László Krasznahorkai resiste

En tiempos en que domina la literatura de frases cortas, que bordean el periodismo, las novelas del escritor húngaro recuerdan que los libros son mucho más que una historia. Tango satánico, Guerra y guerra o Melancolía de la resistencia son telarañas tejidas con frases largas, encabalgadas, donde los personajes parecen a punto de caer en algún trance apocalíptico. El sentido trágico de la vida, el humor negro y un componente que lo vincula con lo sagrado son algunas marcas de estilo de quien recibiera el Man Booker el 2015 por el conjunto de su obra. Leerlo es una auténtica experiencia, algo insólito y desconcertante, una llama que alumbra este mundo obnubilado en sus espejismos de bienestar.

por Pedro B. Rey I 14 Marzo 2019

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A principios de los años 90, al paso que la Unión Soviética se desmoronaba, un escritor francés hoy olvidado declaró que no veía el momento de ponerse a estudiar ruso. El teorema de vanguardia era simple: ya sin mordazas, la combinación de implosión y libertad le abriría a la literatura de ese idioma un camino que solo podía resultar memorable. El pronóstico podía extenderse más allá del ruso; alcanzaría sin transiciones al resto de las lenguas, eslavas o no, que habían pasado largas décadas detrás de la cortina de hierro.

Más de un cuarto de siglo después, aquella profecía resultó menos multitudinaria de lo que se preveía. ¿Nombres? Los rusos Vladimir Sorokin y Viktor Pelevin, el rumano Mircea Cărtărescu, el checo Jiři Kratochvil.

La literatura húngara lidió con el cambio de época a su manera. Fuera del fenómeno retro de Sandor Márai (1900-1989), los principales autores de los últimos años ya se conocían en Occidente para los días en que cayó el muro. Péter Nádas (1942) es un escritor amplio, de reminiscencias proustianas, y Péter Esterházy (1950-2016) es su contracara posmoderna, lúdica y crítica. A ellos se suma Imre Kertész (1929-2016), con sus obras sobre la memoria y el Holocausto que le valieron el Nobel, y György Konrád, que con la desaparición del comunismo terminaría por volcarse al ensayo.

La literatura, sin embargo, siempre se salta esas prolijas enumeraciones canónicas y encuentra sus propios carriles. El escritor húngaro más leído hoy fuera de las fronteras del país centroeuropeo no es ninguno de aquellos, sino László Krasznahorkai (1954), un creador oscuro, poco conocido entre los suyos, al que se considera –sobre todo en la órbita inglesa– uno de los narradores fundamentales de la literatura actual. Krasznahorkai tampoco es, de todas maneras, resultado absoluto de los tiempos poscomunistas. También él está a caballo de dos épocas: su novela más conocida, Tango satánico, se publicó en 1985, y Melancolía de la resistencia en 1989. La escueta El prisionero de Urga es de 1992. El resto de su obra, como si la conmoción de los tiempos lo hubiera obligado a respirar hondo, esperó un tiempo para ver la luz: Guerra o guerra es de 1999, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río de 2003 y cinco años después apareció Y Seiobo descendió a la tierra.

La perplejidad que provocan los complejos –por momentos laberínticos, siempre ásperos– libros de Krasznahorkai, encuentra eco en su misterio personal. El escritor ha viajado extensamente, de Nueva York al Lejano Oriente, y residió algunos años en Berlín, pero vive recluido desde hace un tiempo en una finca en las colinas de Szentlászló.

La circulación de los libros de Krasznahorkai recibió un impulso definitivo con la concesión en 2015 del Man International Booker Prize, que aceleró la traducción de sus libros al inglés. Pero para esa fecha los lectores en español estaban habilitados para conocerlo por partida doble: la editorial Acantilado había publicado casi todas las novelas antes citadas, además del relato Ha llegado Isaías (traducidas por Adan Kovacsics); y Krasznahorkai era conocido entre los cinéfilos gracias a su colaboración con uno de los grandes realizadores de las últimas décadas, el cineasta Béla Tarr, que llevó a la pantalla grande Satantango (una película de siete horas, en blanco y negro) y lo tuvo trabajando a su lado en otros guiones, incluida su enrarecida adaptación de El hombre de Londres, la novela de Georges Simenon, y su opus final, la formidable El caballo de Turín.

