Intromisiones, el volumen en el que la ensayista y crítica literaria reúne lo que han sido casi 50 años de trayectoria, es el punto de partida de esta conversación, donde explica su fascinación por Donoso y esa sensación permanente de que todo —el orden social— puede caerse. También recuerda el humor “negrísimo” de Enrique Lihn y se explaya sobre temas más candentes, como la idea de que hay que decir y nombrar todo en una Constitución, en vez de apostar por una Carta Fundamental minimalista, con un lenguaje común.
por Rafael Gumucio I 9 Junio 2022
Adriana Valdés Budge (1943), la primera mujer que se desempeñó como directora de la Academia Chilena de la Lengua y presidenta del Instituto de Chile entre 2019-2021, es una de las ensayistas más perspicaces de la literatura chilena. A fines del año pasado publicó el monumental libro Intromisiones, que reúne sus ensayos sobre arte y literatura entre 1971 y 2018, en 830 apasionantes páginas.
Antes, mucho antes, ella nadaba cerca de la superficie de las aguas de la sociedad chilena, en medio de los torneos de bridge del padre y leyendo la revista Zig-Zag a pleno sol, pero sentía que no podía respirar… hasta que descubrió más al fondo del mar unos pescados feos que respiraban otro aire. Educada por unas monjas norteamericanas, la positividad la ahogaba. Se fue hacia esas aguas profundas en que nada era tan obvio, donde la vida adquiría otra complejidad. Ahí sintió que por fin respiraba. La esperaba en esa profundidad Enrique Lihn, pero también Manuel Silva Acevedo, Cecilia Casanova, Gabriela Mistral, Sor Juana Inés de la Cruz, Pedro Lastra, además de los clásicos: Neruda, Gonzalo Rojas, Parra y Vallejo. Al mismo tiempo, la obra de artistas como Alfredo Jaar y narradores como Donoso, Diamela Eltit, o cronistas coloniales como Sor Úrsula Díaz. Todos ellos son apenas una parte del apabullante índice onomástico de su libro Intromisiones, que es además la historia de una mujer en ese coto vedado de los hombres que fue la crítica literaria y cultural, hasta la llegada de la propia Adriana Valdés y la generación de pensadoras y críticas que vino con y después de ella. En esta entrevista explica su trayectoria con la misma sonrisa amena con que se interna en cualquier recoveco de la cultura chilena.
¿Por qué viste en la poesía el mismo modo de expresión de esos peces profundos con los que te encontraste?
Porque la poesía es una experiencia que uno vive, pero que nunca ha podido expresar. Me sentía que ahí se podía entender que algo podía ser positivo y negativo a la vez, algo o alguien que ama y odias al mismo tiempo. Eso convertido en una vida, con sus momentos, sus años, me pareció que era un lugar. César Vallejo, por ejemplo; el Neruda de las Residencias.
¿Y el humor?
Para mí fue esencial. El humor de Lihn era maravilloso. Un humor negro, negrísimo, pero muy divertido. En la vida diaria uno no se aburría nunca con él. Quizás él podía aburrirse conmigo, pero yo jamás con él.
Se cruzó justo entonces el posestructuralismo francés. Tú fuiste de las primeras en enseñarlo.
A mí me venía eso por la universidad. Enrique era más autodidacta y le tenía quizás demasiado respeto. Los cursos más maravillosos de él eran sobre la literatura y el mal, eran sobre Lautréamont, sobre Sade, o cosas de ese tipo en que era una maravilla y en que usaba citas de los franceses para iluminar algo, pero la gracia estaba en su manera de abordar el tema fuera de la academia.
¿Qué te pasa con esta bibliografía (Derrida, Foucault, Deleuze) que se ha convertido en una omnipresente arma política?
A mí me parece que están atrasados 30 años. Yo a toda esa gente la citaba en el año 75. Les cayó tarde la teja, demasiado tarde a mucha gente. Yo leía literatura feminista en el baño, escondida, como si fuera pornografía. Nunca voy a olvidarme de ese placer. Tengo una biblioteca enorme de autoras francesas. Pero de repente lo asimiló la academia gringa y se convirtió en una asamblea. Pero nosotros la vivimos en dictadura de una forma más o menos clandestina. En La Morada, que no era todavía la casa “La Morada”, hacíamos los talleres con Mercedes Valdivieso, con la Diamela (Eltit), con la Sonia Montecino. El año 81 me acuerdo de que hicimos unas jornadas feministas. Era el año en que me separé de Enrique (Lihn), así es que estaba más feminista que nunca, y me encargaron el tema de las artes plásticas. Me acuerdo de ir a hablar con la Lotty (Rosenfeld) y la Diamela a ver qué hacíamos. ¿Tú crees que este tema tiene algún futuro?, nos preguntamos. Y yo, que tengo algún olfato para eso, pensé que sí.
