El piano y el diván

Muchas de las reflexiones contenidas en Conversaciones con Arrau pueden leerse como preceptos estéticos generales, válidos para cualquier otra expresión artística. Pero lo que más sorprende es la sabiduría vital del pianista y la serenidad artística que transmite, que es algo que su interlocutor no alcanza a percibir del todo, demasiado empeñado como parece en presentar al músico como un genio romántico, aislado y doliente, demasiado excéntrico.

por Bruno Cuneo I 3 Septiembre 2020

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Sé muy poco de música clásica, las sinfonías me abruman y las piezas que prefiero forman un parquísimo playlist de cuatro títulos apenas, cada una con los que creo son sus mejores intérpretes: las Variaciones Goldberg de Bach interpretadas por Glenn Gould, las Suites para violoncello, también de Bach, interpretadas por Pablo Casals, la Sonata para Arpeggione de Schubert interpretada por Mstislav Rostropóvich, y Los nocturnos de Chopin interpretados por Claudio Arrau. Este último, como Gould, me interesa también como tipo artístico, ya que pienso que pocas cosas permiten entender mejor la psicología de la creación artística que las historias de pianistas prodigios, con sus rituales obsesivos y la encarnizada lucha que suele librarse en ellos entre la naturaleza y el arte o, mejor aún, entre el dominio intuitivo y el racional de los recursos expresivos. El caso de Gould es emblemático también por su excentricidad, que ha llamado la atención de Don DeLillo y Thomas Bernhard, para quien la cultura era en general un patrimonio de sujetos obsesivos o simplemente dementes. El caso de Arrau, en tanto, es menos conocido, pero más reconfortante, pues muestra que los padecimientos de la creación pueden resolverse con un sólido trabajo interior, en un plácido equilibrio entre vida y arte, algo impensable para aquellos que aún se sienten demasiado atraídos por el mito del genio romántico, exótico y humillado, tanto por las presiones internas como externas.

Debo esta impresión sobre la figura de Arrau a la lectura de dos libros excelentes, uno detrás del otro: el perfil biográfico que escribió Marisol García el año 2018 –su descripción de la turbación de Arrau al no­tar que Pinochet ingresaba a su último concierto en Chile me pareció impactante– y el libro de conver­saciones con el pianista de Joseph Horowitz, que se publicó en inglés el año 1982 y que fue traducido al español dos años más tarde. Lo publicó Javier Verga­ra Editor, una desaparecida editorial bonaerense, pero de origen chileno, cuyos títulos suelen encontrarse en las librerías de viejos a precios de saldo, aunque el de Horowitz-Arrau es casi inencontrable. Curiosamente, ninguna otra editorial se ha animado a reeditarlo desde entonces y si alguna se animara ahora, le recomenda­ría seleccionar de sus más de 300 páginas –que inclu­yen varias conversaciones con músicos que trabajaron con Arrau (Daniel Barenboim entre ellos) y un listado de sus grabaciones, entre otros materiales diversos– únicamente las 13 entrevistas con el pianista, cada una precedida de una valiosa introducción de Horowitz, y el sorprendente ensayo titulado “El intérprete recurre al psicoanálisis”, el único que escribió Arrau y que pu­blicó en una revista musical norteamericana en 1967.

Arrau plantea allí que la terapia psicoanalítica de­biese formar parte de la formación de un músico jo­ven, sobre todo si se trata de un prodigio, pues ello le permitiría iniciar cuanto antes ese proceso de “autoco­nocimiento” y “autosatisfacción” que debe ser la fuer­za impulsora de cualquier artista, pero también pro­tegerlo de esas inhibiciones y bloqueos psicológicos –agarrotamiento de dedos, pérdida temporal de la voz y la memoria– que prosperan sobre todo en los mo­mentos críticos, por ejemplo cuando debe enfrentar la disyuntiva vital entre perseverar como un simple portento de la naturaleza o afirmarse como un creador original, intuitivo pero a la vez consciente de sus re­cursos expresivos. Esto último, sugiere Arrau, solo po­drá lograrlo el artista que consienta a carearse con las fuerzas más oscuras y agresivas de su psique, a bucear en su inconsciente, para transmutarlas luego en poder creador o energía psíquica dominada por la mente. Aunque ese inconsciente, aclara, no es únicamente el inconsciente individual, “freudiano”, el inconsciente de los fantasmas personales y los conflictos edípicos, que ciertamente existe pero que no basta, sino también el inconsciente colectivo, “junguiano”, el que se expresa a través de los arquetipos que proveen los mitos, las leyendas, la literatura y otras formas de canalización simbólica del desorden emotivo.

