África de las Heras y Felisberto Hernández: el triunfo del misterio

La tercera esposa del cuentista uruguayo fue África de las Heras, una espía soviética que participó en la Guerra Civil española, trabajó en el atentado a Trotski y colaboró con Kim Philby, entre muchos otros, a lo largo de más de cinco décadas de exitosa carrera clandestina. No sabemos lo que vio en ella este escritor que encarna como pocos al excéntrico que vive inmerso en sus pensamientos y poco le importa el mundo exterior. Sin revelarlos, cuidó los misterios de su amada para que produjeran extrañeza. Y así, mientras ella buscaba en él la lista de los fascistas infiltrados, él exploraba la increíble diferencia que existía entre su cara vista de perfil y su cara vista de frente; mientras ella esperaba que alguno de los amigos del escritor la llevara a conseguir documentación para nuevos agentes ilegales, él se admiraba de que las cejas de África parecieran las velas negras de un barco pirata.

por Yosa Vidal I 5 Mayo 2022

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Para todo el mundo, Felisberto Hernández fue un escritor y pianista uruguayo, o pianista y escritor, según se le mire. Descubrir otro aspecto de su vida y pasiones es sumergirse en un thriller de espionaje y vuelcos inesperados, lejos de la imagen de sujeto desplazado, tímido y excéntrico con que lo recordamos. Todo comienza con la aparición en su escenario de África de las Heras, una española sorprendente.

La historia de María Luisa de las Heras, cuyo verdadero nombre era África de las Heras, parece una perfecta película de espionaje: partiendo por su nombre, África es la caricatura de la exótica e implacable femme fatale que formaba parte de la inteligencia rusa. Ahora, su historia también podría ser un bildungsroman nacionalista, donde el personaje desde un principio escucha un llamado revolucionario al que obedece y que jamás traiciona. Es decir, podría perfectamente ser también un cuento panfletario.

La vida de Felisberto, en cambio, estaría escrita en una vereda estética muy lejana. Su historia parece ser sacada de un cuento de su propia autoría, llena de fracasos y de soledad, un cuento raro cuya lectura provoca ese placer que devuelve el gusto por la vida y, por qué no, un cierto reencantamiento con la humanidad. El cruce de estos cuentos, del thriller político o el panfletario con el cuento felisbertiano —es decir, el cuento de ambas vidas—, da como resultado un quiltro literario documental, un pastiche humano fantástico, por lo entretenido y lo extraordinario de la trama.

Ambos se conocieron en París, año 1947. Ella era una modista española que llevaba un par de años en esa ciudad, trabajando para consolidar su prestigio, y él había conseguido una beca de residencia por medio de su amigo y mentor, el poeta Jules Supervielle, para escribir y hacer algunas presentaciones y conferencias literarias. De esta época es su libro Nadie encendía las lámparas. Ella va un día a una de estas charlas y con su trajecito apretado de dos piezas, un mono alto y su piel brillante y morena, se pone en la fila para pedir una dedicatoria. Cuando llega su turno, levanta una de sus largas y delineadas cejas y le dice al escritor: ¿me firmas? El cae redondo (eran famosas las cejas de África).

No debió pasar mucho tiempo para que estuvieran viviendo juntos en el departamento de ella, un pequeño paraíso pasional y creativo para Felisberto. A María Luisa no le iba mal en el mundo de la moda, y como el hombre recibía el dinero justo para sobrevivir, no se dijo más. María Luisa, luego de trabajar, atendía al amante y a sus amigos, mientras de la cocina salían huevos fritos y tortillas de papas (conocidas son las bacanales de Felisberto y su gusto por las frituras). También de esa época es su libro Las Hortensias, que luego dedicó “A María Luisa, en el día que dejó de ser mi novia”.

Ambos se conocieron en París, en 1947. Ella era una modista española que llevaba un par de años en esa ciudad, trabajando para consolidar su prestigio, y él había conseguido una beca de residencia por medio de su amigo y mentor, el poeta Jules Supervielle, para escribir y hacer algunas presentaciones y conferencias literarias. De esta época es su libro Nadie encendía las lámparas.

La relación sigue estupendamente, hasta que la beca se acaba y el escritor tiene que volver a Uruguay. Él le pide que se casen, que continúen el paraíso en Montevideo, y ella acepta, pero no tiene pasaporte porque fue exiliada de España luego de la Guerra Civil española. Felisberto no pregunta mucho, porque es un visceral anticomunista, y se conforma con el general desinterés que María Luisa presenta ante la política. Además, él también tiene un problemita que resolver: tiene que divorciarse de su segunda mujer, con la que aún sigue casado. Se despiden entonces en la estación de trenes, con la promesa de encontrarse unos meses más tarde en Montevideo, con las nubes del pasaporte y el divorcio ya fuera de escena. Un beso pasional cierra el pacto de amor mientras el silbato anuncia la partida.