La perplejidad que provocan los complejos –por momentos laberínticos, siempre ásperos– libros de Krasznahorkai, encuentra eco en su misterio personal. El escritor ha viajado extensamente, de Nueva York al Lejano Oriente, y residió algunos años en Berlín, pero vive recluido desde hace un tiempo en una finca en las colinas de Szentlászló. Con su largo cabello blanco, tiene el aire de un viejo pintor de íconos o alguno de los personajes tabernarios que pueblan sus novelas. En una de sus pocas entrevistas –la que concedió al novelista inglés Adam Thirlwell para The Paris Review–, relata cómo los artistas bohemios de su juventud tenían como principal coartada estética el paraíso artificial del alcohol. Krasznahorkai sobrevivió por entonces deambulando de pueblo en pueblo, de botella en botella. Como héroe y modelo de esa poética, nombra en la entrevista a Péter Hajnóczy, que dejó constancia de ese camino autodestructivo en La muerte salió cabalgando de Persia, una nouvelle terminal, que canta con despiadada autoironía las ventajas de la intoxicación etílica. Abandonar esa senda fue decisivo para ponerse a escribir. Krasznahorkai sostiene que renegó de esa vocación de bebedor por… un desafío entre borrachos. No tuvo más que apostar que dejaría de tomar.

Algo de esos estados alucinados, frenéticos y desvaídos que produce el alcohol persiste en sus narraciones, que parecen tocar un nervio oculto en quien las lee. Contra todo, esa comprobación no alcanza para explicar –más bien vuelve impenetrable– la medida de su consenso, que incluyó entre sus campeones tempranos al inobjetable W.G. Sebald.

¿En dónde está la clave?

En cierto modo se trata del retorno de lo reprimido: en tiempos en que domina la literatura de frases cortas, que bordean el informalismo periodístico, las ficciones de Krasznahorkai recuerdan que los libros son mucho más que una historia, que antes que nada deben estar –como reclamaba en su momento Edmund Wilson– “escritos”, incluso si para ello se debe tomar partido por la desprolijidad. Las novelas del húngaro son telarañas tejidas con frases largas, encabalgadas, en las que lo que se narra se transforma por el mismo impulso que la hace avanzar. No solo los personajes parecen a punto de caer en algún trance apocalíptico: también los paisajes, la tierra, el mundo, toda la materia. Para propiciar ese estado de cosas y negarse a la transparencia que reclaman los escrupulosos editores de hoy, Krasznahorkai encontró un estilo que lo emparenta con Thomas Bernhard: en sus novelas no hay punto y aparte hasta que termina el capítulo (y en ocasiones, el libro). La frase corta, explicó alguna vez, puede ser cómoda, pero es antinatural. Basta, dice, con escucharnos hablar.

La potencia de Krasznahorkai es arrasadora, pero no se esconde tanto en sus hallazgos como en la manera en que combina los elementos. Recupera la tradición insoslayable de la gran narrativa, valiéndose al mismo tiempo de todas las rupturas que vinieron después. El tono profético recuerda la desesperación de las grandes novelas rusas (Dostoievski, pero sobre todo Gógol, por su maestría en el manejo del grotesco); la dispersión y desconcierto de sus tramas, en cambio, revelan el aprendizaje en la cantera modernista de Samuel Beckett (una influencia declarada), con el que comparte el clima vagabundo.

Fracasar cada vez mejor

Satantango –la película de Béla Tarr– comienza con un extenso travelling lateral de una decena de minutos, con vacas de fondo y las siluetas de las construcciones de una aldea rural comunista a la deriva. Los planos largos que caracterizan el cine de Tarr no son el reflejo de la novela de su amigo Krasznahorkai: son su contrapunto. De ahí la aparente contradicción de que una película de siete exageradas horas se inspire en una historia de 300 páginas. Libro y filme cuentan exactamente lo mismo, pero con un instrumental por completo diferente.

Tango satánico –la novela– asienta una estética y una cosmovisión. Es todavía un enigma cómo se llegó a publicar sin problemas durante la rigidez editorial de la Guerra Fría. Tampoco se lo explica Krasznahorkai, aunque –como le cuenta a Thirlwell– imagina que algún funcionario debe haber querido dar muestras de poder burocrático. La pregunta tiene sentido porque el primer grado de lectura de Tango satánico es la alegoría: la trama describe la degradación final, mucho más morosa que cualquier derrumbe, de toda una comunidad. Un grupo de personajes –hombres y mujeres, algunos chicos– espera en un poblado agrícola a punto de ser clausurado la llegada de Irimiás y su fiel escudero –renegados informantes de la policía secreta– que los rescatarán de la debacle. Un doctor alcohólico se dedica a registrar todo lo que ocurre. Llueve de manera continua; el barro y la lobreguez del paisaje parecen empantanar todavía más en sus redes a esos desahuciados. Sin embargo, a diferencia de Godot, a Irimiás no habrá que esperarlo eternamente. Llega, y como un iluminado, terminará por arrancar a alguno de ellos fuera de ese espacio condenado y llevarlos a un viaje incierto.

