Díaz Eterovic: lejos de la crueldad

La obra de Ramón Díaz Eterovic, el flamante Premio Nacional de Literatura, transmite una suerte de tristeza cálida, una melancolía urbana que es uno de los mejores atributos de su estilo. Desde La ciudad está triste (1987) hasta Dejaré de pensar en el mañana (2024), el hombre que dio vida al detective Heredia ha construido una literatura de lo perdido, acercando la escritura a otros lugares y tiempos, como si a su voz no le quedase más que ser la de un sobreviviente.

por Álvaro Bisama I 24 Septiembre 2025

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Que Ramón Díaz Eterovic (Punta Arenas, 1956) haya ganado el Premio Nacional de Literatura 2025 es una buena excusa para volver sobre su obra y pensar que lo mejor de ella es el modo que tiene de transitar entre el género policial y el realismo social chileno, como si junto con Chandler, Hammett y los clásicos de la novela negra americana hubiese que leerlo al lado de Nicomedes Guzmán, Luis Cornejo o Carlos Droguett. De este modo, su literatura es una manera de unir el pasado con el presente, los modales de la generación del 38 con los cambios de la modernización del Chile contemporáneo. Entremedio, en las 20 novelas publicadas con las peripecias de su detective Heredia (la primera, La ciudad está triste, es de 1987, y la última, Dejaré de pensar en el mañana, del año pasado), sus lectores sospechamos que la melancolía y la rabia de esas historias provienen de ahí, de las formas en que el novelista ha ido narrando la vida de las ciudades chilenas (mayormente Santiago, pero también Punta Arenas y, con eso, la provincia o, mejor, la idea de la provincia) como si estuviera recuperando fragmentos de un presente reescrito una y otra vez con el fin de la dictadura, la llegada del nuevo siglo y los cambios en el paisaje urbano, la identidad y la lengua.

De este modo, enmascarada en los modales de lo detectivesco, cada aventura comienza en la calle Aillavilu, en pleno centro de Santiago, al lado de La Piojera —ahora cerrada— y a metros de la Estación Mapocho, y luego se expande al país completo.

Por lo mismo, en esas ficciones detectivescas (donde Díaz Eterovic es lejos el mejor de nuestros novelistas) también era posible seguirlo cerca de la poesía de autores como José Ángel Cuevas, cuya obra parece escrita desde un borde parecido, que es el de una literatura hecha a contrapelo del abandono, pues es capaz de trabajar con los fragmentos de la calle y la memoria, haciendo que su mandato sea abrazar o registrar lo desaparecido. “¿Para qué quiero otro amor? / ¿Para llevarla a comer pescado frito / y sentarnos a mirar los pájaros / sin un peso para hotel / un peso para bailar abrazados hasta que amanezca?”, dice Cuevas en un poema cuya voz podía pertenecer a Heredia.

Díaz Eterovic siempre escribió lejos de cualquier moda, construyendo su propia tradición sin estridencias, uniendo la biblioteca y la calle como si fuesen una sola cosa.

Pero ahí, al lado de Cuevas, también comparecen otros espectros, otras voces, como las de Jorge Teillier y Rolando Cárdenas (de quien Díaz editó su Obra completa en 1994) y de los viejos poetas que circulaban por la Unión Chica en los años 80, que es lo mismo que decir la noche y el centro de Santiago, y que es el lugar donde Díaz Eterovic se formó como escritor. Algunas veces, Teillier y Cárdenas vuelven en alguna aventura de Heredia como una cita o un recuerdo, pero en verdad su influencia es bastante más profunda, pues existe más bien como una suerte de tristeza cálida que es uno de los mejores atributos de su estilo y que está lejos de cualquier forma de crueldad, construyendo una literatura de lo perdido, acercando la escritura a otros lugares y tiempos, como si a su voz no le quedase más que ser la de un sobreviviente.

Díaz Eterovic siempre escribió lejos de cualquier moda, construyendo su propia tradición sin estridencias, uniendo la biblioteca y la calle como si fuesen una sola cosa. Pocos autores chilenos pueden ofrecer esa posibilidad de envejecer con ellos, acompañando sus libros tal y como los lectores hemos hecho a través de los años con los casos resueltos por Heredia, un héroe cada vez más cansado y agotado por la violencia y, muchas veces, el horror.

En ellos, el autor ha hecho del policial una forma inevitable y actual de realismo social, retratando desde la ficción a quienes no habían sido narrados tras los cambios políticos y sociales de nuestras últimas décadas, casi siempre trabajadores o miembros de una clase media, todos habitantes perdidos de un Chile que no parecía reconocerlos o registrarlos, salvo desde la crónica roja o el informe forense. Novela tras novela, a lo largo de casi 40 años, Díaz Eterovic, a través del ojo y de la voz de su personaje principal, aspiró a escucharlos en la oscuridad, como si nadie más pudiese reconocerlos o hablar de ellos mientras abraza como única patria posible al cosmos del centro de Santiago, donde deambula como un testigo insobornable que trata de registrar los detalles de lo que se va extinguiendo o mutando: las calles que se vuelven irreconocibles, las canciones que ya no suenan en la radio, los bares que se cierran, los rostros que se pierden de vista, los momentos muertos de la Historia, las imágenes de las que solo quedan sombras, las vidas que caminan hacia el olvido.

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