¡Pero aún hay un último capítulo pendiente!

Dos estaciones más adelante, Felisberto se baja para despedir a una amante inglesa que también tuvo por esos días (esto lo cuenta estupendamente Javier Juárez en su biografía sobre África de las Heras, Patria). Despedidas las amantes, el hombre se sube nuevamente al tren, esta vez con la clara intención de cumplir solo a una de ellas.

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París es el lugar donde el quiltro literario nace. Por alguna razón, la NKVD (posteriormente la KGB) piensa que Felisberto Hernández podía serles útil, y mandan a una de sus espías estrella a tender la trampa. La otra opción es que no haya sido premeditado y que África, mientras construía una nueva identidad, conoce al escritor, ve ahí una oportunidad y la toma.

¿Pero qué tipo de beneficio podía dar Felisberto a los servicios de inteligencia soviéticos?

Y lo más importante: ¿qué tipo de información les podía entregar? ¿Alguna relacionada con las algas que descubre en el fondo de los ojos verdes de una mujer? (como Horacio en “Las Hortencias”). ¿Podía enseñarles quizás el secreto para llorar con el solo gesto de poner las manos sobre la cara? (como en “El cocodrilo”). ¡O quizás podría develar la fórmula para hacer que, a través de una inyección, uno escuche permanentemente las transmisiones de una emisora de radio! (como en “Muebles El Canario”).

 

Felisberto Hernández (1902-1964).

 

Sea como fuere, si mandaron a África o si ella vio la oportunidad, el misterio de la decisión de pensar que Felisberto podía entregar información valiosa está más cerca de la cuentística del escritor que de las macabras movidas de la Cheka. Es un misterio que se puede apenas rozar de costado y admirarlo para que de ahí nazca algo raro, quizás algo con futuro artístico (“Explicación falsa de mis cuentos”).

De África de las Heras no se sabe mucho, pues, como buena espía, borró bien las huellas de sus pasos. Su nombre dentro de la KGB fue Patria y es la persona que, sin ser rusa, tiene la mayor cantidad de condecoraciones dentro de la Unión Soviética. Su pasado político parte en la insurrección de octubre de 1934, en Madrid, y luego, durante la Guerra Civil, fue parte del Comité Central de las Milicias y dirigente de una de las infames patrullas de control de Barcelona. En este tiempo, por influencia de los agentes rusos Alexander Orlov y Leonid Eitington, pasó a formar parte del aparato de inteligencia soviético, al que juró lealtad y que nunca hubo de traicionar, por más de 50 años, hasta su muerte, en 1988. En 1937 viajó a México, para preparar el asesinato de Trotski. Bajo el nombre de María de la Sierra, fue su secretaria y ayudó a dibujar el mapa de su casa en la calle Viena, que luego el pintor Siqueiros usó en su tremendo y surreal atentado fallido (entró a las tres y media de la madrugada con una decena de hombres y un arsenal de guerra, disparando a lo mexicano; tiró una bomba que no explotó y se dio a la fuga, sin verificar que no había dado al blanco ni una sola vez).

Aunque África trabajó desde el principio en esta misión, no llegó a participar directamente en el asesinato: fue reclamada urgentemente por el Kremlin, pues Alexander Orlov recién había desertado de las filas estalinistas y desde Canadá amenazaba con delatarla. Ramón Mercader se quedó con el piolet de montañismo ensangrentado en sus manos y los gritos de Trotski en su memoria. De regreso a Europa, África peleó en la resistencia en Francia y, apenas comenzada la invasión alemana en Rusia, fue enviada a combatir en la guerrilla. Su felicidad fue enorme: era la primera vez que pisaba la que luego sería su amada patria, como dice en la única pequeña nota autobiográfica que escribió. Aprendió ruso, enfermería y a operar perfectamente los complejos transmisores de radio; junto al Ejército Rojo participó en la defensa de Moscú, y tras esa victoria fue parachutada a Ucrania, donde continuó con su formidable actividad de partisana y de radiotelegrafista. En los fríos bosques de Ucrania estuvo más de dos años como combatiente nómada, participó en emboscadas, asaltó trenes alemanes para acribillar a soldados nazis con su “naranjero” (fusil automático ruso), localizó tropas enemigas y material bélico. La lista de sus actividades en la retaguardia es larga, al igual que sus condecoraciones recibidas tras el fin de la guerra. A diferencia de la historia contada por los estadounidenses, para ella la victoria de las fuerzas aliadas en contra de los nazis fue una victoria del comunismo contra el fascismo, razón suficiente para seguir con su carrera como doble agente. En 1946 continuó su lucha contra el capitalismo desde París, donde conoce a Felisberto y donde la novela sobre la guerrillera heroica cambia de tono.

