Contra Chile y Chile en contra

por Bruno Cuneo I 15 Noviembre 2023

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Hace poco apareció un librito cuyo título es el revés de otro que proyectamos alguna vez con un amigo y que incluiría todas las diatribas de Raúl Ruiz contra Chile. Se llama Contra Chile —el nuestro se llamaba “Chile en contra”— y es una selección realizada por Felipe Reyes de un centenar de discursos contra el país que pueden encontrarse, asimismo, en los escritos de Joaquín Edwards Bello, a quien Ruiz, valga decir, leía con entusiasmo y le dedicó incluso Tres tristes tigres. No es raro, ya que esa película era el manifiesto de su primera propuesta estética, el “cine de indagación”, que buscaba registrar los comportamientos gestuales y lingüísticos más inconscientes de los chilenos, para provocar una afirmación de la personalidad nacional, incluso si esos rasgos eran negativos, y casi siempre lo eran.

¿Por qué hacer algo así?

En primer lugar, porque visibilizar nuestros defectos puede servir para corregirlos o incluso para afirmarlos como tácticas de resistencia: hablar mal castellano, por ejemplo, puede ser un defecto, pero también una manera de resistir el habla imperial o hispana. En segundo lugar, porque las idealizaciones no sirven para nada, y aplicadas a una nación conducen rápido a la autocomplacencia o, peor aún, al chovinismo, que es una patología social de las peores. Tres tristes tigres, de hecho, fue concebida también para contestar al éxito de la película Ayúdeme usted compadre, de Germán Becker, que pretendía mostrarle al mundo que Chile era un país moderno y ponía en escena para ello a una pareja de andariegos (el dúo Los Perlas) que recorrían el país estupefactos, como si se tratara del mejor de los mundos posibles.

A Chile, por el contrario, Ruiz y Edwards Bello no le perdonan nada, y son tan intransigentes como Ezra Pound con Estados Unidos, Castellanos Moya con El Salvador o Thomas Bernhard con Austria. Pero hablan desde lugares sociales distintos y eso determina en buena medida el color de lo que observan y el humor de lo que dicen.

Ruiz, en efecto, era un tipo de clase media que se movía sin complejos entre la alta cultura y la cultura popular, y por eso pudo molestarle tanto que el país se convirtiera de pronto a la ideología del neoliberalismo y la globalización, que borra las diferencias culturales e impone como válida una única forma de cultura: la del consumo y el entretenimiento. Edwards Bello, por su parte, era un renegado de una clase alta que, según él, carece de mundo e imaginación y que además se ha empeñado siempre por mantener la inferioridad del pueblo. De ahí la intolerancia que demuestra con los aspavientos culturales de esa clase, que es esencialmente arribista e imitadora de los estereotipos europeos, y de ahí también su interés en la figura del “roto”, que no designa únicamente en sus escritos al plebeyo ultrajado por la clase dominante, sino también una fractura en el núcleo mismo de lo social, que provendría en último término de nuestra constante exposición a los terremotos. Es como si la tembladera nos impidiera tener confianza en el Ser y en el Otro, por lo que seríamos propensos a tratarnos mal, a alcoholizarnos, a escribir versos desesperados y a rebajar a cualquiera que se atreva a sobresalir de la media. En la misma línea, Ruiz decía que los chilenos tenemos el “síndrome del perro chico”: les ladramos a los perros grandes.

A Chile, (…) Ruiz y Edwards Bello no le perdonan nada, y son tan intransigentes como Ezra Pound con Estados Unidos, Castellanos Moya con El Salvador o Thomas Bernhard con Austria. Pero hablan desde lugares sociales distintos y eso determina en buena medida el color de lo que observan y el humor de lo que dicen.

Esta columna es sobre libros usados y hasta ahora he estado rondando uno reciente. Lo que sucede es que su lectura me recordó otro de Edwards Bello, editado esta vez por Alfonso Calderón y publicado el año 1977 en la editorial Aconcagua, una de las pocas independientes del periodo de dictadura. Se llama La deschilenización de Chile —el título, convengamos, es divertidoy es una recopilación de 30 crónicas en las que siempre puede encontrarse una aguda observación sobre la idiosincrasia chilena o sobre lo que el cronista llamaba “el problema de lo chileno”.

El chileno, dice por ejemplo Edwards Bello, se caracteriza por su “espíritu autocensor”: se inclina mansamente ante el europeo y “desacredita sutilmente a sus compatriotas y a su género de vida, echando a broma y juego su actualidad nacional en un alarde de fantasía deletérea”. Tiene también un “concepto deportista de la vida”: le gusta triunfar desplazando o hundiendo al otro o bien, le gusta molestarlo simplemente para ver qué cara pone. Peor aún, siente repulsión por el arte, la imaginación y el sentido artístico de la vida, lo que se explicaría en último término por la ascendencia vasca de la clase acomodada, ya que el vasco es un tipo práctico, comercial y tolera únicamente la imaginación si está al servicio de los negocios. Esto, valga decir, sigue siendo válido tanto para los “patricios” del siglo XIX como para los “nuevos ricos” de fines del siglo XX que, como diría Aristóteles, tienen los mismos vicios de los primeros pero redoblados.

Con el pueblo llano, en tanto, Edwards Bello suele ser igual de crudo, pero es indudable que su mundo le fascina. Él mismo dice no ser un oligarca sino un “roto cuajado” o un “neorroto”, y como tal le atraen los rituales, no del gentleman, sino del hombre popular que desprecia el trabajo, la posesión y prefiere la molicie de las chinganas y los burdeles, esos espacios de sociabilidad en que cuajó durante décadas la identidad cultural del bajo pueblo. En el prefacio a la última edición de su novela El roto decía que si esta perduraría sería por haber reconstruido con pasión el mundo de la vida popular, que ahora se estaba extinguiendo. Ese prefacio, valga decir, era del año 1968, el mismo en que se mató y Raúl Ruiz le dedicó Tres tristes tigres, que también estaba dedicada a Nicanor Parra y al club deportivo Colo Colo, es decir, al “genio del pueblo”.

Confieso que lo siguiente no lo advertí sino hasta ahora, pero creo que el sentido de la dedicatoria es esta: lo que para Edwards Bello eran los burdeles, para Ruiz eran los bares, y Tres tristes tigres era un retrato de la vida íntima de estos lugares, como la novela El roto lo era de los primeros. En los bares, comentó una vez Ruiz, un pueblo carnavalesco podía pasarse la vida como si no existiera el tiempo y complacerse en un comportamiento que era una mezcla muy particular de “ingenio barroco” y “negación cultural a todos los niveles”. Es precisamente lo que nos hace reír en ese filme, y reconocernos en algo que, quizás, era lo mejor que teníamos antes de que Chile se convirtiera, gracias a la ideología neoliberal, en un país sin atributos o transparente.

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