James Wood –el crítico inglés del New Yorker– encontró una imagen precisa para explicar cómo funcionan las novelas de Krasznahorkai. Es como si a lo lejos el lector divisara un grupo de gente –dice–, en un día frío y lluvioso, calentándose alrededor de un fuego, pero al acercarse descubriera que donde debería estar el fuego en realidad no hay nada. El símil podría radicalizarse: apenas el lector llega, el grupo empieza a desperdigarse en todas direcciones.

La potencia de Krasznahorkai es arrasadora, pero no se esconde tanto en sus hallazgos como en la manera en que combina los elementos. Recupera la tradición insoslayable de la gran narrativa, valiéndose al mismo tiempo de todas las rupturas que vinieron después.

Las alegorías son la expresión narrativa de una idea, pero Krasznahorkai –si es verdad que en sus páginas vaticina la oxidación final del sistema en que escribía– desactiva la suya a punta de ambigüedad. Los personajes extraviados en su círculo vicioso –que forman “el puente entre el caos y el orden comprensible”, como anota el doctor en su bitácora– son tan importantes como los detalles del mundo natural o del propio universo, amenazado de extinción. Krasznahorkai practica como Bernhard la comicidad por la exageración: si hay carcajadas, son nerviosas y descorazonadoras.

Melancolía de la resistencia participa del mismo humor negro (también la filmó Béla Tarr bajo el título Las armonías de Werckmeister), pero el clima totalitario es todavía más evidente en esa historia de un circo que llega a un pueblo húngaro, portando una ballena muerta, y terminará por catalizar una violencia inédita. También aquí las frases son largas y Beckett es el modelo. Como el irlandés, Krasznahorkai solo aspira a fracasar cada vez mejor. “Melancolía de la resistencia es casi un buen libro, pero solamente casi –considera el autor–. Ese es siempre el proceso, porque puedo imaginar un buen libro, pero no escribirlo. Es mi vida: después de cada libro una desilusión, y después de eso, volver a intentarlo, seguir intentando”.

Cuando alguna vez le preguntaron por la diferencia entre la Hungría comunista y la poscomunista, Krasznahorkai sostuvo que en la primera la vida era anormal e intolerable; en la segunda, normal e intolerable. Tal vez por eso en Guerra y guerra se produce otra clase de desplazamiento, como si la apertura de las fronteras reales hubiera permitido desplegar también las velas geográficas de la literatura. Korin, un suicida en potencia, fascinado y obsesionado por un manuscrito que acaba de descubrir, se traslada a Nueva York. El clima kafkiano permea no solo los paisajes húngaros sino también, en un giro inesperado, la ciudad norteamericana.

El pesimismo es una de las marcas de Krasznahorkai, su contraseña contra un mundo obnubilado en sus espejismos de bienestar. Tal vez por eso su último vuelco –el interés por el mundo oriental, que conoce de primera mano– no debería desconcertar tanto. El escritor húngaro produjo al menos dos libros inspirados en culturas distantes. Y Seiobo descendió a la Tierra tiene como elemento unificador a la diosa nipona del título, que baja a la tierra para observar –son relatos encadenados– diversas expresiones artísticas, de la Acrópolis al período barroco y los íconos rusos. Al Norte la montaña… transcurre por completo en Japón, donde, en un monasterio, alguien descubre lo ínfimo de la naturaleza, la versión luminosa de aquello que –solo que con brutalidad y sordidez– figuraba en Tango satánico.

Ese reverso inesperado de la propia literatura de Krasznahorkai, esa nueva forma de belleza, revela también hasta qué punto la desesperación de los comienzos podía vincularse ya con lo sagrado, esa vocación que sobrevive en muchos artistas de los países del este europeo con una gracia extraña y genuina. La única utopía posible –es lo que prometen los libros de Krasznahorkai– consiste en no quedarse quieto sobre la página y seguir avanzando, afiebrado y en círculos, hacia los nuevos territorios de la literatura. Ahí, si existe, puede que nos espere alguna forma de salvación.

 

Tango satánico, László Krasznahorkai, Acantilado, 304 páginas, $28.920.

 

Melancolía de la resistencia, László Krasznahorkai, Acantilado, 2001, 424 páginas, $31.200.

 

Guerra y guerra, László Krasznahorkai, Acantilado, 2009, 328 páginas, $18.630.

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