¿Y qué te pasa ahora que prendió?
Me encantan los temas cuando empiezan, pero cuando se transforman en ideología me aburren. En general, por eso yo no salgo mucho, al margen de que camino bastante mal, porque a veces siento que los ambientes son hostiles. Por eso prefiero el Twitter.
¿Qué te lleva a intervenir a diario en Twitter?
Mira, yo nunca he sido buena para ir al café, pero tengo mentalidad de café. De alguna manera, en Twitter puedo vivir esa mentalidad de café sin ir a ningún café.
Es un café cortado.
Me gusta la brevedad de Twitter y que esté hecho de puras frases. Y a mí me encantan las frases. Yo las colecciono, realmente. Una frase me puede hacer el día. Los dichos chilenos me maravillan también. Yo tomo una frase de ahí, de allá y realmente es para mí un tesoro.
¿Y conoces a la gente con que estableces algún diálogo por Twitter?
Sí, ya hemos hecho varios encuentros en mi casa. Fue muy increíble el primero. Era mucha gente que podría haber sido hijo mío. Nos reunimos como 30 en esta terraza.
¿Cuál fue tu impresión del grupo?
Sentí que la afinidad era profunda. Algunos habían sido alumnos míos, así es que sabía que los quería y me querían a mí, pero a otros no los conocía de nada y, sin embargo, era como si nos conociéramos de siempre.
Twitter es una herramienta muy violenta. Aunque tú logras no entrar del todo en esa lógica.
Debe ser el entrenamiento que tuve en los tres años en que fui presidenta del Instituto de Chile. Hay algo ahí un poco versallesco, pero versallesco no complaciente.
Al margen del Twitter, entras en la vida política e intelectual chilena de un modo cada vez más actual y muchas veces arriesgado. ¿Qué te llevó a querer intervenir de un modo más directo?
Son las circunstancias que se fueron juntando. Alfredo Matus llevaba 25 años a cargo de la Academia Chilena de la Lengua. Reconociéndole todos sus méritos, siempre pensé que se podía hacer más con la academia. Él me dijo “por qué no postulas”. Entonces pensé que no podía esquivar ese bulto, y que tenía que hacer de esta institución algo distinto, que había que hacer algo con su convocatoria.
Y fuiste la primera mujer en dirigir el Instituto de Chile. Fue una presidencia movida, muy activa, muy abierta al mundo.
Fue un trabajo agotador, pero apasionante. Les tengo que agradecer a todos los que fueron parte de mi equipo. A mí me gustan las cosas colectivas. Me di cuenta de que en Chile si tú partes tratando bien a las personas, la producción intelectual mejora notablemente. Es increíble el tiempo que perdemos protegiéndonos con uñas y dientes.
¿De dónde sacamos esa desconfianza?
Creo que somos mal amados. Eso decía un amigo brasileño de los chilenos: son mal amados. Hemos sido mal criados. No nos amaron bien. A mí no me interesa quién quebró qué, me interesa quién lo repara. Quizás eso me viene de mi trabajo en la Cepal, pero aprendí a tratar con gente.
Has escrito muchos artículos sobre el lenguaje en la Convención Constituyente.
Me parece que la idea de que el papel aguanta todo, está demasiado en boga. Yo antes, en el gobierno de Bachelet, por ejemplo, habría encontrado bueno que se usaran algunas palabras como testimonios. Pero ahora siento que tenemos demasiados testimonios. Pienso que tenemos que volver al tiempo de Andrés Bello, en que es más interesante encontrar un lenguaje común. Por eso pensaba que era tan importante una Constitución minimalista, que le quitaran todas las rémoras pinochetistas, todo el exceso y que se encaminaran en el reconocimiento de la igualdad en la diferencia. En el reconocimiento de que tienes derechos no por ser de una etnia, o de un lugar, o un género, sino por el solo hecho de ser persona. El respeto por la persona humana tiene que ser algo muy fuerte, que incluya el respeto por los que no hemos respetado históricamente. Pero las conquistas en el terreno del puro lenguaje se pueden encontrar con lo que pasó en Estados Unidos, con el backlash, o sea, la respuesta en reverso.