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Felisberto Hernández, por contraste, destaca por sus fracasos. Aunque últimamente existe un mayor interés en su obra, durante su vida la recepción de sus libros fue muy escasa, las ediciones fueron siempre por la ayuda de algún amigo y en tirajes de no más de 200 ejemplares, sus relaciones amorosas terminaron estrepitosamente y, a pesar de cierto hedonismo, vivió en una constante pobreza. Él mismo es responsable de que tengamos esa imagen de él, ya que buena parte de su literatura trabaja las memorias de su soledad, sus angustias, la falta de dinero y el hambre.

El efecto, sin embargo, es fantástico.

El nombre de África de las Heras dentro de la KGB fue Patria y es la persona que, sin ser rusa, tiene la mayor cantidad de condecoraciones dentro de la Unión Soviética. Su pasado político parte en la insurrección de octubre de 1934, en Madrid, y luego, durante la Guerra Civil, fue parte del Comité Central de las Milicias y dirigente de una de las infames patrullas de control de Barcelona.

En su literatura uno no escucha quejas ni denuncias; con humor y un delicado trabajo de experimentación poética, logra rehuir la solemnidad de cualquier gesto de coquetería con la literatura “comprometida”.

Sus historias como pianista de café, sus pellejerías como musicalizador de películas mudas o como amante frustrado, están al servicio de una estética rara, donde la sensualidad se impone al sufrimiento. Su narrativa, en general, tiene esa extraña mezcla de selección y síntesis lingüística en imágenes claras y memorables.

En una de sus primeras novelas breves, Por los tiempos de Clemente Colling (1942), recupera la mirada fresca de la infancia para contar su relación con su profesor de armonía, un pianista ciego. En este bello relato autobiográfico, atiende a los recuerdos que aparentemente no son importantes o que no aportan a la lógica del relato. En una serie de evocaciones de su niñez, cuida la oscuridad y lo desconocido como a un bien valioso. “Muchos años después —escribe en este cuento— me di cuenta de que quería revelarme contra la injusticia de insistir demasiado en lo que más sobresalía, sin ser lo más importante (…); entonces me encontraba con un misterio que me provocaba otra calidad de interés por las cosas que ocurrían”.

Felisberto debió haber visto que María Luisa de las Heras guardaba muchos secretos. Por eso despidió a la amante inglesa, se divorció, le consiguió un nuevo pasaporte sin preguntar mucho e inventó una nueva vida con ella. Pero el secreto que vio Felisberto no lo quiso revelar; cuidó los misterios de María Luisa no para no desenmascararlos, sino para que produjeran extrañeza. Y así, mientras ella buscaba en él la lista de los fascistas infiltrados, el exploraba la increíble diferencia que existía entre su cara vista de perfil y su cara vista de frente; mientras ella guardaba silencio y esperaba porque sabía, estaba segura, de que alguno de los amigos del escritor la llevaría a conseguir documentación para nuevos agentes ilegales, él se admiraba de que las cejas de África parecieran las velas negras de un barco pirata.

Estuvieron casados entre 1948 y 1950, y se divorciaron, especulo, porque África no obtuvo de Felisberto lo que buscaba. Pero fue quizás la banalidad, la intrascendencia de la vida en Montevideo, lo que permitió que ella pudiera seguir con su misión. Su fracasado matrimonio le dio una identidad estable para construir una red de espionaje en el Cono Sur que no existía hasta ese entonces. Veinte años duró su servicio activo como residente o doble agente en Latinoamérica, hasta que volvió a Rusia para jubilarse. Y, a diferencia de los más conocidos espías soviéticos con los que trabajó, como Rudolph Abel Ivánovich, Morris y Lona Cohen o Kim Philby, nunca fue descubierta. Pero a Felisberto hay que seguir vigilándolo: sus historias todavía luchan en contra de la intervención de la razón y provocan una peligrosa sensación de realidad suspendida, que uno tiene que ir tanteando con la yema de los dedos. Lo más peligroso es el recuerdo que dejan las cosas que se confunden cuando la luz se va.

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