Arrau al final de su vida seguía preparándose con el mismo fervor de siempre, pero también cuidaba de sus perros, desmalezaba su jardín, leía a los clásicos en latín o griego y admiraba los musicales de John Travolta. Esto último, en especial, no es prueba de excentricidad, sino más bien de un ego bastante estabilizado.

Las ideas de Arrau sobre este punto son, como uno esperaría, fruto de su propia experiencia y no un mero wishful thinking: en 1923 él mismo inició una cura psicoanalítica, que extendería hasta el final de su vida, tras sufrir un severo bloqueo emocional, provocado en parte por la muerte de Martin Krause, su exigente tutor y figura sustituta del padre en su desarrollo psi­cológico temprano. Lo que aprendió, dice en las con­versaciones con Horowitz, que están por ello salpica­das de términos psicoanalíticos (la “neurosis musical” parece obsesionarle tanto como a Ingmar Bergman), es que la vanidad y el deseo de complacer a los demás, sumado al miedo o la ansiedad de no poder lograrlo, había sido el principal obstáculo para afirmarse como un sujeto verdaderamente creador, es decir, para pasar de la autista ejecución intuitiva a la empática ejecución consciente, que exige entre otras cosas renunciar a pa­recer perfecto, divino o infalible y tener el coraje incluso de des­agradar o desafiar las expectativas del pú­blico. El psicoanálisis, que Freud concebía como una forma de humillación, sirve so­bre todo para eso: para aceptar la propia vul­nerabilidad y deponer las presiones egocén­tricas de la mente, sin lo cual es imposible por otra parte empati­zar con las emociones de los demás, que es una de las principa­les cualidades de un intérprete: “Con el tiempo –señala Arrau para rematar el pun­to– comprendí que uno simplemente debe permitir que las cosas sucedan, sin preocuparse demasiado por complacer o tener éxito. Entonces la ansiedad deja de ser un impedimento para convertirse en parte del flujo creativo. (…) Cuanto menor es la vanidad, mayor es la capacidad creadora”.

En general, muchas de las reflexiones contenidas en este libro pueden leerse como preceptos estéti­cos generales, válidos para cualquier otra expresión artística, incluidas las destinadas a clarificar la ori­ginal técnica interpretativa del pianista –la “técnica del peso natural”– que manda aprovechar la grave­dad del cuerpo y que está afincada igualmente en lo que llama una “actitud natural ante la vida”. Una interpretación lograda, precisa, exige estar relajado en momentos de gran tensión emocional, relajado a la vez que emocionalmente involucrado, lo que podría transponerse sin problemas a cualquier otra actividad imaginativa que involucre el cuerpo, como el teatro o como la danza, que también debiese for­mar parte de la educación de un músico, ya que sus movimientos expresivos ayudan a adquirir mayor consciencia en la proyección de sentimientos.

Raúl Ruiz, valga decir, anotó en su diario íntimo lo funcional que podría ser otro de sus procedimien­tos técnicos para la creación cinematográfica, que él mismo practicaba a la vez como una combinatoria precisa y como una deriva imaginaria inconscien­te: “En las reflexiones de Arrau –anotó allí, luego de leer este libro– hay mucho de aplicable al cine. Sobre todo en el uso de las secuencias automáticas: cuando una secuencia musical conocida empieza a ser desa­rrollada, el auditor la precede recordándola y se va sorprendiendo en la me­dida en que el intérprete sepa jugar con las ex­pectativas. Para hacerlo debe, también él, pre­ceder lo que toca, debe desdoblarse entre el que se entrega a la música y el que observa el cami­no desde lo alto: como si un conductor de un auto pudiera ayudarse con imágenes de la ruta to­madas simultáneamente desde un helicóptero”.

Pocas veces la lec­tura de un libro resulta tan sugerente, más aún cuando habla de cosas que uno conoce poco y que parecen ajenas a nuestros intereses in­mediatos. Lo que me sorprende de este volumen en particular es la sabi­duría vital y la serenidad artística que transmite el entrevistado, que es algo que su interlocutor no al­canza a percibir del todo, demasiado empeñado como parece en presentar al músico como un genio román­tico, aislado y doliente, demasiado excéntrico o especial para integrarse sin problemas al flujo banal de la vida cotidiana. Arrau, de hecho, lo contradice en este punto varias veces: un buen artista, sugiere, es aquel que puede compatibilizar o hallar un equilibrio entre intuición, estudio y madurez psicológica y él, al menos, parece haberlo logrado. Por eso al final de su vida seguía preparándose con el mismo fervor de siempre, pero también cuidaba de sus perros, desma­lezaba su jardín, leía a los clásicos en latín o griego y admiraba los musicales de John Travolta. Esto último, en especial, no es prueba de excentricidad, sino más bien de un ego bastante estabilizado.

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