Tras leer el segundo tomo de los Diarios de José Donoso, Eugenio Tironi advierte cómo el efecto de lectura de Casa de campo se diluye, por no decir que se modifica sustancialmente. En vez de ser una alegoría de la dictadura de Pinochet, como se creyó cuando la novela apareció, Donoso habría ideado una novela antiizquierda. O en palabras del propio autor: “Anticomisario, anticensura, antiarte proletario, antitotalitarismo”. El título, subraya Tironi, ya estaba definido antes del 11 de septiembre de 1973, al igual que su conflicto, su estilo, sus personajes, su narración y su estructura. ¿Por qué, entonces, la novela sigue interpelándonos?
por Eugenio Tironi I 27 Septiembre 2024
Para quienes leímos Casa de campo cuando apareció, a fines de los años 70, no deja de ser una desilusión encontrarse ahora con el segundo volumen de los Diarios de José Donoso, donde cuenta en detalle cómo se fue forjando la novela.
En el prólogo a la edición de Editorial Universitaria de 2018, el escritor Jorge Edwards, muy próximo al autor, afirma que la novela “es alegoría pura, declarada y, casi se podría decir, descarada” del golpe de Estado y de la dictadura en Chile. Señala que el propio Donoso le contó “que la primera idea de Casa de campo la había tenido esa misma noche”, la del 11 de septiembre de 1973. Y aludiendo a que “nunca terminamos de entender los resortes últimos de la creación”, que fue el Golpe de Estado el que, de manera brusca y sorpresiva, había “sacado a la luz toda clase de fantasmas no tan enterrados o esfumados, como parecía a primera vista”, de José Donoso.
No tuvimos la necesidad de recurrir a la autoridad de Edwards. Cuando leímos Casa de campo lo hicimos exactamente bajo ese encuadre; esto es, como una gran fábula acerca de Chile.
Recuerdo muy bien el impacto. Terminaban los años 70. Veníamos recuperándonos recién del desconcierto en el que nos sumió el Golpe. Habíamos asumido el horror e internalizado el miedo. Se había pulverizado la ilusión de una dictadura breve. Sus reformas se extendían implacablemente en todos los pliegues de la sociedad. En este contexto, la novela de Donoso nos pareció la primera interpretación que escapaba de la racionalidad política, con su sesgo maniqueo y paranoide. La primera aproximación que se alejaba del lenguaje que prevalecía en los oscuros cenáculos de la así llamada resistencia, y que nos tenía asfixiados. La primera lectura que situaba lo que estábamos viviendo en una perspectiva histórica, cultural y antropológica de más calado.
El hecho de que todo esto proviniera de un escritor consagrado internacionalmente volvía más llevadera la desgracia y se tornaba una fuente de alivio. Lo ocurrido no había sido fruto de fallas, de errores, de conspiraciones, sino de una corriente telúrica que se remontaba a lo más profundo de Chile. Salir de la dictadura, por lo mismo, demandaría mucho más que gestos de coraje más o menos heroicos, que una acción más o menos valiente, que compromisos más o menos firmes, que alianzas más o menos amplias; iba a requerir de un movimiento cultural capaz de remover elementos que estaban enquistados en lo más turbio y profundo de la historia y la identidad chilena; eso que Allende había pasado por alto.
Con esos ojos nos acercamos por primera vez a Casa de campo. Los niños que habían sido dejados solos, tras la partida de sus padres a un pícnic que sería breve, éramos nosotros, los revolucionarios de entonces. La familia Ventura, que abandona a los hijos a su suerte y termina vendiendo su oro y sus tierras a extranjeros que despreciaba, era la burguesía. Los nativos, que vivían en la periferia y trabajaban de sol a sol para los Ventura, eran el olvidado pueblo. Los sirvientes, que seguían a sus patrones en todas sus locuras sin hacerse preguntas, representaban a la clase media. Adriano, el doctor miembro de la familia que al descubrir el sustrato de horror en el que se sostiene su dominio fue encerrado y se volvió loco, era Allende. El Mayordomo, aquel “que no desea otro emolumento sino que le permitan sentirse héroe”, era por cierto Pinochet. Hermógenes y Casilda, que cuidaban celosamente el oro de la codicia de la propia familia, eran los Chicago Boys. Juan Pérez, el cruel y ambicioso sirviente, era Manuel Contreras. Los antropófagos y los salvajes, esa “fantasía creada por los grandes con el fin de ejercer la represión mediante el terror, fantasía en que ellos mismos terminaron por creer, aunque este convencimiento los obligara a tomar costosas medidas de defensa contra los hipotéticos salvajes”, eran el Plan Zeta y los comunistas. El llamado constante a “correr el tupido velo”, así como esa porfiada elegancia de no ver, era la censura. El culto al olvido —“hacerse mayor consiste en ser capaz de olvidar lo que se decide olvidar”— era la actitud de la derecha; lo mismo que esa frase estentórea que el Mayordomo repite una y otra vez: “Silencio. !Aquí no ha pasado nada!”. En fin, La Marquesa salió a las cinco, la obra de teatro bajo la cual la realidad se oculta y se presenta como la inocua fantasía de niños juguetones, era el poder judicial.