Claro, el progreso no siempre progresa.
Ve el tema del aborto: los gringos fueron los primeros y ahora están en un retroceso total. En los países centroamericanos, en todas partes vemos esto.
Que lleva a esa desmesura en el lenguaje al que asistimos a diario, no solo en la Convención. ¿Será la idea tan en boga de que el lenguaje crea realidad?
Yo no creo que el lenguaje cree realidad, pero sí creo que muestra realidades. Cuando no hay palabras para nombrar algo, es difícil verlo. Es lo que te decía de la poesía, porque el lenguaje nos hace ver zonas en las que no habíamos reparado antes. Le preguntaban siempre a Raúl Zurita por qué su primer libro se llama Purgatorio y no infierno, porque ¿qué más infierno que lo que escribía en este libro? Y él decía que el infierno es lo que no tiene palabras. Creo que tenía razón, porque los seres humanos somos seres cruzados por las palabras. Las palabras nos han traído muchos problemas, pero también todas nuestras felicidades.
Pero hay como una tendencia en la Convención —y fuera de ella— en que se debe enumerarlo o nombrarlo todo. Un principio contrario a cualquier economía del lenguaje.
Estamos en un momento testimonial. Un momento sumamente peligroso también. A mí me gustaría mucho saber cuántas consultas indígenas ha hecho el Estado de Chile desde el tiempo de la ministra Claudia Barattini, que fue la primera que tuvo que hacerlo desde un ministerio sin ningún recurso y sin ninguna experiencia, como era el recién creado Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. ¿Cuántas de estas consultas llegaron a alguna conclusión? ¿Cuántas se terminaron de hacer, cuántas quedaron en el camino porque cambió el ministerio? ¿Y qué sentido tiene ahora tener 19 días para hacer una consulta indígena, y quiénes son los indígenas y cuántos son? Porque tenemos un dato censal y nada más de autoidentificación.
Pero a partir de ahí estamos construyendo toda una política compleja plurinacional.
A mí me da miedo que los equilibrios de poder pueden basarse en datos muy antidemocráticos. No sé cómo decir eso, pero me parece que puede ser la fuerza del que grita más fuerte.
A mí me preocupa el desconocimiento de algunas constantes de la cultura chilena que uno puede ver en tu libro. Por ejemplo, la castración en Donoso, Couve y tantos otros.
Claro, es lo que dice Sonia Montecino en Madres y huachos: los hombres pasan y las mujeres se quedan. Yo tuve un novio extranjero que me decía: “Tú me dices mijito y yo salgo corriendo inmediatamente por esta puerta”. Él sentía que eso lo disminuía. Por eso no había querido tener una mujer chilena, porque decía que teníamos tendencia a castrar a los hombres.
Lo otro que muestras como esencial en la literatura chilena son las clases sociales y sus fronteras complejas y a veces ambiguas, que logran que todo el mundo esté incómodo en su clase.
Por eso me gusta tanto El obsceno pájaro de la noche y otras novelas de Donoso, porque ahí está siempre la sensación de caerse. Yo creo que es fundamental en la cultura chilena el miedo a que todo se vaya para abajo. Mi mamá siempre me decía: “Arréglese, que va a parecer una gringa pobre”. Uno escucha siempre: “Yo a esta persona la voy a poner en su lugar”. Aquí en Chile pasamos poniendo a la gente en “su lugar”.
Es un país vertical, por eso ese temor a la caída.
Vertical y resbaloso. Es lo que escribo en el texto sobre Manuel Silva Acevedo, donde hay una caída hacia la animalidad. Que es una caída de Vallejo también, que me parece muy interesante.
¿Qué cosas te interesan ahora?
Ahora me interesa leer por puro placer. Yo he leído toda la vida lo que tengo que leer para la próxima presentación, para un artículo. Ahora leo en plena libertad todo lo que quiero y eso me apasiona.
Imagen de portada: fotografía de Emilia Edwards.
Intromisiones. Escritos sobre literatura 1971-2018, Adriana Valdés, Ediciones UDP, 2021, 836 páginas, $33.000.