En el terreno de la ficción, probablemente Cumbres borrascosas (1847), de Emily Brontë, sea por antonomasia la novela de los sentimientos bajos: la mayoría de los personajes están movidos por la envidia, la codicia y también los celos, que se aprecian en su aspecto más deplorable. Sin duda, en la realidad los celos se encuentran en el centro del enfrentamiento de los géneros, puesto que entran en el terreno del cuerpo. Y en el cuerpo está en juego el amor, y en el amor todos los hilos están en juego.
por Ileana Elordi I 15 Septiembre 2020
Se habla de sentimientos bajos y de sentimientos elevados. La rabia, la envidia. La bondad, la gratitud. Al parecer siempre hablamos así. Cuando alguna característica nos parece admirable, la proyectamos hacia arriba. El resto se mantiene abajo, atrapado en la tierra. Los celos probablemente divagan por alguna capa intermedia de la atmósfera. No son altos ni bajos. Se evaporan, se elevan, y vuelven a bajar con forma de lluvia. No son traslúcidos como la tristeza o la alegría. Son sentimientos oblicuos, que a pesar de tener cierto peso, brillan. Quizás, lo único que se necesita para su aparición es la presencia de algún tipo de amenaza: un tercero.
Por otro lado, los celos se encuentran en el centro del enfrentamiento de los géneros. Es porque entran en el terreno del cuerpo. Y en el cuerpo está en juego el amor, y en el amor todos los hilos están en juego. En este enfrentamiento que busca la igualdad a través de distintas estrategias (ya sea a través de la eliminación del género o el enaltecimiento de lo femenino), los celos han tendido a sumergirse en lo más hondo de la escala de los sentimientos. El amor no tiene celos, o los celos no necesitan amor. Los celos solo producen abuso y violencia. Egoísmo, crueldad, posesión. Hace unas semanas escuché en la calle a una mujer que le explicaba a otra por qué su pareja era celoso: “Por exceso de amor propio”, respondía.
Es evidente quiénes han sido las más perjudicadas en ese entramado de afanes posesivos, y sumergir a los celos en su dimensión más baja es aparentemente útil en un discurso de acción política. Sin embargo, como es frecuente, la política se nubla en la búsqueda de soluciones inmediatas, en detrimento de entender los fenómenos en su ambivalencia.
En el terreno de la ficción, probablemente Cumbres borrascosas (1847), de Emily Brontë, sea por antonomasia la novela de los sentimientos bajos. Esta novela gótica, romántica y un clásico de la literatura, narra la historia de la familia Earnshaw ubicada en los desolados páramos de Yorkshire, Inglaterra. Aquí, la mayoría de los personajes están movidos por la envidia, la codicia y los celos, que en estas páginas muestran su aspecto más deplorable. Se sacan celos, se sienten celos, se sufre y se ama. Los celos aquí son manipulaciones que terminan en tragedias y en muerte. Y el amor, entonces, surge como una forma de amor romántico en donde las emociones explotan a través de idealizaciones que terminan por consumir a los personajes. “Hay más de mí en él que en mí misma”, dice Catherine Earnshaw, la protagonista, en relación a Heathcliff. Es decir, su identidad no depende de ella sino de otro, y así se despliega la sensación de incompletud tan propia del amor romántico. Celos y amor se entrelazan tal como lo hacen el placer y el dolor al interior del cristianismo. Y así, en este contexto de sentimientos bajos e intensos, aparece con fuerza lo tan buscado en literatura: el drama.
Cumbres borrascosas es un libro violento. Sin embargo, no se le puede exigir a la vida lo mismo que a la ficción, y sería absurdo denostar a esta novela por sus parámetros morales.
En literatura cada vez es más frecuente exigir una postura crítica al autor si los personajes son detestables o criminales (como si autor y narrador no fueran sujetos diferentes). Pero en Cumbres borrascosas la autora no tiene un punto de vista crítico respecto de la violencia, y muestra a sus personajes sin necesidad de juzgarlos. La violencia pasa como nubes oscuras frente a nosotros, fenómenos imposibles de controlar. Y si esta novela es clave, no es porque comunica un mensaje moral inmediato, sino porque profundiza de manera aguda en la psicología de los personajes. No es fácil entender la psiquis humana. Y si después de leerla aparece un indicio de violencia en la vida real, este entonces se deshilvana y podemos verlo con mayor nitidez.
La literatura es lo que las personas hacen con las palabras y lo que ellas hacen con las personas. Es un hecho que leer arma nuestro imaginario. Y en este imaginario, es evidente que la imagen femenina ha sido mezquina. Villanas o princesas. Evas traicioneras o blancanieves empecinadas en limpiar. Sin embargo, si la ficción es clave para interpretar la cultura, no es por dar soluciones ni ser terapéutica, sino por alumbrar la realidad e indagar en ella de manera ambivalente en su contradicción.
Catherine Earnshaw narra a modo de sueño: “Estaba en el cielo y comprendía que no era mi casa. Se me partía el corazón por querer volver a la tierra. Entonces, los ángeles se enfadaron tanto que me echaron afuera. Y así caí en medio de la maleza de Cumbres Borrascosas y me desperté por fin, llorando de alegría”. En esta cita se encapsula la fascinación por el drama humano, en su conflicto y vitalidad. Sin embargo, si los celos esconden un drama; no necesariamente una tragedia.
El drama de los celos se instala entre la incomodidad de una amenaza y la aparición de la gracia. Demonizarlos y creer que no existen en una atmósfera de transparencia, no es más que una creencia ilusoria. Y a su vez, una ingenuidad que como cualquier limitación se expone a otras formas de sometimiento. Los celos siempre están ahí. Ni altos ni bajos. Y no necesariamente explotan. A veces, implosionan, sin salir del terreno de la fantasía. Tienen relación con el riesgo, pero si este no se transforma en miedo, entonces puede volverse deseo. Y en este punto se esconde algo misterioso e inexplicable, quizás atávico: en los celos queremos retenerlo todo y no podemos. Quizás por esto podría existir en ellos incluso algo sublime, al enfrentarnos a nuestras propias limitaciones. Desde ahí intentamos superarnos, pero inevitablemente, siempre llegamos demasiado tarde.
Imagen: escultura de la artista polaca Alina Szapocznikow.