“No creo que me gustaría sentir esperanza si me hiciera tan vulnerable como a ti”, le dice Anabela a Wenceslao, a lo que este responde: “Si uno no tiene esperanza, Anabela, uno se queda frío y solo durante toda la vida, y cuando llega la hora de entregarse a alguien o a una causa, uno no puede hacerlo”.
Cuando lo leíamos, era imposible no pensar que Donoso nos hablaba a nosotros. Y cuando el propio Wenceslao dice que “el castigo inherente a toda derrota no es tanto la humillación, que al fin y al cabo es soportable, sino el permanecer afuera de todo lo que importa”, no había manera de no darnos por interpelados.
Pues bien, todo eso que creíamos en aquel momento, descubrimos ahora, con desilusión, que no es verdad; o no al menos como lo cuenta Edwards. No es cierto que a Donoso lo iluminara el Golpe para escribir su Casa de campo. Tampoco lo es —o no exactamente— que lo que tuviera en su mente al escribirla fuera la situación de Chile.
Si se sigue este segundo tomo de sus Diarios, se verá que para el 11 de septiembre ya la tenía entera en su mente. Había bosquejado incluso cómo comenzaría: “Salieron todos temprano en la mañana y dejaron la puerta cerrada con llave. No solo la puerta de calle, sino también la del fondo del jardín, el portón, las ventanas y la verja. Nos dijeron que volverían tarde y que nos portáramos bien”. Finalmente, la novela no partió así, pero en ese comienzo original está el núcleo de la novela: los mayores parten de paseo con sus sirvientes, pero pasan los días y no regresan, lo que hace que entre los 50 primos dejados a su suerte se desaten sus rebeldías, sus venganzas y sus perversiones.
¿Era el Chile de la UP, donde los niños jugaban a la revolución rodeados de nativos y acompañados únicamente de un adulto algo deschavetado? Al menos en la íntima racionalización de Donoso a esa fecha, no es evidente.
En Diarios centrales. A Season in Hell, el autor anuncia que buscaría darle a la novela un “aire legendario, fantástico, exótico”; es decir, “lo anti García Márquez”. Lo consiguió. En cuanto a la “simbología política”, escribe que ella debía estar en el forefront de la novela, lo que también logra. Pero cosa curiosa, lo que estaba en su mente no era una dictadura de derecha, como la de Pinochet, sino más bien de izquierda. Agrega que lo que realmente le interesa es la división y el conflicto entre los niños abandonados, los cuales se dividían en dos partidos que entraban en colisión, el del “orden” y el del “desorden”. El partido del orden “son los comunistas ortodoxos, los comisarios”, y el partido del desorden, “los MIR, los revolucionarios heroicos, locos, trotskistas”; pero ambos tienen un enemigo común, los “mayores”, y la misma misión, “sobrevivir”. Pero ojo: la novela no sería neutral: ella debía ser “anticomisario, anticensura, antiarte proletario, antitotalitarismo”, aunque siempre evitando la politización para “concentrarme en la poética brutalidad de los padres y los hijos”.
El título, Casa de campo, Donoso también ya lo había definido antes de la noche del 11 de septiembre. Lo mismo su conflicto, su estilo, sus personajes, su narración y su estructura. Lo de Edwards, en suma, es pura fantasía.
