varios otros que ahora son muy conocidos, pero que por entonces no lo eran tanto: Alberto y Armando Rubio, Cecilia Casanova, Pedro Lastra, Manuel Silva Acevedo, Claudio Bertoni, Rodrigo Lira, Raúl Zurita, Paulo Jolly [sic], Leonora Vicuña y Mauricio Electorat.
En rigor, Ganymedes 6 no era una antología sino una “panorámica” o “un enfoque a lo que están haciendo los poetas chilenos hoy”, y por eso mismo no se recogían allí poemas publicados o representativos, sino únicamente inéditos, escritos el último año, e incluso para la ocasión, con los que Turkeltaub pretendía documentar una proposición que él mismo formuló en el prólogo: “Que la poesía chilena moderna es uno de los hechos literarios más importantes del mundo de habla hispana, y que la actual situación del país ha estimulado desarrollos imprevistos y aguzado su creatividad”. Turkeltaub, podemos decir ahora, no se equivocó en nada, y si bien únicamente Leonora Vicuña no perseveró en la poesía, destacó en cambio en las artes visuales, sin contar que formó parte del equipo editorial de una notable revista de poesía que nació en 1981 y que se llamó La Gota Pura. La revista tuvo 15 números y vino a completar de alguna manera el proyecto que un año antes se había trazado Turkeltaub en solitario.
Aunque el temple de esta y otras columnas anteriores podría sugerirlo, no idealizo los libros del pasado porque, supongamos, desprecio los libros del presente. Menos porque me guste pautear a los editores; simplemente me emociona contemplar estas empresas literarias olvidadas, solitarias o colaborativas, realizadas a pulso, con buen gusto y alentadas por un genuino sentido de la cultura en tiempos en que campeaba la barbarie. Tienen por eso mismo algo de aurático, de épico y también de profético, tal vez porque, como sugiere Turkeltaub, “la situación” de entonces aguzó la creatividad de un modo inusual y se realizó a contrapelo de las posibilidades materiales que tenía para realizarse. Ningún catálogo, de hecho, ha sido tan parejo desde entonces como el de Ganymedes, y ni siquiera el papel empleado se ha amarilleado o cuarteado con los años. Los libros -hecho curioso- parecen nuevos siempre.
A propósito de “la situación”, ese eufemismo sartreano para designar los tiempos difíciles: hablé más arriba de la censura que pesaba por entonces sobre la producción literaria y ahora añadiré que estaba a cargo de una oscura oficina militar, aunque sospecho que civil también, conocida por una sigla, Dinacos, que reenvía inmediatamente a otra, todavía más siniestra. Pues bien, esa oficina censuró una vez uno de los títulos de Ganymedes y, como era previsible, tuvo el efecto de volverlo aún más requerido. Se trata de Mal de amor, de Oscar Hahn, el octavo de la colección, publicado en 1981, y el problema se habría suscitado por la dedicatoria que llevaba: “A mi bella enemiga cuyo nombre no puede ser escrito aquí sin escándalo”. Al parecer, esa frase habría hecho pensar a los censores que la aludida podría ser la mujer de algún funcionario del régimen, una suerte de Bovary local aburrida de las marchas militares o los brindis en cacho de su esposo. Turkeltaub quiso saber la verdadera razón de la censura y recibió de vuelta este sorprendente epigrama: “Nosotros no damos razones, damos órdenes”, y la orden era retirar el libro de las librerías y destruir la tirada entera. Acató, pero no destruyó la edición y siguió vendiéndola de todos modos a escondidas en su casa. Es el libro, valga decir, que más atesoro de su catálogo, y por una estampilla que lleva en la primera página me entero de que fue retirado de la Librería Sur, O’Higgins 756, local 26, de la ciudad de Concepción.
Se me acaba el espacio y no alcanzaré a decir algo sobre la poesía del propio Turkeltaub, que habla casi siempre del amor y le incorpora un pulso lírico al registro antipoético, y que en su momento llamó la atención del Cura Valente e inspiró un par de canciones, entre ellas “El botero”, musicalizada por Eduardo Gatti. Habría que escucharla y animarse luego a una reedición de sus libros, cuyo epígrafe podría ser este, tomado de un poema de Hombrecito verde: “Dije fe / y no es una errata / hay que creer en algo / puede haber errores aquí / pero no erratas”.