¿Significa todo esto que Chile está ausente de Casa de Campo? No, en absoluto. Hay múltiples referencias históricas, como la de Benjamín Subercaseaux y el paseo por Champs Elysées como niño vestido de mujer que hacía pis en plena calle en una cantora de oro, mientras las criadas lo tapaban con un biombo. Esta, como muchas otras sabrosas historias de la aristocracia chilena, son recreadas en la novela. Hay también referencias más contingentes, que revelan que la realidad chilena se le filtraba. Es el caso del ya mencionado conflicto entre los partidos del orden y el desorden o la descripción de la desaparición de personas y de las torturas. Esto lo advierte con preocupación, por lo que escribe en sus Diarios que “tampoco tengo que simplificar la novela y reducirla a una visión metafórica del golpe de Estado chileno. Tiene que tener vida propia, autonomía”.
Donoso tiene éxito: su Casa de campo efectivamente tiene vida propia. Por esto, a pesar de la desilusión de saber que no se dirigía a nosotros, ella se sigue leyendo tan bien. Su clima delirante, sus ironías, su desenfreno, su humor, su crueldad, y por encima de todo, su insobornable fatalismo acerca de la condición humana, prueban que ella respondía a fantasmas más intemporales que saben envejecer bien.
“Lo peor es haber tenido certezas y saber que ahora, de reconstruirse algo, será reconstruir cualquier cosa menos certezas, por saberlas peligrosas”, se lee en la novela. Wenceslao, ahora lo sabemos, no se dirigía a los lectores chilenos de la época, como suponíamos, pero igual nos interpretó hondamente.
El segundo volumen de sus Diarios no llega hasta La desesperanza, novela publicada en 1986, pero da ciertas pistas. A Donoso le rondaba obsesivamente —en su caso no podía ser de otro modo— su distancia con Chile. En mayo de 1973 escribía acerca de su “deseo de estar comprometido con algo no por elección —la frivolidad de Cortázar— sino porque uno no puede dejar de estarlo, porque las cosas están sucediendo allí, y entonces hay que vivir”. Ese algo era “un Chile caótico y destrozado —con un propósito o sin él, con esperanza o sin ella—, y con el fin de mi mundo de la burguesía: sale de aquí una necesidad que dudo que yo sea capaz de cumplir y por eso el dolor de comprometerse políticamente”. En las semanas siguientes se queja de los críticos que lo acusan de escribir “desde lejos”, de estar aparte, remoto, alejado de sus raíces, de no identificarse con los problemas y las luchas del hombre común. Y se pregunta si acaso no debiera tomar “el tema ‘Chile Hoy’: la novela política, de compromiso…”.
Pues bien, La desesperanza parece haber respondido, varios años después, a esa necesidad de Donoso de situarse en Chile y de escribir una “novela política”. La muerte de Matilde Urrutia, la viuda de Neruda, le sirve al autor para armar una confusa historia que intenta incluir casi todos los tópicos de ese momento: la vergüenza de los torturados, la crueldad de los verdugos, el cinismo de sus protectores, la ingenuidad de los partidos y de sus militantes, el esnobismo de los artistas comprometidos, la espiral autodestructiva de los viejos izquierdistas, las ambigüedades del exilio.
El eje articulador de todo eso es “la desesperanza”. De cara a la leyenda que se había hecho de la UP, una época “sin multas ni límites, puro aceleramiento, impulso, velocidad”, todo lo que quedaba como saldo era “la derrota total”, ante la cual solo caben dos alternativas: o dejarse consumir por el odio y la violencia testimonial, o renunciar al empecinamiento y “perder la esperanza, que era la único que era necesario perder para comenzar otra vez desde cero”.
Fue esto, seguro, la descripción del Chile de entonces, el reconocimiento abierto y sin atenuantes de la muerte de las viejas esperanzas, y la autorización que nos otorgaba un autor famoso de pensar todo de nuevo, “desde cero”, lo que nos atrajo en la primera lectura.
Tal como la leímos por primera vez a fines de los años 80, La desesperanza se refiere directamente al Chile de la dictadura, con una tesis que ya había sido de sobra elaborada. Parece que al escribirla Donoso se hubiese empeñado en marcar un contraste con Casa de campo. Lo consiguió, pero esto mismo hizo que La desesperanza no resistiera el paso del tiempo. Esta sí es desilusión.
Fotografía de portada: Emilia Edwards.
Casa de campo, José Donoso, Debolsillo, 2015, 574 páginas, $14.000.
La desesperanza, José Donoso, Debolsillo, 2017, 432 páginas, $13.000.
Diarios centrales: A Season in Hell 1966-1980, José Donoso, edición de Cecilia García-Huidobro McA., Ediciones UDP, 2023, 760 páginas, $30.000.